Domingo. Falta un huevo para el desayuno…, también algunas lonjas de tocino.
— Ahorita vengo –aviso, tomo una bolsa y salgo del departamento. En la segunda calle por la que debo avanzar hacia la tienda, frente a mí, unos metros más adelante, caminan dos mujeres: a la derecha, una señora que, por su complexión y forma de andar, calculo de unos sesenta años; a la izquierda, empujando una carriola negra, de esas que si fueran autos serían un BMW, una joven muy delgada… Van platicando. La mujer mayor, de vez en vez, se agacha para atender al pequeño pasajero. A media calle les doy alcance y las rebaso: la fémina más joven difícilmente tendrá 20 años, la otra no creo que llegue a los 40, en la carriola va, a cuerpo de rey, un perro, un microscópico pug.
Llego a la esquina, cruzo… El parque de la colonia se ve muy concurrido. Prefiero no entrar; cada vez huele peor: la invasión de canes durante los últimos años lo ha devastado. Hace unos meses, caminando por ahí, un pastor alemán estaba escarbando en la tierra de las lastimadas jardineras. Su dueña, indolente, lo miraba hacer.
— Señora, su perro está destrozando las plantas. ¿No sería mejor que lo llevara al área de perros?
— Es un pobre animalito, sigue sus instintos: él no tiene la culpa.
— Lo sé señora, por eso no le hablo al perro.
A unos pasos más de la esquina, junto al sitio de taxis, observo un espectacular: una estructura metálica junto al paradero. En una de sus caras se anuncia una supuesta barata de temporada en una gran tienda departamental. En la otra, leo:
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¿Con tu dinero… comienzas una nueva relación o compras una casa? El anuncio se ilustra con la integración de tres imágenes: el logotipo del banco, una casa —la casa soñada, podemos suponer— y un perro, el soñador.
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