¡Qué bien argumentamos
sobre los hechos erróneos!
Laurence Sterne, Tristram
Shandy.
La tercera es la vencida —frase hecha que me
recuerda a ya-sabes-quien, tanto como una afirmación que encontré precisamente
en el libro que vuelvo a recomendarte: “tenemos a un hombre de Estado haciendo
girar la rueda de la política, como un bruto, al revés: contra la corriente de
la corrupción, ¡santo cielo!, en vez de a su favor”—… Insisto, pues: tienes que leer Vida y opiniones del caballero Tristram
Shandy, una novela enorme, publicada originalmente por entregas entre 1759
y 1767. Su autor, Laurence Sterne (1759-1767), era un novelista novato —“… no
soy más que un principiante en este oficio y, en consecuencia, poco sé acerca
de él; pero en mi opinión escribir un libro es, para todo el mundo, como
tararear una canción; así pues, señora, limítese usted a estar a tono consigo
misma: que éste sea alto o bajo, eso da absolutamente igual”—, hecho que no le
impidió mostrar un colmillo literario de dinosaurio experimentado: “la vida de
un escritor, por mucho que se tendiera a imaginar lo contrario, no consistía
tanto en componer como en batallar; y la superación de la prueba
dependía precisamente de lo que dependen las superaciones de los demás hombres
que en la tierra combaten: no tanto (ni la mitad) del grado de ingenio, como del de resistencia”.
Aunque haya sido su primera novela, Sterne
consigue el prodigio de meter al lector en una especie de plática —“la
escritura, cuando manejada adecuadamente (como pueden ustedes estar seguros de
que creo que lo está la mía), no es más que un nombre diferente que se le da a
la conversación”—, al tiempo que lo involucra en la composición del hechizo
literario: “La mayor y más sincera muestra de respeto que se le pueda dar al
entendimiento del lector consiste en repartir amigablemente con él esta tarea y
en dejarle imaginar algo a su vez: tanto, casi, como el propio autor”. El
esfuerzo no es desinteresado; el escritor quiere y saca provecho: “gracias a la
vida que he de escribir, viviré la otra bastante bien; o, en otras palabras,
que llevaré un par de buenas vidas al mismo tiempo”.
Laurence Sterne, además de narrador, fue
sacerdote y predicador —“sed delicados; sed cautos con vuestro lenguaje, y
nunca, ¡oh, nunca!, olvidéis de cuán minúsculas partículas dependen vuestra
elocuencia y vuestra fama”—, y tenía bien evaluada la plasticidad de las
palabras, de cualquier palabra: “bigotes –y
la palabra se convirtió en algo indecente: tras dar los últimos coletazos quedó
absolutamente inservible para el uso. La mejor palabra de la mejor lengua del
mejor mundo imaginable habría corrido igual suerte bajo la presión de semejantes
cambios de sentido”. Así, por ejemplo, al desatinado doctor Slop lo describe como
poseedor de “una barriga sesquipedal” (sesquipedal:
dicho especialmente de un verso o de un discurso o modo de expresión: muy largo
y ampuloso). Como un Wittgenstein precoz, se sabe atrapado en el lenguaje y
criatura del mismo: “cada una de las palabras del diccionario: hacia adelante y
hacia atrás…, cada palabra queda convertida en una tesis o en una hipótesis; cada
tesis o hipótesis engendra una verdadera prole de proposiciones; y cada proposición
tiene sus propias consecuencias y conclusiones; cada una de las cuales, a su
vez, conduce a la mente hacia otras sendas, llenas de nuevas dudas y pesquisas.
Es increíble la fuerza que tiene esta máquina…”
El inglés —nacido en Irlanda— despliega
también un conocimiento grosero, excesivo para su tiempo —una época sin
sociólogos ni epistemólogos—, de los mecanismos del pensamiento humano: “Las
teorías se caracterizan por el hecho de que, una vez concebidas, todo lo
asimilan en provecho de su propia nutrición; y, desde el mismo instante en que
se las engendra, todo lo que uno ve, oye, lee o entiende no hace sino
fortalecerlas cada vez más”. Sterne se da el lujo incluso de meter la pluma
para describir los procesos internos de la concepción mental: “la idea se
limitaba a flotar en la mente del doctor Slop: sin rumbo ni dirección, a la
manera de una simple proposición; de las cuales… hay millones, a diario,
balanceándose plácidamente en medio del sutil jugo del entendimiento de cada
ser humano; y no se ven impulsadas ni hacia delante ni hacia atrás hasta que
algunas ligeras ráfagas de pasión o de interés las hacen inclinarse hacia uno y
otro lado”.
Gran lidiador del lenguaje e inteligente observador
de la inteligencia, Sterne aparece aquí y allá como un Paul Watzlawick
adelantado, como si hubiera asistido a un seminario de Teoría de la
Comunicación Humana en Palo Alto, California, a finales del siglo XX…; como
muestra, un botón: "Se tornó pensativo —daba frecuentes paseos hasta la
nansa,—se soltó y dejó caer una cinta del sombrero —suspiraba a menudo— se
abstenía de ser mordaz— y habida cuenta de que, como nos dice Hipócrates, el
buen funcionamiento tanto de las glándulas excretorias de la piel como del
aparato digestivo dependen en gran medida de la ayuda que les prestan los vivos
destellos de genio que dan pie a la mordacidad, no cabe duda de que, con la
desaparición de éstos, habría acabado por enfermar de no haber sido por la tía
Dinah, la cual, junto con un legado de mil libras, le dejaba una serie de nuevas
preocupaciones que le sirvieron para distraer los pensamientos y recobrar la
salud”.
Hasta aquí la tercera…, que aunque haya
sido la vencida obligadamente prologa la cuarta…
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