El estado y el carácter del ignorante es
no esperar jamás de él mismo su bien o su mal,
sino de las cosas que están fuera de su poder;
y el estado y el carácter del ignorante del filósofo,
el esperar de sí mismo todo su bien y todo su mal.
Epicteto, Manual…
¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol.
¿Qué acabas de leer, uno de los crípticos parlamentos del desfigurado Adam en Dark, la serie alemana de Netflix? No, se trata del versículo 1:9 de uno de los libros sapienciales del Antiguo Testamento, el Eclesiastés.
¿Hay algo de que se puede decir: he aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido.
Quien se expresa así se llama a sí mismo Qohéleth, o sea “el asambleísta”. De ahí viene el título del libro, Ekklesiastés, es decir, miembro de la ecclesía. Y la ecclesía era nada menos que la asamblea más importante de la Atenas clásica —se reunía en la Pnyx, en donde podían participar más de seis mil ciudadanos para deliberar y votar a mano alzada los asuntos de la polis (Graham Speake y Marco García, eds. Diccionario Akal de Historia del mundo antiguo)—. Aunque el Eclesiastés tradicionalmente se atribuye al rey Salomón, por ciertos usos lingüísticos y algunas referencias históricas resulta imposible que lo haya redactado un hombre del siglo X a. C. Por lo demás, la postura filosófica del autor está evidentemente influida por el helenismo.
… vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol? Generación va, y generación viene; mas la tierra siempre permanece. Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta… Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír.
Epicuro de Samos (s. IV a. C.) hubiera podido expresar estas palabras, pero también un oso cínico o casi cualquier filósofo estoico. De hecho, de acuerdo a Donald R. Dudley (A History of Cynicism. From Diogenes to the 6th Century A.D. Methuen. London, 1937) la crítica más importante del pensamiento clásico griego a “esa viñeta del mundo como feria de vanidades” se la debemos sin duda en la escuela de los cínicos.
Al igual que Platón (c. 427 – 347) y Aristóteles (384 – 322 a. C.), los cínicos son herederos directos de Sócrates (470 - 399 a. C.): el meteco Antístenes (444 – 365 a. C.), quien fundó la escuela, primero fue su discípulo y después maestro del pilar más sólido del cinismo antiguo, Diógenes de Sinope, el Perro (404 – 323 a. C.).
Si para Sócrates uno hombre sabio necesariamente tenía que ser bueno y en consecuencia la virtud principal, la única indispensable, era la sabiduría, para los cínicos las virtudes más importantes eran tres: la anaideia —la desvergüenza, la impudencia—, la adiaforía —la indiferencia— y la parresía —la franqueza absoluta—, lo que en conjunto se concretaba en la búsqueda de la virtud a través de una vida ascética, totalmente liberada de las convenciones sociales.
El cinismo fue una corriente filosófica que se mantuvo viva durante casi un milenio, desde el siglo de Pericles hasta la Antigüedad tardía. Además, en los cínicos, particularmente en el mismísimo Diógenes, se halla la raíz del estoicismo. Recordemos que uno de los alumnos del Perro fue Crates de Tebas (368 – 288 a. C.), quien a su vez instruyó nada menos que al chipriota Zenón de Citio (336 – 262 a. C.), fundador del estoicismo. Es así pues que se completa la filiación que va de la ética socrática al estoicismo, pasando por los cínicos: Sócrates-Antístenes-Diógenes-Crates-Zenón.
“Los estoicos derivan su interpretación de la virtud de Sócrates, que creía que todas las virtudes son en realidad aspectos diferentes del mismo rasgo subyacente: la sabiduría. La razón por la que la sabiduría es el ‘bien principal’, según Sócrates, es muy sencilla: es la única capacidad humana que es buena en todas las circunstancias.” (Massimo Pigliucci , Cómo ser un estoico: Utilizar la filosofía antigua para vivir una vida moderna). Para los estoicos, las virtudes cardinales, rasgos deseables de carácter, eran cuatro, todas ellas estrechamente ligadas entre sí: la sabiduría, el valor, la templanza y la justicia.
Por supuesto, la sabiduría que justiprecian los estoicos no se refiera ni a la inteligencia ni mucho menos al nivel de instrucción: ser inteligente y educado no garantiza que seamos sabios. No se precisa de una gran inteligencia para ser sabio —célebre verbigracia, Forrest Gump—, mucho menos conocimientos especializados en determinada materia. La sabiduría para los estoicos es la misma que para Sócrates: aquella que permite tomar decisiones dirigidas a la eudaimonía, esto es, al buen estado del espíritu, la felicidad y el bienestar, uma buena vida desde el punto de vista ético. Así que la carencia de esta sabiduría no es la ignorancia ni siquiera la estupidez. La falta de sabiduría es la amathia, condición que conduce al error moral.
El estoicismo parte de que el hombre sabio es aquel que logra vivir conforme a su naturaleza, y, al igual que Aristóteles, considera que los seres humanos somos por naturaleza tanto sociales como racionales. De lo anterior se desprende que una vida plenamente humana consiste en aplicar la razón a la vida social, y lo más razonable resulta ser una buena persona. El estoico Epicteto (55 – 135 d. C.) planteaba esta misma idea diciendo que “la naturaleza del hombre es civilizada, cariñosa y digna de confianza” (Disertaciones, IV). Seamos sabios, seamos buena onda.
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