En Tristram Shandy aprendí que
el tiempo de la novela
es justamente el tiempo
que en la vida real no puede existir.
Javier Marías
… y no, no es que uno se complazca en
andar de chismoso, pero conviene anotar que Mrs. Elizabeth Lumley (1714-1773)
no se llevaba muy bien que digamos con su señor marido, el escritor inglés
Laurence Sterne (1713-1768), y además hay que agregar que frecuentemente la
señora se desbarrancaba decididamente en profundos episodios de locura, durante
los cuales la bendita dama creía ser la reina de Bohemia. Habrá quien considere
ambos hechos como atenuantes del en ocasiones disoluto comportamiento del
párroco anglicano, quien sostuvo una relación entre ingenua y no tanto con la
cantante Catherine Fourmantel, y a quien muy probablemente se refiera como su
querida Jenny en su maravillosa
novela La vida y las opiniones del
caballero Tristram Shandy (1760-1767). De tanto detalle me he enterado
gracias al bien cuidado y robusto cuerpo de notas que el novelista español Javier
Marías (Madrid, 1951) preparó para la traducción a nuestro idioma de la novela
de Sterne —Premio Nacional de traducción Fray Luis de León en 1979—, la cual
sin duda es la que, si vas a hincarle el diente, deberías conseguir —la edición
de Alfaguara está disponible en papel y libro electrónico—.
Ya desde el acto de procreación acontecido
para que fuera traído al mundo el tal Tristram Shandy —suceso que acaecería en
1718—, cometido obviamente por quienes habrían de ser su padre, Walter Shandy,
y su madre, Elizabeth Mollineux, se evidencia el hercúleo ejercicio de
digresión gracias al cual la novela de Laurence Sterne va y viene, y regresa y
coquetea descaradamente y da vueltas sin llegar, sin avanzar a ninguna parte y
sin embargo incansablemente toca puerto aquí y allá antes de hacerse de nuevo a
la mar abierta de historias secundarias y divagaciones… Resultado: una narración
prácticamente sin argumento. “Ya sé que hay lectores en el mundo que, al igual
que otra mucha buena gente que vive en él, no tienen nada de lectores; que se
encuentran a disgusto si no se les permite entrar, desde el principio hasta el
final, en el secreto de todo lo que a uno le concierne”, se defiende atacando el
narrador, y muchas páginas más adelante, después de que ha quedado sobradamente
evidenciado que el después poco o nada importa, el escritor dieciochesco se
extiende en explicaciones: “cuando un hombre toma asiento dispuesto a escribir
una historia…, no sabe en mayor medida que sus talones con qué dificultades y
condenados obstáculos ha de encontrarse en su camino, o qué danzas puede verse
obligado a bailar por culpa de una u otra digresión antes de que todo haya
finalizado. Si un historiógrafo pudiera conducir su historia como un mulero
conduce a su mula —en línea recta y siempre hacia delante—: por ejemplo, desde
Roma hasta Loreto sin volver la cabeza ni una sola vez en todo el trayecto, ni
a derecha ni a izquierda, podría aventurarse a predecirles a ustedes, con un
margen de error de una hora, cuándo iba a llegar al término de su viaje; pero
eso, moralmente hablando, es imposible. Porque si es un hombre con un mínimo de
espíritu, se encontrará en la obligación, durante su marcha, de desviarse
cincuenta veces de la línea recta para unirse a este o a aquel grupo, y de
ninguna manera lo podrá evitar. Se le ofrecerán vistas y perspectivas que
perpetuamente reclamarán su atención; y le será tan imposible no detenerse a
mirarlas como volar; tendrá, además, diversos Relatos que compaginar: Anécdotas
que recopilar: Inscripciones que descifrar: Historias que trenzar: Tradiciones
que investigar: Personajes que visitar: Panegíricos que pegar en esta puerta;
Pasquines que en aquella: —de todo lo cual tanto el hombre como su mula están
completamente libres. Resumiendo: en cada etapa del camino hay archivos que
consultar, y registros, fastos, documentos e interminables genealogías que,
forzado por la justicia (que una y otra vez le hace volver o detenerse), ha de
leer. —En suma, es el cuento de nunca acabar”.
Sumado al afán por no arribar, al ánimo de
andarse todo el tiempo por las ramas, el novelista apuesta toda su fortuna al
humor, incluso en contra de sí mismo: “bien ríase usted conmigo, o bien hágalo
usted de mí, o, en suma, haga lo que prefiera, pero no pierda usted nunca el
humor”. Sterne hace suya una de las máximas del parisino Francote de
Rochefoucauld (1613-1680) —“La seriedad es un continente misterioso del cuerpo
que sirve para ocultar los defectos de la mente”—, porque más que un humorista
o artesano de gracejadas es un fiero enemigo de la seriedad, al igual que el
párroco Yorick, personaje de su novela: “Yorick tenía por naturaleza una
antipatía y una aversión invencibles hacia la seriedad —no hacia la seriedad
como tal, pues cuando se requería seriedad él era el más serio o grave de los
mortales durante días y semanas enteras—, sino que era un acérrimo enemigo de
ella cuando se la afectaba, y sólo le declaraba la guerra abierta cuando
aparecía como tapadera para la ignorancia o la sandez”. Así que entre
ignorantes y necios, guerra sin cuartel, cruzada eterna…
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