La expresión status quo designa el estado actual de las cosas, especialmente en los ámbitos sociopolítico y socioeconómico. Tres ejemplos: i) en el status quo presente se entiende que la ciencia es la fuente más confiable de verdad de que disponemos, ii) en el status quo presente se considera que existe una serie de prerrogativas sustentadas en la dignidad humana inherentes a absolutamente toda la gente, los derechos humanos, y iii) en el status quo presente el crecimiento económico se erige como el propósito principal de cualquier sistema socioeconómico. Por supuesto, ni este ni ningún status quo es monolítico ni completamente estable. Como cualquier realidad humana, todo status quo es dinámico y se desarrolla entre contradicciones. Por lo mismo, no faltan hoy quienes crean, por ejemplo, que la Tierra es plana, o que el color de la piel de las personas condiciona los derechos de los cuales puedan gozar, o quienes se atrevan a pensar, me incluyo, que el crecimiento económico no sólo no es el único camino hacia el desarrollo, sino que se ha vuelto una ruta suicida. Bueno, de hecho, el status quo —un concepto que podemos empatar con el de sistema mundo— que nos tocó vivir parece hallarse en una situación agónica.
En buena medida, un status quo es un entramado de convicciones generalizadas, convicciones que la mayoría de la gente no pone en tela de juicio. En otras palabras, un status quo de alguna manera es sencillamente una malla de prejuicios y creencias dogmáticas que buena parte del conjunto social comparte. Ahora, un status quo siempre implica una determinada situación de dominio, para la que se precisa de una argamasa de creencias comunes, asumidas como verdades indiscutibles, bien repartidas en toda la sociedad, tanto entre los dominantes como entre los dominados. Dichas creencias afianzan el orden existente. El bobo apotegma “La ley es la ley” es un ejemplo de ello.
“La ley es la ley” es un aserto tan rico en contenido, tan sustancioso, como “Arriba es arriba”. Una verdad de Perogrullo. A la afirmación de una obviedad, por muy seriamente que se exprese, como “La ley es la ley”, esto es, “X es X”, se le denomina tautología. Una tautología manifiesta algo de manera innecesaria o que es evidente por sí mismo, ya que su verdad o su validez se encuentra implícita en las palabras que la expresa. Una tautología no añade información nueva o significativa a lo que ya se sabe o se entiende: “los gatos son felinos que maúllan”, “el agua es húmeda”, “el pasado pasó”… Con todo, abundan tautologías que suelen ser tomadas muy en serio, y para mucha gente resultan grandes verdades. Entre ellas pululan expresiones ideológicas.
La ideología es un tipo de pensamiento que origina creencias colectivas que responden a intereses particulares de una clase, de un grupo socioeconómico, e intenta justificarlas esgrimiendo juicios que se presentan como indiscutibles. Al igual que “la ley es la ley”, “los pobres son pobres porque siempre ha existido la pobreza” es un juicio que bien ejemplifica el tipo de convicciones que produce la ideología dominante.
Algunas de las argucias ideológicas más efectivas consiguen establecer profecías autocumplidas. El concepto self-fulfilling prophecy, acuñado por el sociólogo Robert Kapris Merton en su libro Social Theory and Social Structure (1949), se refiere a un vaticinio que, al asumirse como certero, aunque en principio sea erróneo, puede lograr la fuerza suficiente para influenciar a la gente de tal manera que su comportamiento haga que se cumpla. Por ejemplo, la ideología dominante establece el axioma “Como te ven te tratan”. Y, claro, en la medida en que las personas lo asumen como cierto, así actúan y así mismo interpretan el comportamiento de los demás. El fenómeno puede explicarse por el Teorema de Thomas —formulado por William Isaac Thomas, otro sociólogo yanqui, en su obra The child in America (1928)—: si la gente cree que una situación es real, lo será en sus consecuencias. He ahí la enorme fuerza de la ideología.
Una ideología genera creencias insuficientemente justificadas. Por caso, creer que la ley está por encima de la justicia. La ideología encubre la realidad, la distorsiona interponiendo lentes entre nuestra percepción y los hechos.
El viernes, el señor Javier Laynez Potisek, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, suspendió indefinidamente la entrada en vigor del llamado Plan B. Un individuo paró la reforma electoral impulsada por el Poder Ejecutivo y la decisión legítima del Poder Legislativo. No sólo: una sola persona se impuso sobre la voluntad de la mayoría de la ciudadanía —representada en la Cámara—. Al respecto, escribí un tweet en el que se muestra a Laynez: “Este señor contra los millones que apoyamos a la 4T”. En un suspiro, Manuel Díaz respondió: “Odian la ley, odian el estado de derecho por rendir pleitesía a los caprichos de un charlatán”. Conociendo la postura de Manuel, es evidente que el sujeto tácito en la afirmación somos quienes apoyamos a la 4T, y “el charlatán” aludido es el presidente de México, quien en la primera mitad de su quinto año de gobierno alcanza una aprobación de alrededor del 70%. Mi contestación fue una pregunta retórica: “¿Lo que llamas ‘la ley’ está por encima de la voluntad de la mayoría democrática?” Díaz no dudó y enseguida tuiteó: “Si viola la Constitución, por supuesto que sí”. De nuevo, lancé una pregunta: “¿Constitución mata soberanía popular?” A esta última ya no hubo respuesta. ¿Por qué? Seguramente porque era ya evidente el argumento al que yo terminaría acudiendo, el artículo 39 de la Constitución: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.” La ley, pues, dice que soberanía popular está por encima de la Constitución…, y la ley es la ley, ¿no?
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