De primera mano, sé de dos respetables adultas mayores que, sin llegar a enarbolar una postura abiertamente antivacunas, optaron por que a ellas no les pusieran la vacuna contra la covid-19. Conforme a los planes del gobierno federal, a ambas se les presentó puntual la ocasión de vacunarse sin mayores dificultades, y ambas dijeron que gracias, pero no. Dos son muy poquitas experiencias; de sobra entiendo que no tienen ninguna representatividad estadística, con todo y que en conjunto las dos venerables ancianas conforman el cien por ciento de las abuelas de Laura. Pero más allá de la obsesión por la significatividad de un número, por la cuasi religiosa fijación métrica, las experiencias de las antepasadas de Laura son casos relevantes para tratar de entender en dónde estamos parados. Les cuento…
Llamémosle doña Baldomera a la mamá del papá de Laura. La encomiable señora es una sana octogenaria avecindada en una de las demarcaciones territoriales de la Ciudad de México más golpeadas por las microscópicas huestes del SARS-CoV-2. Viuda, vive sin grandes apuros económicos gracias a la pensión que le dejó su esposo y a la que de manera directa reciben todos los adultos mayores en México; además, algunos de sus vástagos la apoyan con algún dinero. Baldomera nació en el norte del país, en un poblado rural, completó la primaria, se casó y muy joven, de la mano de su marido, llegó a la capital. Tuvo doce hijos, de los cuales sobrevivieron ocho. Toda su prole alcanzó al menos la educación media superior, y tres de ellos terminaron una carrera profesional. Dato relevante: la señora Baldomera, en su momento, con todo rigor, conforme a las campañas respectivas, o llevó a vacunar a sus hijos o permitió que los vacunaran en la escuela.
Llamemos ahora doña Natividad a la mamá de la mamá de Laura. Ella también ha rebasado los ochenta años. El tránsito de vida de la abuelita materna de Laura fue opuesto al de la señora Baldomera: aunque nació en el DF y en la ciudad hizo prácticamente toda su vida, desde hace algunos años ya no reside en la megalópolis: habita en una pequeña localidad en el centro norte de la República, en donde la población total no alcanza las setenta almas. En su poblado no se ha reportado ningún caso de covid-19. Natividad también es viuda y recibe dos pensiones, la que le dejo su finado marido y la del gobierno federal. Oportunamente fue diagnosticada y mantiene bajo control su diabetes. Concluyó la primaria y es asidua lectora. Tuvo y dio esforzada crianza a diez hijos, de los cuales seis realizaron estudios a nivel superior. Al igual que la señora Baldomera, Natividad vacunó a cada una de sus hijas y cada uno de sus hijos cuando les tocó.
Como mucha gente de su edad, ambas buenas mujeres viven alguna parte importante de su día bombardeadas inclementemente por la televisión. Dado que las dos pasan casi todos los días en casa, sin salir a ninguna parte —desde antes del confinamiento, quiero decir—, y considerando que por el condicionante generacional ninguna de ellas tiene vida online, la ventana por la cual se informan acerca de lo que acontece en el mundo es la pantalla de la tele. Ya sea cara a cara o por medio del teléfono, las redes comunicacionales de las dos octogenarias se constriñen prácticamente a su progenie, y muy superficialmente incluyen a algunos vecinos. Natividad puede pasar algunas temporadas sola en su casa, aunque últimamente es raro que eso ocurra, porque alguna de sus hijas está con ella. Por su lado, con Baldomera cohabitan cuatro hijos. Cuando le notificaron la fecha, la hora y el lugar en donde tendría que acudir a vacunarse, anunció que no quería hacerlo. Entonces X, una de sus hijas, sonrió: cuando le toque, ella tampoco permitirá que la vacunen porque está plenamente convencida de que la pandemia es una colosal conspiración urdida por los multimillonarios más poderosos del orbe, y de que con la vacuna están inoculando a las personas un microchip mediante el cual van a controlarlas como títeres… En internet ha encontrado un montón de videos que así lo explican y en el Face lleva meses intercambiando memes y enlaces con una legión de internautas que creen lo mismo que ella.
La misma mañana que llegó la brigada Correcaminos a la localidad en la que reside doña Natividad ella tomó la decisión: no iba a acercarse al kiosco para que le pusieran la vacuna. No explicó cuáles eran sus razones. Conociéndola, ninguno de sus hijos insistió. Cuando se enteró, Laura tampoco quiso llamarle a su abuela para intentar que cambiara de parecer. La conoce bien, y aunque no ha comentado el asunto con ella, supone que sencillamente tuvo miedo de moverle algo al equilibrio de su salud, para obtener una protección frente a un riesgo que ella seguramente percibe muy lejano. Sólo uno de sus diez hijos ha padecido covid-19, y la superó; nadie en su comunidad se ha contagiado y muy rara vez reciben visitantes foráneos.
La señora Baldomera no se vacunó y vive en un sitio —el norte de la Ciudad de México— en donde la probabilidad de que se contagie es muy alta. El riesgo no se debe únicamente a la localización geográfica, sino a la dinámica de su hogar: sus hijos salen diariamente a trabajar. La señora Natividad no se vacunó y vive en un lugar y en condiciones que hacen que la probabilidad de que se contagie sea remota. Una tomó una decisión a partir de la confusión que genera la infodemia, la sobreinformación, los bulos y paparruchadas. Con cierto miedo, la otra tomó una decisión con base en un cálculo racional.
En México no es obligatorio vacunarse —supongo que, al menos por ahora, así debe de ser en todo el mundo—. Con todo, convendría apuntar que, dadas las características de esta pandemia, vacunarse reditúa un beneficio personal, obviamente, pero también social, colectivo, de rebaño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario