El Señor formó al hombre del polvo de la tierra,
sopló en su nariz un hálito de vida,
y el hombre se convirtió en un ser viviente.
Génesis 2:7
Sentir que es un soplo la vida…
Carlos Gardel
Risueños y acomedidos zombis novohispanos, provectos politécnicos románticos, desalmados narcos empoderados, conquistadores mexicas y españoles, tecnócratas neoliberales aterrados por perder la cabeza, una dinastía antañona de almeros mayas y una señora gorda de la colonia del Valle… ¿Y qué más tenemos? También esforzados comerciantes de La Lagunilla y un drogadicto asesino; un secretario de Gobernación inseguro y un comisionado de Seguridad desgobernado; un juicioso bohemio colombiano radicado en la Ciudad Luz; el Negre, un brujo africano, “pequeño, enjuto y viejísimo”, de engorroso castellano, capaz de “sacar prestancia y tener cuerpo vivo”; un capo mayor, el Chuleta, vivo hasta para morirse, y un transportista emprendedor de buena entraña y falo desbocado. ¿Es todo? ¡No, qué va! También Tenochtitlan y el Defectuoso, la Ciudad de México, la urbe que nunca se queda quita como escenario porque siempre se erige como personaje obligado, intérprete de millones de almas, en donde los trayectos duran eternidades y los días pasan fugaces. ¿Y ya? Bueno, no, aparece, además, en primer plano, un huracán, Jacinta Dionez Manzano, una antropóloga chilanga, necia y emotiva, y enganchado a ella, por no decir fatalmente enculado, el cándido Andrés, un físico metido en una “experimentación de frontera sobre la caracterización del plasma de quark y gluones”. Tras bambalinas, don Rufina, un travesti, pobre y trabajador, ignorante y sabio, bondadoso y heroico, de oficio tlacuache. Está también, metiche, Sánchez Lora, un perito forense que, empecinado en conocer la verdad, por su cuenta y riesgo se pone a hacer averiguaciones de detective. Y también Kan, bautizado luego y renombrado Tomás, y de emergencia dizque Juana de Quintanilla…, como sea, el mero almero del mismísimo Conquistador del imperio Mexica. ¡Ah, claro!, y un frasco antiquísimo y el hálito contenido en él.
¿Y cabe todo eso en un libro? Sí, cabe eso y más, y bien: con colmillo y perversidad literaria, afilado ese y educada aquella, Pedro Miguel (Guatemala, 1958) lo consigue en El último suspiro del conquistador (FCE, 2020), un libro que me trajo un par de días entre la carcajada y el enojo, un libro durísimo y divertido… Entonces, ¿de qué clase de artefacto textual estamos hablando?
“— ¿Llegará el tiempo en el que vuelva a ser yo? –preguntó al brujo una tarde…” —y resulta que el que habla e interviene es el mismísimo Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano, I marqués del Valle de Oaxaca, y no, Pedro Miguel no escribió una novela histórica —al menos, no lo sería para Georg Lukács—. Tampoco es una novela erótica, pero qué sabroso narra la encerrona en la que, durante tres semanas, encallaron en un pequeño estudio parisino de Saint-Denis un par de pumas mexicanos, y cómo “transitaron de la penetración a la compenetración”. Aunque los diálogos entre el presidente y los altísimos funcionarios del régimen anterior resultan de tal verosimilitud que hay momentos en que a uno le cuesta trabajo no azotar el libro en el suelo y mentarles la madre, no es una novela política. En El último suspiro del conquistador el lector se topa con muertos vivientes y muertos en vida que pueden aterrar a cualquiera, y tampoco es una novela de horror. El humor macabro —“… hasta qué punto podía considerarse lícito matar a un zombi…”— se engarza por aquí y por allá con topetazos de saber sencillo y contundente —“No era tonto: alcanzaba a vislumbrar el tamaño de su ignorancia…”—, las referencias bibliográficas —¿alguien tiene un ejemplar de Los arrieros del agua de Carlos Navarrete?, ¿realmente Gaspar de Cuadros escribió Recordación de capitanes esforzados?— se engarzan con el anecdotario del pasado apenas pasado y que se niega a pasar. A las lucubraciones sobre las propiedades físicas del corcho y acerca del misterio de la conciencia humana —¿“el conjunto de interacciones químicas y electroquímicas que tienen lugar en el sistema nervioso del individuo”?— le siguen profundas especulaciones sobre la andanada de hechos que han desembocado en lo que hoy es México —“Destruyeron lo que desconocían para edificar sobre los escombros lo que ya sabían”—. Los remordimientos de Cortés, atrapado en “una nada lechosa con ramalazos de recuerdos”, y los recuerdos de las atrocidades que hace sólo unos cuantos años acabamos de pasar —“todo por el dinero y el poder; por el dinero que da el poder y por el poder que da el dinero”—, vueltos historia desde un todavía distante 2047.
“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidos por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”, preciso, asiente Carlos Marx en su 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), y enseguida, poético, remata: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.” Cierto, terriblemente cierto… ¿Y cómo cobrarse tal martirio? ¿Cómo vengarse de los muertos? Hasta donde sabemos, si a muchos de los vivos les tiene sin ningún cuidado, la historia —“esa modalidad de ensoñación o de viaje en el tiempo a la que los espíritus cuadrados denominan historia”— no hace mella alguna a los difuntos. Pedro Miguel echa mano de la novela…, y créanme, ¡qué chinga le acomoda al conquistador!
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