Ni sufra ni se acongoje. Hay cosas que no vale la pena esforzarse en tratar de enseñarle a nadie, sencillamente porque no pueden aprenderse. Otras muchas sí. Si usted sabe hacerlo, puede enseñar a un lego cómo hacer una regla de tres, mostrarle paso a paso el algoritmo para solucionar problemas de proporcionalidad entre tres valores conocidos y una incógnita. Elevar un número al cuadrado, cambiar una llanta, cocinar un guiso, generar un mapa temático, descomprimir un archivo .zip, diferenciar aun de aún…, todo eso se puede enseñar. Sin embargo, hay otros conocimientos que no pueden ser transmitidos de una persona a otra. Por ejemplo, la frónesis (Φρόνησις), vocablo que para la RAE no existe en nuestro idioma y usualmente se traduce como “prudencia”. Así lo hace Julio Pallí Bonet para la edición de Gredos de la Ética nicomáquea de Aristóteles (384 –322 a. C.): “… los jóvenes pueden ser geómetras y matemáticos y sabios en tales campos, pero, en cambio, no parecen ser prudentes. La causa de ello es que la prudencia… llega a ser familiar por la experiencia, y el joven no tiene experiencia, pues la experiencia requiere mucho tiempo…” El sabio de Estagira pensaba, pues, que la prudencia sólo se aprende en carne propia.
Por Platón (437 – 347 a. C.) sabemos que, platicando alguna vez con Protágoras (485 – 411 a. C.), Sócrates (470 – 399 a. C.) afirmó: “… los más sabios y mejores de nuestros ciudadanos no son capaces de transmitir a otros la excelencia (ἀρετή) que poseen”. Y es que, momentos antes, el sofista había aceptado que su trabajo era vender lecciones dirigidas, ni más ni menos, a “hacer a los hombres buenos ciudadanos”. El pensador ateniense discrepó y enseguida trajo a cuento un caso concreto: “Pericles, el padre de estos muchachos de aquí, les ha educado notablemente bien en cosas que dependen de maestros, pero en las que él personalmente es sabio, ni él les enseña ni lo confía a ningún otro, sino que ellos, dando vueltas, triscan a su antojo, como reses sueltas, por si acaso espontáneamente alcanzan por su cuenta la virtud (ἀρετή)”. Releo el diálogo Protágoras de Platón en la edición crítica de Gredos, con la traducción y notas de Carlos García Gual. Detengámonos en la alegoría: imagine usted reses sueltas que triscan a su antojo, es decir, vacas o toros o becerros o, mejor, bueyes que retozan, travesean libres y gustosos en un verde llano… La imagen resulta claridosa: la virtud, la excelencia, se aprende en campo, en vivo, en cuerpo y alma propios, tonteando y dando tumbos. García Gual explica a pie de página las limitaciones de traducir el concepto griego ἀρετή con el vocablo virtud: “Es difícil traducir la palabra ἀρετή a idiomas modernos”. Externa después su acuerdo con C. C. W. Taylor, quien señala que traducirlo con el vocablo inglés virtue, resulta sumamente engañoso (highly misleading). “Pero adoptar siempre el término ‘excelencia’, como si fuera un equivalente exacto del vocablo griego, tal como él propone, no me parece tampoco una óptima solución. Unas líneas antes hemos usado el término, aquí usamos el de ‘virtud’, aunque advirtiendo al lector de la mucha mayor amplitud del campo semántico de ἀρετή, que, en su sentido, se asemeja a la virtus latina o a la virtù renacentista, y no a la virtud cristiana. En una sociedad como la helénica, con una ética competitiva, agonal, la ἀρετή se vincula con la superioridad en todos los órdenes y al éxito social.”
En otra ocasión, conversando con su amigo Critón, Sócrates recuerda el encuentro que el día anterior había tenido en el Liceo con un par de curiosos picapleitos, Eutidemo y Dionisodoro. Los dos tenían fama de diestros pancracistas —luchadores—, pero en aquella nueva visita a Atenas presumían otro oficio, el de sofistas: “¡tan diestros se han vuelto en luchar con palabras y en refutar cualquier cosa que se diga, falsa o verdadera!” (Platón, Eutidemo). Los extranjeros dijeron que ya sólo acudían a las disputas en el ágora como pasatiempo, puesto que ahora se dedicaban a la instrucción. ¿Y qué enseñan? “La virtud; nosotros nos consideramos capaces de enseñarla mejor y más rápidamente que nadie”. Por supuesto, el filósofo piensa que ni Eutidemo ni Dionisodoro ni nadie pueden enseñar la virtud. Entonces Sócrates tomó las riendas de la plática para, dialogando con el joven Clinias, explicar cuál es la virtud (ἀρετή) más importante. En principio establece que todas las personas desean ser dichosas, felices, y que para ello es necesario tener determinados bienes. ¿Cuáles? Señala la riqueza, la salud y la belleza. Después refiere “una noble ascendencia, el poder y la estima”, y enseguida agrega “ser prudente, justo, valeroso”. ¿Y el éxito? En efecto, sin embargo… En su típico diálogo mayéutico, comprueba que tener los bienes enunciados no sirve de nada, a menos de que se usen y de se usen bien: “a propósito de todos los que antes afirmábamos que eran bienes…, si los guía la ignorancia, son males peores que sus contrarios, y tanto peores cuanto más capaces son de servir a una guía que es mala, mientras que si los dirige el discernimiento y el saber resultan bienes mayores, ya que por sí ni son ni unos ni otros ni tienen valor alguno”. De lo anterior se desprende que “de todas las cosas ninguna es un bien o un mal, a excepción de dos…: el saber es un bien y… la ignorancia es un mal”. Éxito es sabiduría, y el éxito no se enseña.
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