Todo lo que me nombra o que me evoca
yace, ciudad, en ti, signo vacío
en tu pecho de piedra sepultado.
Octavio
Paz, Crepúsculos de la ciudad.
Atenas
no iba a llamarse Atenas. La Acrópolis de la ciudad que habría de convertirse
en la más preponderante de la Grecia clásica tenía ya cierta importancia hace
unos tres mil quinientos años, es decir, en el 1400 a. C., en el apogeo de la
civilización micénica. El registro arqueológico así lo indica, y la tradición
no apunta hacia un horizonte temporal distante: en la Crónica de Paros —estela de mármol en la que fue
inscrita una cronología detallada de la antigüedad helena—, se asienta que Atenas
fue fundada en el 1581 a. C. Por entonces, acá, en el sur de Mesoamérica,
comenzaba a germinar la civilización olmeca, y allá, en el mar Egeo, la misteriosa
cultura cicládica se apagaba. Cécrope, el mítico rey fundador de Atenas, había brotado
de la tierra, circunstancia por la cual se tenía por hijo de Gea, y delataba su
ascendencia tanto en el nombre —kέκρωψ, ‘rostro con cola’— como en su misma anatomía
—tenía rostro humano y cuerpo de serpiente—. Nieto del Caos, no sorprende que
tuviera mucho trabajo. Cécrope desempeña un rol múltiple en el mito fundacional
de Atenas; logró la integración de las doce primeras ciudades —Atenas puede entenderse como un plural—,
y cimentó las bases de su civilización: sus enseñanzas abarcaron desde el uso
de pieles como ropa y la construcción con madera, hasta las técnicas básicas de
navegación. Además, estableció la sepultura de los muertos y los matrimonios monogámicos,
organizó el primer censo de población del Ática, erradicó los sacrificios
humanos e instituyó la veneración a Zeus como divinidad principal. Un héroe
cultural de cola a cabeza. Como era de esperarse, Cécrope, además de mucha
pila, tenía su vanidad, y decidió ponerle a la nueva ciudad, ¡faltaba más!,
Cecropia.
En
la Biblioteca —documento del siglo II d. C. atribuido erróneamente a
Apolondro— se explica la razón por la cual Atenas terminó llamándose como se
llama: justo cuando Cécrope estaba por nombrarla Cecropia, “los dioses
decidieron tomar posesión de las ciudades en las que cada uno de ellos debía
recibir su propio culto. Poseidón fue el primero que llegó al Ática, y con un
golpe de su tridente en medio de la acrópolis produjo un mar... Después de él
vino Atenea, y, luego de pedir a Cécrope atestiguar su acto de toma de
posesión, plantó un olivo...” Ambas deidades reclamaron la posesión de la
ciudad. Zeus intervino, encomendando a los doce dioses olímpicos actuar como
árbitros, “y de acuerdo con el veredicto el país fue adjudicado a la diosa
Atenea, porque Cécrope dio testimonio de que ella había sido la primera en
plantar el olivo. Atenea entonces llamó a la ciudad Atenas, según su nombre”. Así
que, al menos según esta versión del mito, para que Palas Atenea, la poderosa
diosa de la sabiduría y la guerra, la civilización y la justicia, se
convertiría en la patrona de la ciudad, hubo que hacerle trampa al pobre
Poseidón. En fin, ni Cecropia ni Posidonia; la principal polis del Ática fue
designada Atenas.
Como
recordaba apenas la semana pasada, un milenio después de su fundación —escribo
aquí seis palabras para que tú pienses allá en 1091 años—, Atenas fue saqueada
por los persas. Parecía que la segunda intentona del poderoso Imperio
aqueméndia por conquistar a los rejegos griegos ahora sí iba a resultar
exitosa…, pero nada más eso, parecía…
Heródoto de Halicarnaso (c. 484 a. C.
- c. 425 a. C.) cuenta en su Historia (III, 53) que después de
arrasar la despoblada ciudad, acometieron a la orgullosa Acrópolis, en donde sólo
encontraron a un puñado de despistados que no quisieron o no pudieron evacuar
la polis… “Cuando los atenienses vieron que los enemigos habían subido, unos se
arrojaron muralla abajo, pereciendo, y otros se refugiaron en el templo [mégaron]. Entonces los persas que habían
subido se dirigieron… hacia las puertas, las abrieron y mataron a los
suplicantes y, tras haber acabado con todos, saquearon el santuario e
incendiaron toda la Acrópolis”. El temible rey Jerjes I fue entonces “dueño
absoluto de Atenas”. ¿Fin de la historia, fin de la ciudad-estado? Sabemos que
no…, y pronto aparecería una señal de ello.
También
por Heródoto (III, 55) tenemos noticia de que el Sha llevaba entre sus huestes a un grupo de exiliados griegos
—seguramente parientes de Hipias, expulsado en 510 a. C., refugiados en Susa—,
a quienes, al día siguiente de la conquista de Atenas, ordenó “que subieran a
la Acrópolis, y que realizasen sacrificios con arreglo a sus ritos”. Los
exiliados, ya también secuaces, obedecieron; sin embargo, no sabemos si después
le informaron a Jerjes lo que vieron…: “En la Acrópolis de Atenas hay un templo
dedicado a Erecteo (quien, según dicen, nación de la tierra), donde se
encuentra un olivo y un pozo de agua salada, que, de acuerdo con una
tradición…, dejaron Poseidón y Atenea en testimonio de su disputa por el
patronazgo de la región. Pues bien, resulta que dicho olivo fue presa, con el
resto del santuario, del incendio provocado por los bárbaros. Sin embargo, un
día después del incendio, cuando los atenienses comisionados por el monarca
para ofrecer sacrificios subieron al santuario, comprobaron que del tronco
había brotado un retoño de cerca de un codo” (unos 45 centímetros).
La
armada persa saldría en persecución de los helenos, sólo para toparse en
Salamina con su propia derrota. Los griegos volverían a las ruinas de su
devastada ciudad. Atenas retoñó; de hecho, su destrucción marcaría el punto
inicial del período de máximo esplendor ateniense.