Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 30 de abril de 2021

El lugar de las cosas

 

1

 

Una divinidad sin culto, una infinidad de entidades sin identidad… El Antes Absoluto fue el Vacío Uniforme o la Masa Confusa, el Desorden Pretérito, el Todo Desarticulado, el Desconcierto Total, el Estado de Indistinción Plena.

 

Magnum Chaos. Taracea del coro de la basílica de Santa María la Mayor,
por Capoferri y Lotto (1522-1532).

“En primer lugar existió el Caos”, reporta Hesíodo de Ascra (s. VII a. C.) en su Teogonía, y Platón (427 – 347 a. C.) relata: “Digamos ahora por qué causa el hacedor hizo el devenir y este universo… Como el dios quería que todas las cosas fueran buenas y no hubiera en lo posible nada malo, tomó todo cuanto es visible, que se movía sin reposo de manera caótica y desordenada, y lo condujo del desorden al orden…” (Timeo, 30a).

 

Poner las cosas en su lugar es en realidad darles un lugar en el mundo, significarlas. Cuando ordenamos la diversidad perceptible clasificando todo en determinados conjuntos a partir de criterios establecidos por nosotros mismos, esto es, cuando formamos categorías —“cada una de las clases o divisiones establecidas al clasificar algo”, RAE dixit—, simbolizamos, metamorfoseamos en el sentido de convertir un ente en una metáfora. En la medida en la que las categorías son compartidas por la gente, ese conglomerado misterioso que llamamos la realidad se convierte en realidad social, la dimensión humana en la que habitamos.

 

En un artículo reciente —How your brain creates reality (Science Focus, febrero 2021)—, la doctora Lisa Feldman Barrett explica: “Las categorías abstractas… son el motor de la realidad social. Cuando imponemos una función a un objeto, categorizamos ese objeto como otra cosa”. 

 

 

2

 

Por ejemplo, la salamandra y el ave fénix.

 

La salamandra, una de las 7,492 especies de anfibios descritas, es el urodelo más común de Europa: un bicho usualmente negro con manchas amarillas, de unos 15 a 30 centímetros de largo, cuerpo grueso y cola corta, sin cresta dorsal ni caudal, y con glándulas parótideas visibles tras los ojos. Pero la salamandra puede ser también un ser mitológico y un símbolo: “espíritu de fuego, figurado en forma de lagarto mítico que… puede vivir en ese elemento. En el simbolismo gráfico… significa el fuego” (Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos). Y, claro, la salamandra puede ser ambas criaturas, la concreta y la ficticia: como en su momento lo sostuvo Aristóteles, Plinio el Viejo aseguraba que la salamandra es un animal “tan frío que tocando el fuego lo apaga” (Historia Natural). 

 

El fénix es un ave mitológica. Majestuosa como un águila, hermosa como un faisán, con “plumas en parte doradas, en parte de color de carmesí” (Heródoto, Historia II). Además de longeva, “cuando veía cercano su fin, formaba un nido de maderas y resinas aromáticas, que exponía a los rayos del sol para que ardieran y en cuyas llamas se consumía; de la médula de sus huesos surgía otra ave fénix” (Diccionario de símbolos). Quizá los griegos tomaron la noción del fénix de la mitología egipcia, aunque también es evidente su parecido al simurg persa. 

 

Sin necesidad de unicornios ni de minotauros ni de dragones, sin más, ellas dos, la salamandra y el ave fénix, conforman una categoría. Resulta que en su bestiario poético Nuevo álbum de zoología (Era, 2013), José Emilio Pacheco las mete en la misma bolsa: “de fuego”.

 


 

3

 

Y ya que salió a cuento Aristóteles, según él platónico alumno y magno maestro todo el conocimiento filosófico puede ser parcelado en tres espacios epistémicos: física, matemática y teología. Fue así categorizó sus obras teoréticas. 

 

Además, el filósofo reflexionó y escribió no sólo sobre los qué, sino también sobre los cómo, esto es, la logiká, “un decir, que de por sí no tiene más ‘cuerpo’ que el que le da referencia objetiva a lo que se dice… La lógica aristotélica no es, pues, epistēmē, conocimiento; es mero órganon, instrumento de conocer” (Miguel Candel, Introducción a los Tratados de Lógica, Órganon, I de Aristóteles; Gredos). En uno de esos textos, Categorías, Aristóteles se aventuró a clasificar “cada una de las cosas que se dicen fuera de toda combinación”, [que] o bien significa una entidad, o bien un cuanto, o un cual, o un respecto a algo, o un donde, o un cuando, o un hallarse situado, o un estar, o un hacer, o un padecer.” Es decir, las milenarias categorías de la lógica formal aristotélica: sustancia o entidad, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, hábito, acción y pasión. 

 

 

4

 

Los seres humanos tenemos necesidad, propensión y capacidad de clasificarlo todo, de hacer categorías de cualquier cosa o no cosa, de entidades concretas o abstractas, agrupándolas, separándolas, mezclándolas… Categorizar es un paso fundamental en el proceso interminable de creación del mundo. Categorizar es indispensable para conformar la única realidad a la que tenemos acceso, la nuestra, la realidad social. Mediante la abstracción, creamos categorías estableciendo similitudes, conexiones. “Podría pensarse que las categorías existen en el mundo exterior —sostiene Lisa Feldman—, pero, de hecho, tu cerebro las crea… Las similitudes más importantes que forman una categoría… no se refieren a la apariencia física sino a la función… Las categorías abstractas son tremendamente flexibles. Considere los siguientes tres objetos: una botella de agua, un elefante y una pistola. Estos objetos no se parecen, no se perciben iguales, no huelen igual o tienen otras similitudes físicas obvias. Pero resulta que comparten una función física: todos pueden arrojar agua a chorros. Entonces forman una categoría. Pero también comparten otra función que, a diferencia del chorro de agua, está completamente desvinculada de su naturaleza física. Son miembros de la categoría ‘cosas que no pasarían por la seguridad del aeropuerto’.”

 

Todo orden es artificial, cultural.

domingo, 25 de abril de 2021

La faramalla contrapesista

  

Comienzo por la conclusión: el contrapesismo mexicano contemporáneo es un camuflaje de la nostalgia oligárquica.

 

 

¿Qué es? El contrapesismo no llega a ideología, tampoco a discurso, es sólo una faramalla, es decir, pura charla artificiosa encaminada a engañar —RAE, dixit—.

 

¿Qué dice? La faramalla contrapesista pretende demonizar a la mayoría democrática. Además, con su cantaleta lastimosa, trata de hacer parecer una víctima de un supuesto autoritarismo al conjunto de los grupos de poder que perdieron el gobierno en julio de 2018, conjunto en el que, mañosamente, cuentan a una entelequia que gustan llamar La sociedad civil. Porque, en efecto, el contrapesismo difunde la idea desquiciada de que la mayoría del electorado es opuesta a la sociedad civil.

 

Así que más vale dejar por escrito un par de obviedades:

 

1)    Si una fuerza política gana la mayoría mediante el voto popular el resultado NO es antidemocrático. 

2)    El acuerdo democrático mayoritario no es un problema, por el contrario, es una situación ventajosa para un país.

 

En suma, el contrapesismo se ancla en una falacia; el acuerdo colectivo mayoritario no sólo no es malo, es deseable.

 

 

¿Quién dice? La faramalla contrapesista es enarbolada y difundida machaconamente por el PRIANrd y demás grupos político-empresariales agrupados en torno al señorito X. Ellos y sus voceros mediáticos, medios y opinócratas, son sus principales jilguerillos. Al contrapesismo se suma el aspiracionismo clasemediero, claro.

 

Por ejemplo, el caricaturista de Reforma Paco Calderón tuitea: “Sería interesante saber qué entiende este señor por democracia, ya que no cree en contrapesos, ni escucha a nadie, ni respeta la ley.” A ver…  Los dichosos "contrapesos" son contrapesos a la mayoría, ¿cierto? Una mayoría compuesta, valga la redundancia, de muchos, no de algunos, menos de “nadie”. Luego entonces, ¿la fuerza mayoritaria no oye a la mayoría? Por lo demás, ¿el caricaturista critica que el presidente no “crea” en sus opositores?

 

Claudio X. González G. tuiteó: “La decisión en las urnas es entre una Rep. democrática con contrapesos y un orden constitucional.. o la Rep. Popular de liderazgo único a perpetuum [sic] y careciendo de inst. que aseguren el respeto a la ley, pues el único ley [sic] será la del líder y sus humores”.

 

Así que según este insigne activista resulta que la disyuntiva es o una “República democrática con contrapesos” o una “Rep. Popular de liderazgo único a perpetuum”… Pues no, una República puede ser democrática y organizada en torno a una mayoría fuerte con base en el consenso popular.

 

 

El contrapesismo no expresa una postura política, es una coartada.

 

El contrapesismo en México, hoy por hoy, es un discurso vacuo hasta la ingravidez. Contrapesismo sin peso.

viernes, 23 de abril de 2021

Alostasis

 

And so she woke up

Woke up from where she was

Lying still

Said I gotta do something 

About where we're going

Suffer the needle chill

She's running to stand...

Still.

Paul David Hewson (Bono), Running to Stand Still.

 

 

Sin recurrir a un manual de anatomía, sin buscar la asesoría de un experto, qué me contestas si te pregunto cuál es la función más importante del corazón.

 

— Bombear sangre –muy probablemente sea tu respuesta. Lo creo así porque eso fue lo que me dijo la gran mayoría de las personas de entre quienes sondeé el asunto.

 

¿Y para qué sirven los pulmones? Para bombear oxígeno. ¿Y los riñones? Para filtrar… ¿Y el cerebro? ¿Cuál es la función más importante del cerebro? Para pensar, me contestaron casi todos. Para razonar, más aristotélico, me dijo alguno que otro. Yo mismo hubiera respondido igual, antes de leer el ensayo con que inicia Seven And A Half Lessons About The Brain, el más reciente libro de la doctora Lisa Feldman Barrett (Picador, 2021). Traduzco:

 

¿Para qué evolucionó un cerebro como el nuestro? La respuesta obvia es para pensar. Es común suponer que los cerebros evolucionaron a lo largo del algún tipo de progresión ascendente, digamos, de animales inferiores a animales superiores, hasta llegar al cerebro pensante más sofisticado de todos, el cerebro humano. Después de todo, pensar es la superpotencia humana, ¿verdad? Bueno, la respuesta obvia resulta ser incorrecta. De hecho, la idea de que nuestros cerebros evolucionaron para pensar ha sido la fuente de muchos conceptos erróneos sobre la naturaleza de los seres humanos. Una vez que renuncies a esa creencia tan querida, habrás dado el primer paso hacia la comprensión de cómo funciona realmente tu cerebro y cuál es su trabajo más importante y, en última instancia, qué tipo de criatura eres realmente.

 


¡Ah, caray! ¿Entonces? ¿Para qué sirve el cerebro? Lisa Feldman Barrett (Toronto, 1963) —profesora de Psicología y directora del Laboratorio Interdisciplinario de Ciencias Afectivas en la Northeastern University de Boston, Massachusetts— explica:

¿Por qué evolucionó el cerebro así, como el tuyo? Esa pregunta no tiene respuesta porque la evolución no actúa con un propósito, no hay un ‘por qué’. Sin embargo, sí podemos decir cuál es el trabajo más importante que lleva a cabo el cerebro humano. No es la racionalidad. No son las emociones. Ni la imaginación ni la creatividad ni la empatía. El trabajo más importante de tu cerebro es controlar tu cuerpo, para manejar la alostasis; predecir las necesidades de energía antes de que surjan, de tal modo que puedas ejecutar los movimientos que valgan la pena, de manera eficiente y así sobrevivir. Tu cerebro invierte continuamente su energía con la esperanza de obtener un buen rendimiento, como comida, refugio, afecto o protección física, para que puedas realizar la tarea más vital de la naturaleza: transmitir tus genes a la siguiente generación.

¿Alostasis, eh…? El vocablo fue acuñado hace poco, en 1988, por el anatomista y fisiólogo norteamericano Peter Sterling (Nueva York, 1940) y su colega Joseph Eyer. A diferencia de la noción de homeostasis —el estado de condiciones estables que mantienen los sistemas vivos—, el concepto de alostasis incorpora la noción de anticipación, es decir, propone que la regulación eficiente requiere prever las necesidades y prepararse para satisfacerlas antes de que surjan. La cuestión es que se prevén en alguna parte. Sterling, profesor de neurociencia en la Universidad de Pensilvania, publicó el año pasado What Is Health? Allostasis and the Evolution of Human Design (MIT Press), en el cual señala —traduzco—:

Los médicos se sentían bastante cómodos con el venerable concepto de homeostasis…, según el cual se piensa que los mecanismos locales de corrección de errores persiguen alcanzar o recobrar la constancia sin la intervención del cerebro, excepto en casos de emergencia. Toda la educación médica se ha centrado en esta idea, todavía lo hace. Pero resulta que la mayoría de los parámetros no son constantes, sólo unos pocos están rigurosamente fijados. Y, aunque los mecanismos locales de corrección de errores pertenecen a la ecuación general, el cerebro está definitivamente a cargo.

De la simple crítica de la explicación homeostática, Sterling y Eyer pasaron a la formulación de una hipótesis más amplia:

El objetivo clave de la regulación fisiológica no es la constancia rígida; más bien, es una flexible variación que anticipa las necesidades del organismo y las satisface rápidamente. El modelo aclara por qué el cerebro debe de estar a cargo: simplemente es más eficiente predecir una necesidad y satisfacerla en lugar de esperar un error y corregirlo. Para enfrentar este modelo moderno de ‘regulación predictiva’ a la noción de homeostasis, necesitábamos un nombre. Por eso, aconsejado por un profesor de griego antiguo, lo llamamos alostasis, que significa ‘estabilidad a través del cambio’. 


La conceptualización de alostasis descubre una rica perspectiva para el entendimiento de la salud y en general del bienestar, tanto individual como colectivo, social. Mientras que la comprensión del fenómeno desde de la idea de homeostasis “tiende a definir la salud como un listado de valores apropiados de pruebas de laboratorio y la enfermedad como una serie de valores inapropiados”, a partir de la idea de alostasis la salud se entiende como “la capacidad de variación adaptativa, y la enfermedad como la reducción o compresión de dicha capacidad”. Piensa en las implicaciones que tiene la diferencia de ópticas para la comprensión y atención de la salud de una persona o de una sociedad. Tanto en la medicina como en la definición de políticas públicas suele entenderse el bienestar como la atención de determinados indicadores: bajar los niveles de presión arterial, reducir la pobreza alimentaria; mantener el colesterol en determinados parámetros, no permitir que el desempleo pase de equis porcentaje…, en fin. A la noción de homoestasis subyace una postura conservadora, mientras que a la de alostasis una postura progresista. No sólo necesitamos otros datos, también una comprensión de la realidad distinta de la lectura mecánica de determinadas mediciones.

viernes, 16 de abril de 2021

Abuelas fuera del rebaño

  

De primera mano, sé de dos respetables adultas mayores que, sin llegar a enarbolar una postura abiertamente antivacunas, optaron por que a ellas no les pusieran la vacuna contra la covid-19. Conforme a los planes del gobierno federal, a ambas se les presentó puntual la ocasión de vacunarse sin mayores dificultades, y ambas dijeron que gracias, pero no. Dos son muy poquitas experiencias; de sobra entiendo que no tienen ninguna representatividad estadística, con todo y que en conjunto las dos venerables ancianas conforman el cien por ciento de las abuelas de Laura. Pero más allá de la obsesión por la significatividad de un número, por la cuasi religiosa fijación métrica, las experiencias de las antepasadas de Laura son casos relevantes para tratar de entender en dónde estamos parados. Les cuento…

 

Llamémosle doña Baldomera a la mamá del papá de Laura. La encomiable señora es una sana octogenaria avecindada en una de las demarcaciones territoriales de la Ciudad de México más golpeadas por las microscópicas huestes del SARS-CoV-2. Viuda, vive sin grandes apuros económicos gracias a la pensión que le dejó su esposo y a la que de manera directa reciben todos los adultos mayores en México; además, algunos de sus vástagos la apoyan con algún dinero. Baldomera nació en el norte del país, en un poblado rural, completó la primaria, se casó y muy joven, de la mano de su marido, llegó a la capital. Tuvo doce hijos, de los cuales sobrevivieron ocho. Toda su prole alcanzó al menos la educación media superior, y tres de ellos terminaron una carrera profesional. Dato relevante: la señora Baldomera, en su momento, con todo rigor, conforme a las campañas respectivas, o llevó a vacunar a sus hijos o permitió que los vacunaran en la escuela.

 

Llamemos ahora doña Natividad a la mamá de la mamá de Laura. Ella también ha rebasado los ochenta años. El tránsito de vida de la abuelita materna de Laura fue opuesto al de la señora Baldomera: aunque nació en el DF y en la ciudad hizo prácticamente toda su vida, desde hace algunos años ya no reside en la megalópolis: habita en una pequeña localidad en el centro norte de la República, en donde la población total no alcanza las setenta almas. En su poblado no se ha reportado ningún caso de covid-19. Natividad también es viuda y recibe dos pensiones, la que le dejo su finado marido y la del gobierno federal. Oportunamente fue diagnosticada y mantiene bajo control su diabetes. Concluyó la primaria y es asidua lectora. Tuvo y dio esforzada crianza a diez hijos, de los cuales seis realizaron estudios a nivel superior. Al igual que la señora Baldomera, Natividad vacunó a cada una de sus hijas y cada uno de sus hijos cuando les tocó.

 

Como mucha gente de su edad, ambas buenas mujeres viven alguna parte importante de su día bombardeadas inclementemente por la televisión. Dado que las dos pasan casi todos los días en casa, sin salir a ninguna parte —desde antes del confinamiento, quiero decir—, y considerando que por el condicionante generacional ninguna de ellas tiene vida online, la ventana por la cual se informan acerca de lo que acontece en el mundo es la pantalla de la tele. Ya sea cara a cara o por medio del teléfono, las redes comunicacionales de las dos octogenarias se constriñen prácticamente a su progenie, y muy superficialmente incluyen a algunos vecinos. Natividad puede pasar algunas temporadas sola en su casa, aunque últimamente es raro que eso ocurra, porque alguna de sus hijas está con ella. Por su lado, con Baldomera cohabitan cuatro hijos. Cuando le notificaron la fecha, la hora y el lugar en donde tendría que acudir a vacunarse, anunció que no quería hacerlo. Entonces X, una de sus hijas, sonrió: cuando le toque, ella tampoco permitirá que la vacunen porque está plenamente convencida de que la pandemia es una colosal conspiración urdida por los multimillonarios más poderosos del orbe, y de que con la vacuna están inoculando a las personas un microchip mediante el cual van a controlarlas como títeres… En internet ha encontrado un montón de videos que así lo explican y en el Face lleva meses intercambiando memes y enlaces con una legión de internautas que creen lo mismo que ella. 

 

La misma mañana que llegó la brigada Correcaminos a la localidad en la que reside doña Natividad ella tomó la decisión: no iba a acercarse al kiosco para que le pusieran la vacuna. No explicó cuáles eran sus razones. Conociéndola, ninguno de sus hijos insistió. Cuando se enteró, Laura tampoco quiso llamarle a su abuela para intentar que cambiara de parecer. La conoce bien, y aunque no ha comentado el asunto con ella, supone que sencillamente tuvo miedo de moverle algo al equilibrio de su salud, para obtener una protección frente a un riesgo que ella seguramente percibe muy lejano. Sólo uno de sus diez hijos ha padecido covid-19, y la superó; nadie en su comunidad se ha contagiado y muy rara vez reciben visitantes foráneos. 

 

La señora Baldomera no se vacunó y vive en un sitio —el norte de la Ciudad de México— en donde la probabilidad de que se contagie es muy alta. El riesgo no se debe únicamente a la localización geográfica, sino a la dinámica de su hogar: sus hijos salen diariamente a trabajar. La señora Natividad no se vacunó y vive en un lugar y en condiciones que hacen que la probabilidad de que se contagie sea remota. Una tomó una decisión a partir de la confusión que genera la infodemia, la sobreinformación, los bulos y paparruchadas. Con cierto miedo, la otra tomó una decisión con base en un cálculo racional.

 

En México no es obligatorio vacunarse —supongo que, al menos por ahora, así debe de ser en todo el mundo—. Con todo, convendría apuntar que, dadas las características de esta pandemia, vacunarse reditúa un beneficio personal, obviamente, pero también social, colectivo, de rebaño.

jueves, 8 de abril de 2021

A ciencia incierta…

  

Para mi amigo León Faure,

quien cruzó el laberinto…

 

 

Wrongness…

is the normal price to pay for making predictions

in the process of science.

C. Brandon Ogbunu

 

La ciencia se alimenta de

su permanente autocorrección.

Hans-Georg Gadamer, El estado oculto de la salud.

 

 

 

WhatsApp call mediante, desde la ciudad capital de tudescos y teutonas, la semana pasada fui fuertemente reconvenido por mi propia vástaga —again!—: que por favor comprenda de una vez, que el hecho de que yo pueda disfrutar del confinamiento sanitario obligado por la pandemia no me haga suponer que la mayoría de la gente esté también disfrutando del encierro, que más bien todo lo contrario, la antípoda: que casi todas las personas que han tenido y podido darse el lujo de quedarse en casa ya tiene rato que perdieron buena parte de la cordura, que las crisis nerviosas pasaron de episodios esporádicos a rutinas reiteradas, que abundan quienes piensan que están bien el lunes por la noche y colapsan el martes por la tarde… ¿Colapsan? Sí, se les arruina el alma en su soledad reclusa o en el fastidio con la esposa o el marido, hartos de sí mismos o de todos los demás en medio de un mar de hacinamiento, encostalados como perros y gatos o sitiados entre cuatro paredes como anacoretas bisoños. La población anda irritable, chillona. En el confinamiento, la masa ha sido troceada y las esquirlas, las mujeres y los hombres, se sienten ansiosos o deprimidos, agotados después de horas y horas de sentir que no han hecho nada, fatigados de la planicie emocional, duermen demasiado o muy poco, adormilados e insomnes, sucumben ante las embestidas de hipocondría, sufren realmente molestias imaginarias, despiertan optimistas y llegan al almuerzo totalmente desesperanzados. Sin el espejo de los demás, cunden las autoestimas a la baja, el pavor de que los demás no te extrañen, de no volver a hacer falta, de que afuera nadie te eche de menos. Se mueven despacito, apanicados, y muchos y muchas se la viven en la absoluta fodonguez, empijamados, desgreñados, algunos días comiendo como patricios glotones y otras al borde de la inanición por la puritita flojera de levantarse a freírse un huevo, alicaídos y secos, deslavados de cualquier asomo de libido, confusos y confundidos, atascados en la pantallita del celular, desenfocados, cebados a la mala, sueltos y estreñidos…




Y uno acá, feliz, trabajando cómodamente desde casa, cocinando diario, durmiendo a gusto, leyendo y escribiendo, tomando el sol en la azotea, acortando con tecnología las distancias con los cercanos, compartiendo el tiempo y el espacio con la persona indicada… Pero es verdad: es bien fácil ponerse difícil, y uno no es muestra representativa de nada. Uno mismo no alcanza para dar cuenta de todos… Claro, tú no sabes lo que significa no poder ir a Sara a comprarte una blusita que podas presumir a los compañeros de la oficina que te caen gordos. No sé, pero puedo imaginarlo… Sé en cambio, y de buena fuente, de un respetabilísimo gerente que ha envejecido horrible durante estos meses porque en casa no cuenta con el soporte psicológico del séquito que en su oficina se ríe de sus mismos chistes malos, sé de una exitosa profesionista que no se había dado cuenta que detesta a su familia, sé de amigos oficinistas torturados por la música que oyen sus hijos… Y acá en Berlín, te puedo contar de estudiantes adinerados o becados igual que yo, sanos, muchos con la familia entera ya vacunada en Europa o en Estados Unidos, sin apuro económico alguno, viviendo con todas las comodidades, tomando clases en zoom y disfrutando parques hermosos y calles seguras, que de buenas a primeras estallan en llanto desconsolado porque ya no aguantan esta situación… Ok, de acuerdo… Pero ¡espera! Dejas fuera a los que están o han estado batallando por seguir respirando, por un tanque de oxígeno, por salvar la vida, a los dolientes porque el pinche bicho se llevó a su mamá o su papá o a uno de sus hermanos, y sobre todo, dejas fuera a la gente que no ha podido permitirse quedarse en casa porque tiene que salir todos los días a conseguir el gasto, a lograr el sustento… Pues sí, hablamos sólo de la muy afortunada clase media que lo tiene todo para sufrir a sus anchas…

 

Además, se ha propagado, rauda y cargada como nunca, me temo, la estupidez. Ciertamente, traíamos muy menospreciada la ingente capacidad de la torpeza humana. Abundan las mentiras, las paparruchadas y los bulos, la infodemia y las teorías acerca de las conspiraciones más retorcidas que uno pueda fantasear, los chismes más absurdos, las explicaciones más disparatadas, cualquier clase de rumor estrambótico y alucinado; la confusión y la desconfianza se diseminan diligentes. ¿Pues qué pasó, no que los aldeanos globales estábamos ya circulando boyantes por la súper carretera de la información? ¿No que teníamos la realidad bien medida y el bigdata bien grandote?



 

Pasó que el microscópico SARS-Cov-2 vino a torpedear la línea de flotación de la fuente de certidumbre más acreditada que nos quedaba: la ciencia, y de esa forma a darle en todita su esencia a la identidad de nuestra época.

 

Hans-Georg Gadamer (1900-2002) se refirió a la nuestra, indistintamente, como “la era de masas”, “la era de la ciencia y de la técnica” e, insistentemente, como “la era de las ciencias”. Explica que dos motivos justifican esta última denominación. “Por un lado, el dominio de la naturaleza por medio de la ciencia y de la técnica ha asumido, sólo ahora, las dimensiones que permiten distinguir cualitativamente nuestro siglo de los siglos anteriores. Y no se trata sólo de que la ciencia se haya convertido hoy en el primer factor productivo de la economía humana. Ocurre también que su aplicación práctica ha generado una situación fundamentalmente nueva: ya no se limita —ocurrió siempre, según el concepto techne— a completar las posibilidades que la naturaleza dejaba abiertas (Aristóteles), sino que hoy ha sido promovida al plano de una contrarrealidad artificial…” Es decir, Gadamer sostiene, como el historiador mexicano Edmundo O’Gorman, que la ecuménica civilización occidental detenta hoy por hoy el “timbre de gloria” distintivo del dominio sobre la naturaleza. Pero el filósofo alemán no se queda ahí: señala que “por el otro lado, existe una creencia supersticiosa en la ciencia, estimulada por la irresponsabilidad tecnocrática…” (El estado oculto de la salud. Gedisa). 

 

En efecto, hasta hace unos meses la fe en la ciencia no sólo era una característica del mundo contemporáneo, sino uno de sus orgullos menos vapuleados: Ok, sí, el horror de la bomba atómica…, pero eso es culpa de la perversidad de los políticos, no de la ciencia. Ok, sí, la degradación del medio ambiente, pero eso es culpa de la voracidad capitalista, no de la ciencia… Ahora bien, la fe en la ciencia es como cualquier otra fe, una creencia. Y aquí conviene bordar fino y apuntar que en realidad la fe en la ciencia es, necesariamente, una fe en la “ciencia”, esto es, no en la ciencia sino en algo que la gente —“los legos”, diría Gadamer— supone —mal— que es la ciencia. Por antonomasia, quien tiene fe en el conocimiento científico no conoce el método científico. Y es más, alguien que tiene fe en la ciencia puede efectivamente conocer el método científico e incluso ser un científico riguroso..., pero su fe en la “ciencia” no es científico.

 

Como bien se sabe, desde hace años nos encontramos en una época en la cual todos los grandes relatos se han derrumbado. No quedan explicaciones totalizadoras: las narrativas que permitían encontrarle cierta coherencia a todo se diluyeron. El único asidero que nos quedaba era precisamente el de la ciencia, al menos en apariencia. Para los legos —la mayoría de nosotros—, el último oasis de verdad. En una entrevista con Ger Groot, el propio Gadamer se pregunta y se responde: “Qué significa el término ‘verdad’? Si examinamos el concepto de verdad en la ciencia moderna, vemos que significa ‘certeza’, Gewissheit. Y al mismo tiempo: método. Ya desde Descartes, el método es el camino del que se puede estar seguro, del que se tiene certeza…” Verdad y certeza.

 

La pandemia ha revelado que la idea de que la mayoría de las personas en Occidente entiende el mundo a partir de la ciencia es en realidad un mito moderno. ¿Por qué? En primer lugar, porque la gente cree que entiende el mundo a partir del conocimiento científico en la medida en la que se asume dispuesta a aceptar siempre la última palabra de la ciencia, una postura que es, justamente, esencialmente anticientífica. “La ciencia tiene, por su esencia misma, un carácter inconcluso o inacabado”, nos recuerda Gadamer. “El conocimiento de la ciencia no es un conocimiento cerrado… Sólo consiste en un estado momentáneo de la investigación”. La ciencia jamás tiene la última palabra. En segundo lugar, porque la aceptación de una serie verdades científicas por parte de la gente suele ser sólo superficial: por ejemplo, resulta muy cómodo aceptar sin réplica ni duda siquiera que el Universo tiene (13.7 ± 0.2) × 109 años de edad, ¡total!, a uno cómo puede afectarle o incluso qué tanto podría turbarlo el margen de incertidumbre de más menos 200 millones de años. ¡Ah, pero no le movamos una hora al horario porque digan lo que digan los expertos yo siento que me robaron una hora de vida! Y, por descontado, la cosa cambia cuando se trata de aceptar plenamente la teoría de la evolución biológica por selección natural o, peor, la inoperancia del concepto de alma en la ciencia moderna. En tercer lugar, si bien cierto que “la práctica… se ve obligada a tratar con el conocimiento disponible en cada caso como algo concluido y cierto”, el carácter provisional de todo saber científico no resulta ser tan fácil de aceptar para muchos congéneres cuando se trata de saber, ya no digamos el tiempo que llevamos los seres humanos poblando la Tierra o el número de elementos químicos presentes en el Sol, sino si a uno le conviene o no ponerse una vacuna Astra Zeneca.

 

Finalmente, la acometida a la credibilidad marmórea de la ciencia no se debe sólo a los legos, sino también a la comunidad científica. Hace un par de días, la revista Wired publicó un artículo del doctor C. Brandon Ogbunu, biólogo e informático, profesor en la Universidad de Yale —Scientists Need to Admit What They Got Wrong About Covid—, en el cual no sólo explica los desaciertos de la ciencia en su comprensión de la covid-19, sino que también explicita su frustración por “la renuencia general de la comunidad científica a discutir abiertamente cuándo y por qué nos equivocamos…, específicamente, en nuestro estudio y pronósticos de la pandemia”. Más todavía, lamenta “la falta de voluntad para resaltar en qué estaban equivocados los científicos…; fue una oportunidad perdida para explicar al público el proceso científico”. Ni dudarlo, el público está desencantado, molesto incluso con la ciencia. ¿¡Cómo es posible que no hayan predicho lo que iba a suceder?! ¿Cómo que no saben cuándo volveremos a la normalidad? ¿Cómo que no están cien por ciento seguros de nada?

 

En efecto, la incertidumbre ha sido devastadora para amplias capas de la sociedad. Peor resulta sin narrativas religiosas o ideológicas de qué agarrarse. Mucho peor porque la incertidumbre llegó acompañada de una serie de evidencias que vinieron a demostrarle fehacientemente a la gente que su pretendida fe en la ciencia era sólo eso, una creencia. 

viernes, 2 de abril de 2021

Acrianzar a ciegas

  

Education:

the path from cocky ignorance

to miserable uncertainty.

Mark Twain

 

Hace algunos años, no muchos, platicaba con Francisco José Paoli sobre lo difícil que debe de resultar para un montón de jóvenes entusiasmarse a la hora de iniciar una carrera universitaria. Estábamos en Mérida. Tan afable como amable, el doctor Paoli nos había invitado a cenar a Inés y a mí. Él es un analista lúcido, culto, bien informado sobre la cuestión —fue rector de la UAM Xochimilco y desde hace tiempo se dedica a la vida académica en la UNAM—, espléndido conversador y un hombre bien intencionado. Habíamos llegado al tema porque yo le había confiado que por entonces me estaba resultando condenadamente arduo espolear a mi hija AM para que, de una vez por todas, se decidiera a alcanzara los puntos suficientes en el examen de admisión de la UNAM, de tal manera que se hiciera del sitio que pretendía en la Facultad de Artes y Diseño. Le conté que AM llevaba ya dos intentos y que me preocupaba que, si en el tercero no lo conseguía, desistiera definitivamente. Comentamos sobre la fatalidad que significa que la capacidad de las universidades públicas no sea suficiente para dar entrada a todos los jóvenes que terminan la media superior y quieren seguir estudiando. En el caso concreto de AM, creía —y sigo pensando así— que ella no había logrado la calificación necesaria sencillamente porque no tenía la voluntad suficiente puesta en tal empeño. ¿Y por qué no? Porque AM es una mujer avispada e inteligente y desde entonces tenía bastante claro que cursar una licenciatura no iba a ser la garantía de nada. Además, para ella y para la mayoría de sus coetáneos desde entonces el tsunami de la incertidumbre se acercaba ya a su playa a una velocidad cada vez mayor: ¿qué mundo los está esperando a la vuelta de la esquina? No este/aquel, por descontado, es evidente. Y, sobre todo, ¿estudiar una carrera universitaria es la mejor manera de para enfrentarlo? Paoli estuvo de acuerdo: desde hace tiempo, estudiar una carrera universitaria no parece ser ya el mejor camino…, ¡pero tampoco se vislumbran otros! Cuando llegamos a ese callejón sin salida cambiamos de tema.

 

A mediados de 2019, Jay Shetty entrevistó a Yuval Noah Harari para su podcast On Purpose. En charla harto amena, hablaron de varios asuntos. Cuando tocaron el tema de la educación, el histoirador israelí dijo: Nos encontramos en una situación única en la historia de la humanidad. Por primera vez no tenemos la menor idea de cómo será el mercado de trabajo en veinte o treinta años. Esto nunca había sucedido antes. Siempre había muchas cosas en el mundo que te rodeaba sobre las cuales la gente no podía saber cómo iban a comportarse en un horizonte de unos treinta años, revoluciones políticas, guerras, plagas, crisis económicas…, nadie podía predecir estos eventos. Pero al menos siempre tuvimos una idea bastante clara respecto habilidades básicas que los humanos necesitaban desarrollar para que en treinta años tuvieran un buen trabajo y pudieran mantenerse a sí misma y alcanzar cierta longevidad. Así que si te tocó vivir hace unos mil años en una pequeño poblado durante la Edad Media, ni tú ni nadie podía saber quién sería el rey treinta años después, la gente no sabía si habría de ocurrir una peste o un terremoto, pero todos sabían muy bien qué tenían que enseñar a sus hijos si querían asegurar que tuvieran una vida razonablemente buena en treinta años… Sabían que tenían que enseñarles cómo cultivar cereal, cómo pastorear las cabras, cómo preparar quesos, cómo hornear pan, como construir una vivienda…, todo eso. En cambio, hoy día no tenemos la menor idea de qué tipo de habilidades va a necesitar la gente para hallar sitio en el mercado de trabajo en 2050. Quien te diga que sabe cómo será el mercado de trabajo en 2050 y qué habilidades requerirá de las personas te estará mintiendo y seguramente también se estará mintiendo a sí mismo. Lo único que sí sabemos es que será un mercado de trabajo completamente diferente que el actual, sobre todo por los sorprendentes avaces en los ámbitos de la inteligencia artificial, el machine learning y la bioingeniería. Yuval Noah Harari piensa que una gran cantidad de empleos será ocupada por máquinas, computadoras y robots, así que muchísimos puestos de trabajo desaparecerán para los seres humanos de carne y hueso; el catálogo de profesiones que pasarán a la obsolecencia será copioso. Desde luego, el fenómeno presentará — así está ya sucediendo— también la cara opuesta: surgirán algunos nuevos tipos de empleos. Sin embargo, la cuestión es qué tan eficientes podrán ser los sistemas educativos para capacitar oportunamente a las nuevas generaciones de acuerdo a las emergentes necesidades, sobre todo en los países menos desarrollados.

 

En efecto, desde hace rato, la reconfiguración del orden de todas las cosas se aprecia inevitable, y no sólo en lo que a la economía y al mercado laboral se refiere. El sistema se tambalea y transitamos por una era agónica. Vivimos un fin de mundo. ¿Cómo diablos acrianzar a la niñez y la juventud para un mundo que todavía no conocemos? A ciegas.

 

En su tercer intento, AM alcanzó el puntaje para ingresar a la UNAM. Ya terminó la licenciatura en Diseño. Desde hace más de dos años vive en París. Trabaja enseñando idiomas, y está concursando para estudiar allá otra carrera.

 

En medio de la incertidumbre, al menos no tengo duda de que la habilidad de adaptarse al cambio será cada vez más necesaria.