There’s nowhere you can be that isn’t where
you’re meant to be.
John Lennon
Los medos y los persas comparten el mismo
origen: los flujos migratorios que, entre los años 1200 y 800 antes de nuestra
era, arribaron al Próximo y Medio Oriente, provenientes del Cáucaso y de las grandes
estepas allende los mares Negro y Caspio. Al principio, ninguno de los dos
pueblos, seminómadas y fundamentalmente dedicados al pastoreo, mostró desplante
civilizatorio alguno; ninguna ciudad, ningún desarrollo artístico, ningún
testimonio escrito... De hecho, su debut en la historia ocurrió gracias a los
asirios. Unos diseminados al este de la alta Mesopotamia, entre los montes Zagros
y los Elburz, al sur del Caspio, y los otros, más meridionales, dispersos al
norte del golfo Pérsico, en el territorio de Anshan, ambos pueblos fueron
mentados en tablillas asirias desde el siglo IX a.C. El rey Salmanasar III
testimonia sus incursiones a Parsua
en 843 a. C., y once años después se consigna que el imperio recibía tributo de
la región. Subsiguientes monarcas asirios —Shanshi-Adad V (823-811),
Adad-Narari III (810-783) y Tighlat-Plieser III (744-727)— dejaron constancia
de haber cobrado tributos en Parsua y
a algunos jefes tribales medos. En una inscripción de 714 a. C., Sargón II se
refiere a sus súbditos en Parsumash…
Pero un buen día los medos se rebelaron y echaron a los asirios de sus tierras,
y un incipiente reino surgió de la necesidad de superar la anarquía en que
devino la independencia. Así, desde los inicios del siglo VII a. C. un hatajo
de clanes comenzaron a formar una organización en torno a un poder político. Su
primer rey, Deyoces, logró articular a las tribus medas, y después de varias
décadas de paz dejó el trono a su hijo Fraortes. Él comenzó la expansión meda;
al sureste logró someter a los persas, aunque en el flanco opuesto no pudo contener
del todo los embates asirios y escitas. Ciáxares, vástago de Fraotes, heredó
las riendas del nuevo imperio, y él sí lo ensanchó, a espadazos y negociando. No
sólo se sacudió el asedio de los escitas —nómadas provenientes de Asia central,
que, como fuerzas mercenarias, habían participado en las campañas asirias
contra Media, e incluso habían logrado invadir Media—, sino que consiguió
incorporarlos a sus huestes. Ya al frente de medos, persas y escitas,
reorganizó el ejército —“… una bien entrenada fuerza de jinetes… (asabari), a la que se le sumaban
contingentes de arqueros (anuvaniya)
y de lanceros (rsika), e incluso
algún contingente de ingenieros y máquinas de asedio” (Jorge Pisa, Breve historia de los persas)—, y,
aliado con los babilonios, hizo añicos a Asiria. Además, hacia oriente, llegó
hasta lo que hoy es Afganistán, y hacia el noroeste alcanzó Armenia y Anatolia
central, hasta chocar con el imperio lidio (590 a. C.). El sucesor de Ciáxares,
su hijo Astiages, gobernó el imperio entre el 585 y el 550 a. C. Logró mantener
la paz con Lidia, y, quizá para afianzar la alianza con los persas, vasallos con
quienes los medos compartían dioses, lenguaje y tradición, decidió casar a una
de sus hijas, Mandane (“Eterna”, en antiguo persa), con Cambises, líder de los
persas y descendiente de Aquemenes, fundador de la dinastía aqueménida… Bueno, pero
Heródoto (c. 484 a. C. – 425 a. C.)
lo cuenta de otro modo…
Sucedió que Astiages soñó que “… su hija
orinaba tanto, que anegaba su ciudad y que incluso inundaba Asia entera”. El
rey acudió a “los magos intérpretes de sueños, y quedó aterrorizado cuando supo
por ellos el significado” de aquella visión. Cuando la joven alcanzó edad
núbil, acojonado, “no la dio por esposa a ningún medo…, sino a un persa llamado
Cambises…” Mandane se fue a vivir a Persia, y meses después Astiages tuvo otra
pesadilla: “… le pareció que del sexo de esa hija suya salía una cepa y que esa
cepa cubría Asia entera”. Mandó traer a Mandane, quien estaba por parir, “con
el propósito de dar muerte al ser que engendrara”, ya que los magos le habían
advertido que reinaría en su lugar. Tan pronto nació el bebé, Astiages ordenó a
un tal Harpago, “un pariente suyo, el más leal…”, que lo asesinara. El hombre
prometió hacerlo, pero delegó la encomienda: ordenó a Mitradates, un boyero
real, que dejara al bebé a merced de las fieras y luego le mostrara el cadáver.
De vuelta a casa, por un ayudante boquiflojo de Harpago, Mitrades supo la
identidad del infante condenado a muerte por Astiages. El boyero contó a su
mujer, la esclava Cino, la horrorosa tarea a que estaba obligado… Fue ella,
Cino, quien salvaría la vida del niño que años más tarde habría de tomar el
nombre de su abuelo paterno, Ciro, antes de comenzar a forjar el primer imperio
transcontinental de la historia, el persa…: “Como yo también he dado a luz,
pero… un niño muerto, llévatelo y exponlo; pero criemos al niño de la hija de
Astiages como si fuera nuestro; así…, el niño muerto gozará una sepultura regia
y este otro no perderá la vida”. Así procedió el boyero; adoptó al hijo de
Mandane y Cambises, “poniéndole otro nombre cualquiera y no el de Ciro”. Como
suele ocurrir en estas historias, se abrirá un paréntesis de silencio para
dejar crecer al niño en paz; en este caso, diez años en el monte, en la pobreza
de la humilde la familia de esclavos… Para nosotros la espera será menor: la
próxima semana continuaremos la historia de quien habría de convertirse en el
hombre más poderoso que hasta entonces hubiera puesto un pie en la Tierra.
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