Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 11 de febrero de 2024

Narciso sin objeto



For the most part people are not curious
except about themselves.
John Steinbeck, The Winter of Our Discontent.

I don't care what you think
unless it is about me.
Kurt Cobain



En 8, Publio Ovidio Nasón terminó de escribir Las metamorfosis. Desde hacía más de treinta años, Cayo Octavio Turino se llamaba César Augusto y era el mandamás del Imperio Romano: emperador y también Tribuno de la plebe, Pater Patriae y Pontífice Máximo y Cónsul… El hombre tenía el poder.


Ese mismo año, Augusto decidió desterrar a Ovidio de la ciudad eterna —epítome de Roma compuesto pocos años atrás por otro poeta latino, Albio Tibulo (54 a. C. – 19 d. C.)—. Con certeza, el motivo no se sabe, pero se especula que pudo ser o porque Augusto consideraba que los poemas eróticos de Ovidio eran inmorales o porque el poeta estaba al tanto de cierta información que involucraba a la hija de Augusto, Julia, que de divulgarse desataría un gran escándalo. A saber… El caso es que lo expatrió. Ovidio, quien había llegado al mundo en el año 43 a. C., fue a terminar sus días en el 17 d. C. del otro lado del Adriático, en el extremo oriental de la península balcánica, en Tomis —actualmente la ciudad rumana Constanza—, en la costa oeste del Mar Negro.


En Las metamorfosis, Ovidio no se propuso una tarea modesta; parafraseo los primeros cuatro versos de la obra:
Quiero contar historias de cómo seres vivos se transformaron en nuevos. Dioses, ustedes que fueron responsables de estas metamorfosis, inspírenme. Ayúdenme a desarrollar mi poema desde el origen del universo hasta mi época actual.
El resultado es monumental: un poema de alrededor de doce mil versos hexámetros distribuidos a lo largo de quince libros, en el cual Ovidio nos ofrece un compendio del entendimiento narrativo —mitológico— que entonces tenían los romanos del mundo, claro, completamente perfilado por los griegos. No por nada el crítico Harold Bloom incluye Las metamorfosis en su lista de las obras más importantes de la literatura occidental (El canon occidental). Ovidio abarca desde el Caos primordial hasta la época de Julio César (100 a. C. – 44 a. C.). Cada libro contiene una serie de narraciones independientes, en total cerca de trescientas, algunas relacionadas entre sí. En el libro tercero, el poeta cuenta las historias de Cadmo, Acteón, Penteo, Eco y Narciso.


Narciso es producto de una agresión sexual: aprovechándose de que se hallaba inmersa en su cauce, el dios-río Cefiso violó a la bella Liríope. Así que, por parte de padre, Narciso es nieto de Océano y Tetis. En cuanto a su señora madre, al igual que su abuela Tetis —también progenitora de Aquiles, el de los pies ligeros—, Liríope era una náyade, es decir, una ninfa de manantiales y ríos. Como nosotros del líquido amniótico, Narciso viene del agua.

Asociadas a determinados ambientes naturales, las ninfas son deidades menores femeninas. Hay de muchísimos tipos. Por ejemplo, así como las nereidas son marítimas y las náyades fluviales, las dríades y hamadríades son arbóreas, las oríades viven en las montañas y las napeas en valles y cañadas, las lampades habitan el inframundo, las auras y las asterias cunden en el cielo, con las néfeles y las híades… Hay además otras muchas ninfas ligadas a lugares específicos. Jóvenes y hermosas, todas representan la belleza, la fertilidad y la vitalidad natural. De ese ámbito, el primitivo, distante del social, proviene Narciso.

Según Ovidio, Liríope “expulsó de su útero pleno” a un niño que “ya entonces podría ser amado”. La consideración podría pasar por una mera floritura, pero tratándose precisamente de este personaje conviene recordar que absolutamente todos los seres humanos recién nacidos llegamos al mundo justo con esa potencia: poder ser amados, porque quien no lo sea, de hecho, no tiene posibilidad alguna de sobrevivir. Las crías de los humanos nacen tan vulnerables, tan necesitadas de protección y cuidados, que su mejor habilidad es precisamente poder ser amados. Si es así, tal vez Ovidio se refiera a otro tipo de amor. Como haya sido, Liríope lo llamó Narciso y consultó al “fatídico vate” —posiblemente Tiresias— si su hijo estaba destinado o no a vivir muchos años. Perfecta antítesis de la famosa inscripción en el pronaos del templo de Apolo en Delfos, esta fue la respuesta: “Si no llega a conocerse”. ¿Llegaría Narciso a conocerse? Demasiado.

Giulio Carpioni, Liriope lleva a Narciso ante Tiresias.

Cuando Narciso tenía 16 años, “podía parecer un niño y un adolescente” y “muchos jóvenes, muchas doncellas lo desearon”. Él era objeto de deseo, pero a él nadie lo atraía. Apareció en escena Eco, “la habladora ninfa, que no aprendió a callar ante el que habla ni a hablar ella misma antes”, y se enamoró perdidamente del muchacho. Al verlo vagar por el campo, lo siguió en silencio, sintiendo crecer su amor. Quería hablarle, pero solo podía repetir sus palabras. Narciso, alejado de sus compañeros, preguntó si alguien estaba allí. Eco respondió “allí”. Narciso, sorprendido, miró a su alrededor y gritó “¡ven!”, y Eco repitió “¡ven!” Narciso propuso “juntémonos”. Eco, encantada, repitió “juntémonos”, y salió de la floresta para abrazarlo, pero él la rechazó. Eco, desolada, se ocultó en el bosque. Su amor no correspondido la consumió. Su cuerpo se marchitó; sólo quedó su voz y sus huesos. Eco se convirtió en la piedra que repite las palabras de otros.

Poussin, Eco y Narciso (1630)

Narciso despreciaría no sólo a Eco, también a otras ninfas y a otras y otros mortales. Uno de los tantos despechados, alzando sus manos al cielo, maldijo: “¡Que él mismo se ame tanto y no obtenga lo que ama!”. Y Némesis, la diosa de la justicia retributiva, la venganza divina, el equilibrio y la fortuna, escuchó sus ruegos: que se ame a sí mismo así. El final del mito es bien conocido…

Un día, Narciso, exhausto de cazar, se reclina junto a una fuente cristalina. Al beber, descubre su propia imagen y de golpe se enamora. Cautivado, se queda inmóvil, admirando sus ojos, su cabello, sus mejillas, su boca… “Cuántas veces, inútiles, dio besos al falaz manantial…, cuántas veces sus brazos que coger intentaban su cuello sumergió en las aguas, y no se atrapó en ellas”. Su reflejo es fantasma, no está realmente allí. “Quien quiera que seas, aquí sal, ¿por qué, muchacho único, me engañas…?” Narciso se increpa: no entiendo qué esperas de mí. Pareces responder a mis gestos y sonrisas, pero tu respuesta es vacía, hasta que por fin se da cuenta del embrujo: “¡Éste yo soy! Me abraso en amor de mí, llamas muevo y llamas llevo. ¿Qué he de hacer? ¿Sea yo rogado o ruegue? Lo que deseo conmigo está: pobre a mí mi provisión me hace”. Narciso ama sin objeto, sin objeto del deseo. Resuelto el misterio, queda el horror: Narciso no teme a la muerte, pues con ella escapará del dolor. Desesperado, se contempla en el agua y, al ver que la imagen se desvanece, implora que no lo abandone. Se lamenta, se desnuda y golpea su pecho con las manos, consumido por su amor propio. Narciso, acabado, se rinde a la muerte. Su vanidad lo persigue incluso en el inframundo, donde se contempla en el agua del Estigia, el río que separaba el mundo de los vivos y el de los muertos. Las náyades y las dríades lloran, preparan la pira, las antorchas y el féretro, pero no encuentran su cuerpo. En su lugar, una flor azafranada con hojas blancas ha nacido.

Jules Cyrille Cavé, Narciso.


Los poemas de Ovidio que César Augusto pudo considerar inmorales se encuentran en su libro Ars amatoria, escrito entre los años 2 a. C. y 2 d. C. La obra consta de casi dos mil quinientos versos, repartidos en tres libros. Me permito enseguida una paráfrasis en prosa de los versos 493 a 502 del segundo libro:
De pronto, mientras cantaba, Apolo, el dios de la música y la poesía, tocó las cuerdas de su lira dorada. El laurel adornaba sus manos y cabellos sagrados, y se me apareció como un poeta que debe ser visto. Me dijo: “Maestro del amor lascivo, guía a tus discípulos a mis templos. Allí hay una inscripción famosa en todo el mundo que ordena que cada uno se conozca a sí mismo. Sólo quien se conoce a sí mismo amará sabiamente a los demás, pues medirá sus fuerzas con la dificultad de la obra”.
Por cierto, en la dedicatoria de su libro Ars amatoria Ovidio le pedía al emperador: “A ti, Augusto, oh, Padre de la Patria, te dedico este libro, fruto de mis años juveniles. No es una obra seria, sino un juego de ingenio, una bagatela. Te ruego que lo perdones, si algo en él te ofende”.




1 comentario:

Victor dijo...

Extraordinario articulo maestro