No
hay nada más familiar que la mitología.
Marcel Detienne, La invención de la mitología.
Debo continuar una historia, la de Ciro el
Grande, a quien la semana pasada dejamos a las afueras de la ciudad de
Ecbatana, creciendo entre bueyes, en el seno de una familia de esclavos (c. 600 a. C.). Sin embargo, las
circunstancias en las que el medo/persa, siendo apenas un recién nacido, se
salvó de ser asesinado por órdenes del rey Astiages, su abuelo, me catapultan
inexcusablemente a una digresión.
Es antiquísimo el bonito cuento de la
imposibilidad de matar a un niño destinado a cambiar el mundo; de hecho, muy
probablemente sea uno de los relatos prototípicos de la Humanidad. Ejemplos,
los hay celebérrimos. Del héroe más vetusto de todos, Gilgamesh, no sabemos los
detalles de sus primeros años, puesto que su epopeya comienza cuando el gigante
ya es mayorcito y se desempeña como rey de Uruk. Así que el más antiguo ejemplo
que podemos mencionar procede de la fundación del primer imperio conocido de la
historia universal, el Acadio, también en Mesopotamia, y se refiere a la
historia del nacimiento de su fundador, Sargón I. Fue él mismo quien dejó
escrita su primera aventura:
Mi
madre fue una gran sacerdotisa. A mi padre no lo conocí… Mi ciudad natal, Azupiranu,
está situada a orillas del Éufrates. Mí madre me concibió en secreto. Ella me
dejó en una cesta de junco, sellada con betún. Me llevó al río. La corriente
del río me llevó a Akki, el aguador. Akki… me adoptó como su hijo y me crio… Yo era
un jardinero. Ishtar me concedió su amor, y me convertí en rey…
El relato de Sargón retrotrae
al de Moisés, con el que tiene “… una gran similitud
y correspondencia de motivos” (Otto Rank, The
Myth of the Birth of the Hero. JHU Press, 2004). Como quizá recuerde usted,
luego de una apresurada reflexión sobre los riesgos demográficos por los que
transitaba Egipto, el faraón ordenó que tiraran al río a todos los niños nacidos
de los hebreos, dejando a las niñas con vida. Fue en tan inadecuada situación
que una pareja de la tribu de Leví tuvo a Moisés:
… y
viendo que era hermoso, lo mantuvo escondido durante tres meses. Como no podía
ocultarlo por más tiempo, tomó un canasto de papiro, lo recubrió con alquitrán
y brea, metió en él al niño y lo puso entre los juncos, a la orilla del río
Nilo.
Río abajo, la hija del faraón rescatará al
pequeño Moisés, quien años después guiará la liberación de su pueblo (Éxodo).
El tercer ejemplo condensa varios mitos
antiguos. Después de mencionar otras versiones sobre el origen de Roma, la urbe
y su nombre, Plutarco afirma que “más fundada razón” tienen quienes “designan a
Rómulo como denominador de aquella ciudad”, y relata:
… fue
hijo de Eneas y Doxitea …, y siendo niño, fue traído a la Italia con su hermano
Remo, y habiéndose perdido en el río, que había salido de madre, los demás
barcos, aquel en que navegaban los dos niños había arribado a una orilla
muelle, y salvos, por tanto, inesperadamente, se puso al sitio el nombre de
Roma…
Enseguida, Plutarco añade otra historia,
más bien truculenta: resulta que Tarquecio, rey de los albanos, miró entre
sueños que un falo fatuo aparecía en medio del fuego, “y estuvo permanente por
muchos días”. A falta de psicoanalista, acudió al oráculo de Tetis, donde la
pitonisa dispuso que ofreciera una virgen al espectro, porque de su unión
nacería un niño portentoso. Tarquecio ordenó a una de sus hijas que se ayuntase
con el pene flamígero, pero a ella le resultó abominable aquello, así que, en
su lugar, envió a una de sus criadas. Tarquecio habría de percatarse del ardid
y encarcelaría a ambas, a la hija desobediente y a la doméstica obediente.
Pasaron los meses…
Dio
a luz la criada dos gemelos, y Tarquecio los entregó a Teracio con orden de que
les diese muerte; pero éste los expuso a la orilla del río, donde una loba
acudía a darles de mamar, y diversas aves, trayéndoles de su cebo, lo ponían en
la boca a los niños, hasta que un vaquero… se atrevió a acercarse, y los llevó
consigo; y habiéndose salvado…, acometieron después a Tarquecio, y le vencieron.
(Vidas Paralelas, I)
Igual que Rómulo y Remo, ya antes el
profeta hebreo Elías había sido alimentado por ciertos pájaros, según
instrucción precisa de Yahveh: “Elías se fue al arroyo de Querit, al este del
Jordán, y allí permaneció, conforme a la palabra del Señor. Por la mañana y por
la tarde los cuervos le llevaban pan y carne, y bebía agua del arroyo” (Reyes, 17). Y como los gemelos, unos dos
siglos después se correría la voz de que Ciro había sido criado por una cánida.
Ya recordaremos cómo fue que el niño Ciro
sería devuelto a sus verdaderos progenitores, la princesa meda Mandane y el
persa Cambises, de la dinastía aqueménida. Por lo pronto digamos que, por
Heródoto, sabemos que, ya en Persia, el púber, agradecido, contó cómo había
sido cuidado y querido por el buen boyero Mitrades y Cino, su mujer. Y he aquí
que Cino en lengua meda es Espaco,
perra. “Sus padres se hicieron eco, entonces, de ese nombre y, para que la
salvación de su hijo pareciera aún más milagrosa a los persas, difundieron el
rumor de que, a Ciro, al ser expuesto, lo había criado una perra”. Mitología,
historia y propaganda, entrelazadas.
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