A mi amigo José Luis Téllez Guzmán,
quien desafortunadamente
tuvo menos suerte que yo.
QDEP
Por ahora, me muevo en el Universo conocido.
Estoy en uno de los incontables conjuntos gravitatoriamente unidos en una estructura más o menos definida de estrellas, nebulosas de gas, planetas, polvo cósmico, materia oscura y energía. Para mayor referencia, me encuentro en una de las tres galaxias más grandes del llamado Grupo Local. Y no, no me localizará usted ni en la Andrómeda ni en la del Triángulo; me hallo a unos ocho mil pársecs, más o menos 25 mil años luz, del centro de una galaxia espiral, la Vía Láctea. Escribo a bordo de un planeta telúrico localizado en la nebulosa Interestelar Local de la Burbuja Local, en uno de los brazos espirales de la Vía Láctea, el Brazo de Orión. Me localizo exactamente en el tercer planeta, contando desde la estrella central del sistema solar, la Tierra. Mi posición actual está en el hemisferio norte del continente americano: 19°35'34'' al norte; al sur 19°02'54'' de latitud norte; 98°56'25'' al este; al oeste 99°21'54'' de longitud oeste. Aquí ando, aquí sigo, en una megalópolis que comenzó a erigirse hace menos de setecientos años en una cuenca lacustre asentada en Mesoamérica, a unos 2,242 metros sobre el nivel medio del mar: la Ciudad de México. Escribo en el afelio, justo el día del año en el que el planeta que habito se encuentra más alejado del Sol; se trata del momento justo en el que la Tierra se mueve a menor velocidad, 28,76 kilómetros por segundo, en su órbita de traslación.
Junto con otros 7,795 millones de bípedos, paso por un extraño instante, un momentito histórico al que mucha gente alrededor del mundo y en varios idiomas coincidentemente se ha dado en llamar la Gran Pausa o The World Wide Pause.
Paul J. Crutzen es un neerlandés que, junto con el mexicano Mario Molina y el norteamericano Frank Sherwood, en 1995 fue galardonado con el Nobel de Química. Estudioso de la contaminación por ozono, y su incidencia en el cambio climático, cuatro años después, Crutzen rescató del olvido una idea brillante propuesta hace más de un siglo por un sacerdote católico lombardo.
En 1873, un religioso dedicado a la Geología y la Paleontología, Antonio Stoppani, argumentó que los seres humanos nos hemos convertido en “una nueva fuerza telúrica, que se puede comparar en poder y universalidad a las grandes fuerzas de la Tierra”, y que, en consecuencia, deberíamos referirnos a la actualidad como “era antropozoica”. Crutzen, por su parte, recuperó el término y ensanchó su significado al sugerir que convendría llamar a la presente era geológica Antropoceno, una época planetaria que, según propone, habría iniciado a finales del siglo XVIII, y “cuyo rasgo central es el protagonismo de la humanidad, convertida ahora en agente de cambio medioambiental a escala planetaria” (Manuel Arias, Antropoceno. Penguin Random House, 2018).
En 1873, un religioso dedicado a la Geología y la Paleontología, Antonio Stoppani, argumentó que los seres humanos nos hemos convertido en “una nueva fuerza telúrica, que se puede comparar en poder y universalidad a las grandes fuerzas de la Tierra”, y que, en consecuencia, deberíamos referirnos a la actualidad como “era antropozoica”. Crutzen, por su parte, recuperó el término y ensanchó su significado al sugerir que convendría llamar a la presente era geológica Antropoceno, una época planetaria que, según propone, habría iniciado a finales del siglo XVIII, y “cuyo rasgo central es el protagonismo de la humanidad, convertida ahora en agente de cambio medioambiental a escala planetaria” (Manuel Arias, Antropoceno. Penguin Random House, 2018).
Obviamente, Antropoceno es una noción antropocéntrica a rabiar y por antonomasia, y aunque autocrítica, resulta de una soberbia en verdad extraordinaria: ¡¿toda una edad geológica etiquetada por la presencia fugaz de una especie de grandes primates?! Valga recordar que la Tierra se formó hace unos 4,550 millones de años, mientras que los sapiens aparecimos por aquí hace apenas poco más de doscientos mil años; es decir, la historia del planeta es unas 22,750 veces más duradera que toda la existencia de nuestra especie, y remarco existencia, que no historia, porque nuestra memoria histórica no alcanza ni míseros diez mil años. ¿Realmente los humanos hemos sido tan decisivos en tan poco tiempo? El mismo Crutzen aporta algunos datos para aquilatar la fuerza telúrica de los sapiens: la erosión antropogénica provoca una erosión de suelos quince veces más acelerada que su tasa natural; a lo largo del siglo XX, el consumo de agua de la humanidad se multiplicó por nueve; durante la misma centuria hemos sido capaces de generar anualmente alrededor de 160 millones de toneladas de bióxido sulfúrico atmosférico, esto es, más del doble de las emisiones naturales totales, en tanto que la producción agropecuaria y el consumo de combustibles fósiles han causado aumentos sustanciales en las concentraciones de gases de efecto invernadero, las cuales resultan más elevadas que en cualquier otro tiempo de los últimos 400 milenios. Las consecuencias han sido muchas y de gran calado; para ejemplificar, algunas cifras: del total de la biomasa de los mamíferos, nuestro ganado representa el 60%, y nosotros el 36%, así que la de las más de cinco mil especies de mamíferos silvestres ya sólo contribuye con el 4%; de 1970 a la fecha, las poblaciones de vertebrados silvestres han disminuido en más de la mitad; 20% de los vertebrados y plantas están en peligro de extinción, principalmente porque los humanos hemos degradado más del 50% del hábitat natural del planeta.
El 22 de junio, Nature Ecology & Evolution publicó un artículo escrito por trece investigadores, en su mayoría biólogos, adscritos a distintas universidades europeas, canadienses y norteamericanas. Proponen que deberíamos aprovechar estos meses de extraño sosiego para medir los efectos de nuestra actividad: “La reducida movilidad humana durante la pandemia revelará aspectos críticos de nuestro impacto en los animales, proporcionando una guía importante sobre la mejor manera de compartir el espacio en este planeta plagado de gente.” Y acuñan un vocablo: “notamos que las personas comienzan a referirse al período del confinamiento [COVID-19 lockdown] como la ‘Gran Pausa’, pero consideramos que un término más preciso sería útil. Proponemos antropausa para referirse específicamente a una considerable desaceleración global de las actividades humanas modernas, especialmente los viajes.” ¿Cuánto durará la atropopausa? ¿Cuatro, seis, nueve meses? Incluso si se prolongara por un año entero, ¿qué tanto representaría respecto a los más de dos siglos y un cuarto que llevamos de Antropoceno. Me temo que a nuestra viabilidad genérica ya poco o nada le sirve una pausa, puesto que más bien exige una reducción sustantiva de velocidad y un cambio drástico de rumbo.
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