Adultos en uso pleno de sus facultades mentales que no creen en las cifras oficiales, o creen que “criminalmente” se está ocultando una catástrofe apocalíptica, o que se está armando amañadamente un escándalo por un virus que inventaron los chinos, y que, además, se cura fácil con tecitos de hojas de guayaba. Personas inteligentes e instruidas que se envenenan ingiriendo un desinfectante. Gente educada que no quiere ponerse la vacuna contra la covid porque teme que míster Bill Gates le ingerte un microchip. Bípedos racionales asistiendo a “pequeñas reuniones” sin miedo al contagio porque “van a ir puros conocidos”. Sapiens perfectamente normales convencidos de que la pandemia le hubiera pegado menos feo a todo México si tan sólo el presidente anduviera siempre de los siempres con cubrebocas… La semana pasada arguía aquí mismo que no es requisito ser un idiota redomado para creer idioteces, y a partir de ahí, en consecuencia, actuar estúpidamente. ¿Por qué cada vez somos más propensos a la superstición, al pensamiento mágico y a la simple y llana estupidez? No, no es por falta de entendederas. Ocurre que nuestra cosmovisión cada vez depende menos de nuestra propia percepción directa de la realidad, y cada vez más de las herramientas de pensamiento culturales, y cada vez entendemos más el mundo —y a nosotros mismos— a partir de las narrativas compartidas por la sociedad en la que vivimos. No se trata de una condición novedosa, es una megatendencia que puede observarse a lo largo de toda la historia de la humanidad: a mayor complejidad social, la comprensión que tienen los individuos de sí mismos y de la realidad en su conjunto dependen más y más de las narrativas compartidas. La evolución de la humanidad bien puede entenderse como un tránsito hacia un macro organismo, desarrollo que ha sido acompañado de una progresión de la inteligencia de la inteligencia individual a la inteligencia colectiva. Sin máquinas mediante, la inteligencia de los sapiens es cada día más artificial, menos natural y más cultural.
Constanza vive en Alemania desde hace casi dos años. Está por terminar una maestría en Políticas Públicas en la Hertie School de Berlín, una universidad privada sin fines de lucro, acreditada por el Consejo de Ciencias de la República Federal de Alemania. La Hertie School se especializa en estudios internacionales de posgrado en materia de gobernanza.
Individual & Collective Intelligence: Insights from Biology & Technology fue una de las materias que Constanza cursó el segundo semestre de 2020. Su profesora, Joanna Bryson, estudió psicología e inteligencia artificial (IA) en la Universidad de Chicago (BA), en la Universidad de Edimburgo (maestría) y en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (PhD). Antes de dar clases en la Hertie, la doctora Bryson ha sido docente en las universidades de Bath (Computación), Harvard (Psicología), Oxford (Antropología) y Mannheim, e investigadora en el Centro de Princeton para Políticas de Tecnologías de la Información. Su trabajo de investigación se centra en el impacto de la tecnología y la IA en la cooperación humana y la gobernanza.
En colaboración con dos compañeras, una brasileña y otra norteamericana —Beatriz Almeida Saab y Heather Dannyelle Thompson, respectivamente— Constanza desarrolló una investigación para acreditar dicha materia. El objetivo fue ponderar los factores que determinan que las personas crean o no en una teoría conspiracionista, esto es, en una determinada narrativa, cuando ella se propaga a través de las redes sociales (Twitter, Facebook, YouTube). Partieron de que tales narrativas no surgen espontáneamente en la mediósfera, sino que son creadas e impulsadas con la intención de difundir desinformación masiva para obtener beneficios políticos, crear temas semilla para los periodistas y afectar así la vida pública y la gobernanza. La investigación consistió en aplicar un modelo de comportamiento en una población determinada, con la intención de comprender qué variables pueden influir en la difusión de una teoría conspiracionista, en particular en un contexto intensamente polarizado y con mucha comunicación, el de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2020. El ejercicio se ejecutó en una población de quinientos individuos. Claro, no experimentaron con gente de carne y hueso, sino que lo hicieron con un conjunto de bites que, gracias a un conglomerado de algoritmos, simularon el actuar de medio millar de seres humanos —machine learning; en concreto emplearon NetLogo—. El modelo se basó en una población aleatoriamente expuesta a un número variable de agentes o fuentes (patches) —periódicos, canales de televisión, cuentas de redes sociales—. Los parámetros que definieron como determinantes del comportamiento fueron educación, frustración, sentimiento personal de descontrol, credulidad y nivel de comunicación. Cuando una persona se entera de la teoría conspiracionista puede no creerla —y se hace resiliente— o creerla, en cuyo caso se convierte también en un agente propagador de la misma. Si bien estudios previos apuntan que es mucho más fácil que caigan de nuevo quienes ya han mordido antes un anzuelo —“la creencia previa en una teoría de la conspiración es el mayor factor de la propensión de un individuo a creer en una conspiración posterior” (Bensley, et al., 2019). The generality of belief in unsubstantiated claims)—, con todo, resultó que el principal acicate para que la gente se trague un cuento es que se sienta frustrada y sin control: “por supuesto, la educación es un método probado para combatir las teorías de la conspiración, pero lo que es más interesante es reducir los parámetros de falta de control y frustración…” Dicho de otro modo, a la hora de creerse o no un cuento, siempre tiene más peso el componente social que el individual. Al igual que la inteligencia, la estupidez tiene una determinante social decisiva.