All wealth and power might be concentrated
in the hands of a tiny elite,
while most people will suffer not from exploitation,
but from something far worse – irrelevance.
Yuval Noah Harari, 21 Lessons for the 21st Century.
A propósito del disparatado empeño de los seres humanos de auto-desterrarse, de escaparse de su condición de terrícolas, ya había traído a cuento aquí el prólogo de La condición humana, de Hannah Arendt (1906-1975). Es un texto diamante. Después de insistir en que sólo el discurso, la capacidad de formar y habitar mundos simbólicos, es lo que hace al hombre un ser único, ya casi al final, la filósofa judío-alemana plantea un riesgo que desde entonces juzga inminente: la automatización, a la que no duda en llamar una amenaza. La primera edición del libro data de 1958, esto es, decenas de años antes del estallido de la revolución digital y mucho tiempo atrás del surgimiento de la inteligencia artificial. Así que la advertencia de Arendt fue premonitoria.
Cuatro años después de la publicación de La condición humana, en 1962, los creadores de series de dibujos animados William Hanna y Joseph Barbera estrenaron The Jetsons, Los supersónicos en México. Si en The Flintstones, Los Picapiedra en español, que había comenzado a transmitirse en 1960, Hanna y Barbera llevaban capítulo a capítulo el sueño americano a la edad de las cavernas, en Los supersónicos lo mandaron al futuro, exactamente cien años después, un momento al que hoy aún no hemos llegado: el año 2062. En ambas caricaturas las familias protagonistas son nucleares, cada una compuesta por una esposa que se dedica exclusivamente a la crianza de los hijos y a las labores del hogar, un marido encargado de salir a trabajar asalariadamente para proveer el sustento del hogar, los hijos y las mascotas. En el caso de Los picapiedra también en las casas había una buena cantidad de animalejos que hacían las veces de algunos trastos y aparatos electrodomésticos: un minúsculo pterodáctilo se desempeñaba como la batidora, algo parecido a un puercoespín aspiraba la casa, un pajarraco de puntiagudo pico fungía como la aguja del tocadiscos y otro de despertador, en fin… En Los supersónicos sí había un arsenal de artilugios tecnológicos, naves voladoras, instrumentos de telecomunicaciones…, pero curiosamente el único robot que aparece reiteradamente es la empleada doméstica, Robotina: el trabajo en la fábrica, en la construcción, en la oficina no está automatizado. El porvenir que preocupaba a Hannah Arendt es distinto, no es el de una vida cotidiana en la que la gente pueda disponer de una runfla de autómatas-servidumbre, seres como la Robotina de Los supersónicos, dispuestos a prepararnos sin chistar el café y la comida, y a mantener limpia la casa… No, el futuro sobre el cual alerta Arendt es el de la sustitución: “el advenimiento de la automatización que probablemente en pocas décadas vaciará fábricas y librará a la humanidad de su más antigua y natural carga, la del trabajo y la servidumbre de la necesidad”. Ahora, ¿cómo es que la filósofa haya podido prever un problema en un proceso de liberalización? Explica: “… aquí está en peligro un aspecto de la condición humana, pero la rebelión contra ella, el deseo de liberarse de la fatiga y la molestia, no es moderna sino antigua como la historia registrada. La liberación del trabajo en sí no es nueva; en otro tiempo se contó entre los privilegios más firmemente asentados de unos pocos. En este caso, parece como si el progreso científico y el desarrollo técnico sólo hubieran sacado partido para lograr algo que fue un sueño de otros tiempos, incapaces de hacerlo realidad”. En efecto, al menos desde la revolución agrícola, cada gran salto tecnológico ha permitido que cierto segmento de la sociedad quede liberado del trabajo físico y pueda dedicarse a otras actividades; seguramente así surgieron los monarcas y los sacerdotes, por ejemplo. Con la revolución industrial ocurrió lo mismo y la revolución digital también ha mandado a la obsolescencia varios oficios. Actualmente puede prospectarse sin mayor dificultad que la mayor parte del trabajo podrá ir siendo encomendado cada vez más a máquinas y entidades automatizadas, liberando consecuente a más y más gente de la necesidad de tener que hacerlo. El asunto no es ciencia ficción ni futurología, está sucediendo y somos parte de una generación a la que le ha tocado testimoniarlo. Pero, entonces, ¿no deberíamos estar contentos, optimistas? Más y más personas se irán liberando del trabajo, y Hannah Arendt señala en dónde está la contrariedad: “La Edad Moderna trajo consigo la glorificación del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad del trabajo”. De acuerdo, aunque conviene recordar, como aquí mismo he mostrado, que para la tradición occidental la idealización del trabajo se remonta al menos a la Antigua Grecia. De cualquier forma, Arendt pone el dedo en la llaga: toda vez que en el sentido común hegemónico el trabajo se entiende como una virtud, liberarse de él no necesariamente se va a experimentar como algo positivo: “… la realización del deseo, al igual que sucede en los cuentos de hadas, llega en un momento en que sólo puede ser contraproducente”. ¿Por qué? Porque como le ocurriría a Pedro Picapiedra o a Súper Sónico, sin trabajo, la mayoría de los adultos pierde relevancia: “Puesto que se trata de una sociedad de trabajadores que está a punto de ser liberada de las trabas del trabajo, y dicha sociedad desconoce esas otras actividades más elevadas y significativas por cuyas causas merecería ganarse esa libertad… Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, si la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor”.
En 1964, Asimov alertaba que desde comienzos del siglo XXI “la humanidad sufrirá gravemente de la enfermedad del aburrimiento...”
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