La masa de acoso es muy antigua,
se remonta a la unidad dinámica más primitiva
que se conoce entre los hombres:
la muta de caza.
Elias Canetti, Masa y poder.
¡Ah, qué extraordinarios tiempos nos ha tocado en suerte vivir!, una época bienaventurada durante la cual el día a día rebosa de grandes moralistas! Pululan por doquier los titanes éticos, un raudal de gente que desde su estratosférica altura deontológica se anima a calificar al resto de los imperfectos mortales. A diestra y siniestra uno se topa con grandiosos y grandiosas conciudadanos y conciudadanas prestos y prestas a erguir el dedo flamígero, cada uno y cada una el de cada quien, antes de levantar fuerte la voz para espetar enérgicas admoniciones a quema ropa, amonestaciones a granel, duras e inapelables filípicas dirigidas a la turba pecadora, a la raza perversa o ya de perdia al muy mal portado montón de congéneres. Porque la chusma es muy pinche, muy terrenita, la pobre…
— Ayer fui al centro y no sabes…, aquello era un mar… ¡Dios mío, un gentío! En plena pandemia y los demás no entienden que hay que quedarse en su casa. Por eso no paran los contagios, ¡caray!
— Oye, pero tú también saliste…
— Bueno, sí, pero yo tenía que salir y lo hice conscientemente… El gentío es el que nomás no entiende. ¡Date cuenta, son una bola de ignorantes e irresponsables!
La lluvia de regaños se precipita constante y tupida, y, ¡bueno!, bien se sabe, el derecho de libertad de expresión ampara el fenómeno, de modo que hasta aquí sí que ni quién diga nada: si así gustan, ustedes y ustedas, no suelten el gatillo y mantengan la metralla a tope… Sin embargo, la cosa cambia cuando la furiosa andanada de andanadas transita sin reparo ni trámite mediante del sermón y el rapapolvo al fallo público —público por vía doble, porque es veredicto que no procede de un juez o una institución, sino del susodicho, del público, es decir, de alguna parte protagónica del conjunto de personas que forman la colectividad, y público también porque es divulgado, publicado profusamente—. Entonces sí me aterra, cuando se da paso a la sentencia extrajudicial ya no de un grupo determinado o una generalización más o menos inaprensible de seres humanos, sino de un fulano en particular, de un prójimo de carne y hueso. La turbamulta de individuos e individuas que ni por descuido duda de su dictamen —Sin pruebas, sin dudas…—, se integra entonces feliz y febril en una masa: deja atrás cualquier masa crítica y se vuelve masa que critica, que sin deliberación mediante —imposible deliberar si el impulso es el prejuicio— amonesta y sentencia. El monstruo descabezado de miles de cabezas grita mil veces: ¡Culpable! ¡Culpable! ¡Culpable! ¡Culpable! La masa se convierte en una masa de acoso.
En su imprescindible ensayo Masa y poder (1960), el pensador búlgaro Elias Canetti (1905 – 1994) explica:
La masa de acoso se constituye teniendo como finalidad la consecución de una meta con toda rapidez. Le es conocida y está señalada con precisión… Sale a matar y sabe a quién quiere matar. Con una decisión sin parangón avanza hacia la meta; es imposible privarla de ella. Basta dar a conocer tal meta, basta comunicar quién debe morir, para que la masa se forme. La concentración para matar es de índole particular y no hay ninguna que la supere en intensidad. Cada cual quiere participar en ello, cada cual golpea. Para poder asestar su golpe cada cual se abre paso hasta las proximidades inmediatas de la víctima. Si no puede golpear, quiere ver cómo golpean los demás. Todos los brazos salen como de una y la misma criatura… La meta lo es todo. La víctima es la meta, pero también es el punto de la máxima densidad: reúne las acciones de todos en sí misma…
Quienes se agregan a la masa de acoso, antes de hacerlo, se perciben a sí mismos distantes, diferentes, distintos respecto al personaje que será castigado. Más entendidos, más educados, mejores, superiores, de otra pasta… Antes de hacerlo, tal vez convendría reparar en que no muy en el fondo somos iguales. Recuerdo el feroz íncipit de la extraordinaria novela Las benévolas (2006), de Jonathan Littell (Nueva York, 1967). Habla el protagonista, un nazi, el doctor Maximilian Aue, quien fuera oficial de alto rango de las Schutzstaffel, las temidas SS del III Reich.
Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió. No somos hermanos tuyos, me replicaréis, y nos importa un bledo. Y es muy cierto que se trata de una tenebrosa historia, aunque también edificante, un auténtico cuento moral, os los aseguro. Existe el riesgo de que resulte largo, porque, bien pensado, sucedieron muchas cosas, pero a lo mejor no tenéis mucha prisa; con un poco de suerte no andáis mal de tiempo. Y además no es algo ajeno a vosotros; y veréis como no es algo ajeno a vosotros.
Desafortunadamente, es cierto: no es algo ajeno a nosotros. Las benévolas es una novela magistral porque su autor consigue pasar desapercibido: quien lleva la voz cantante no es Jonathan Littell, sino un viejo llamado Max Aue, quien décadas antes de escribir sus memorias fue un oficial SS, hijo de madre francesa y padre alemán, doctorado en leyes, culto, inteligente, un homosexual diletante y políglota que asesinó a muchos inocentes, hombres, ancianos, mujeres y niños... ¿Un monstruo? No; la novela consigue mostrar que, desafortunadamente, es tan sólo un ser humano como los demás… Aunque yo, igual que todos, me siento especial..., así de ordinario soy.
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