A José Agustín.
El lector se apersonó en el mundanal mundo en el Distrito Federal. Así se llamaba la hoy Ciudad de México. Bueno, entonces, hace ya casi sesenta años, el DF era también la ciudad de México. De hecho, la ciudad de México fue la ciudad de México mucho antes de que México fuera México, pero ese es otro cantar. El lector no fue juarista desde siempre pero sí juarense: es nativo de la delegación —hoy demarcación territorial— Benito Juárez. Obtuvo la nacionalidad mexicana con el primer berrido que pegó en algún lugar del segundo piso del Hospital 20 de Noviembre, un nosocomio del ISSSTE en aquellos días casi nuevecito: el presidente López Mateos lo había inaugurado tres años antes. Así que el lector nació en la que, en breve, ganaría la fama de ser la prototípica colonia del aspiracionismo clasemediero mexicano, la Del Valle. Gabriel Careaga, diez años después, sociólogo implacable, así lo haría notar en su ya clásico Mitos y fantasías de la clase media en México. El lector nació en la Noche Buena de 1964. Apenas hacía unos días antes que Gustavo Díaz Ordaz había tomado posesión como presidente de la República. El orbe estaba muy caliente, tensionado por la Guerra Fría. A finales de enero, en Las Vegas, Kubrick estrenó Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, su séptima película; la premier iba a ocurrir en Dallas el 22 de noviembre del 63, pero tuvo que aplazarse porque ese día asesinaron justo en esa ciudad texana a Kennedy. En octubre, el ucraniano Leonid Ilich Brézhnev se convirtió en el secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética. A partir de ese año, Estados Unidos comenzó a mandar tropas a Vietnam, Cassius Clay dejó de existir nominalmente y en su lugar apareció Muhammad Ali. Hace tanto y hace tan poco: cuando el lector se incorporó a la especie, la Tierra llevaba a cuestas poco más de 3.2 millardos de seres humanos; hoy somos 8.1 millardos. En la radio, la chaviza escuchaba a Los Beatles y a Los Surfs, a Leo Dan y a Enrique Guzmán, a Angélica María y a Pily Gaos… A lo largo de ese año, 1964, se habían publicado varios libros importantes: la editorial Joaquín Mortíz, Figura de paja de Juan García Ponce, y Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia; el Fondo de Cultura Económica, La pequeña edad de Luis Spota, y una pequeña editorial, Mester, La tumba, una novelita de un chamaco, un tal José Agustín. José Agustín Ramírez Gómez era tapatío, pero nomás de nacimiento. Su infancia la había pasado en el puerto de Acapulco, y cuando él era todavía un chavito su familia se mudó al DF. Cuando la edición príncipe de su primer libro salió de la imprenta Casas (5 de agosto de 1964), faltaban dos semanas para que él cumpliera 20 años. Aquel tiraje fue de sólo medio millar de ejemplares. El poderoso íncipit de la novela no deja ver a una pluma inexperta:
Miré hacia el techo: un color liso, azul claro. Mi cuerpo se revolvía bajo las sábanas. Lindo modo de despertar, pensé, viendo un techo azul. Ya me gritaban que despertase y yo aún sentía la soñolencia acuartelada en mis piernas.
Sin ser tapatío, por una combinación de desgracias y gracias del destino, el lector radicó en Guadalajara de septiembre de 1978 a julio de 1980. Por aquellos ayeres tenía por ocupación formal terminar la secundaria; sin embargo, a lo que más le dedicaba tiempo de calidad era a jugar fútbol americano y a leer novelas. Liniero desde categorías infantiles, ocupaba la posición de GI en los Tecos. Acababa de descubrir en casa de sus tíos varios títulos de Luis Spota —en realidad Luis Mario Cayetano Spota Saavedra Ruotti Castañares, ¡pobre!—. El lector solía meter de contrabando a la benemérita Escuela Secundaria Técnica #14 el ejemplar que andaba leyendo y dividir desequilibradamente sus atenciones entre las guasas y diabluras de los compañeros, la plétora de encantos de las compañeras, las distintas clases y la novela que estuviera leyendo. Sin estar del todo seguro, el lector cree que pudo haber sido cuando se entrometía en las aventuras del príncipe Ugo Conti —Casi el paraíso— o tal vez el episodio sucedió alguna de las mañanas en las que devoraba El rostro del sueño, una novedad editorial que pronto habría de convertirse en bestseller, como muchos de los libros de Spota. Corrían tiempos en los que editorial Grijalbo vendía caudales de ejemplares del novelista en los grandes supermercados. Además, debió de ser temporada de alegre consumo. Él no lo recuerda bien, pero cotejando fechas se deduce que por aquellos años en México mucha gente andaba con la idea de que se vivía una bonanza económica, gracias al petróleo y en buena medida por influjo de quien despachaba como presidente del país, un señor que también, por cierto, escribía novelas, como su abuelo: José Guillermo Abel López Portillo y Pacheco, nieto del escritor —él sí tapatío— José López Portillo y Rojas. Bueno, el caso fue que en una de las clases de la materia de Español, ya en tercer grado, el buen profesor a cargo —¡es una vergüenza que el lector haya olvidado por completo el nombre de aquel bienaventurado docente!, falta por la cual ruega lo disculpen— lo descubrió perfectamente embrujado por la lectura y en consecuencia sin prestar la menor escucha a su cátedra. No sólo fue comprensivo e indulgente, fue benévolo primero, decisivo después. El maestro le dijo que estaba muy bien que pudiera mandar el mundo muy lejos cuando el lector leía y tomó el libro:
— Spota, eh… Bueno, está bien, pero… Al final de la clase te lo devuelvo –y confiscó el volumen por los minutos restantes de la clase. Al término, efectivamente le regresó al infractor alumno su libro y se tomó un rato para recomendarle algunos otros. A la memoria casi sexagenaria del lector no acuden todos los títulos, pero con absoluta certeza sí uno:
— Tienes que leer De perfil, te vas a divertir mucho.
El recuerdo acude fácil porque el lector hizo caso del consejo y pronto, en las siguientes navidades —que como el lector (no el personaje de este texto, sino usted, el lector de este) recordará coinciden con su cumpleaños— tuvo la fortuna de que un tío suyo le regalara una visita al departamento de libros de Liverpool para que escogiera diez títulos. El lector no se puede acordar de todos —El Mono desnudo de Desmond Morris, Siddartha de Hess, Días de combate de PIT II…—, pero sin duda uno de ellos fue De perfil, la segunda novela de José Agustín. Y sí, desde la primera ocasión que la leyó al lector le resultó muy divertida. Poco después el lector consiguió La tumba y de esa lectura sacó en claro que también era muy divertido realizar la contraparte: escribir. Como Gabriel Guía, protagonista de La tumba, quien se decidió un buen día: “… decidí trabajar literariamente. Escribir una novela”.
¡Larga vida, Pep Coke Gin!
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