La metapsicología de Freud es un intento…
de develar e interrogar, la terrible necesidad de
la conexión interior entre civilización y barbarie,
progreso y sufrimiento, libertad e infelicidad
—una conexión que se revela a sí misma finalmente
como aquella existente entre Eros y Tánatos—.
Herbert Marcuse, Eros y Civilización.
Luego de cinco años de violencia desenfrenada en la que participaron treinta estados nacionales, con la entrada en vigor del Tratado de Versalles, en enero de 1920 se formalizó el fin de la Gran Guerra. El conflicto armado —dado que habría de sucederle una Segunda, pocos años después la historiografía occidental lo llamaría Primera Guerra Mundial— había iniciado en julio de 1914, con la declaración de guerra austrohúngara al Reino de Serbia. La conflagración significó la muerte violenta de alrededor de cuarenta millones de seres humanos, considerando gente armada y desarmada. Uno de los bandos hostiles, el lidereado por las llamadas Potencias Centrales —el Reino de Bulgaria y los Imperios otomano, alemán y austrohúngaro—, sacrificó poco más de cuatro millones de militares. Tan sólo al Imperio austrohúngaro, la guerra, que perdió, le costó más de 1.5 millones de soldados, además de cerca de medio millón más de civiles que fallecieron a causa de la hambruna y las enfermedades. El Imperio austrohúngaro perdió algo más, su existencia: en 1919 fue disuelto —tratados de Saint-Germain y Trianon—. Viena, su ciudad capital, sufrió grandes pérdidas: se estima que alrededor de sesenta mil soldados oriundos de la ciudad murieron en el conflicto.
Aquel mismo año, 1920, un prominente vecino de Viena —quizá para entonces ya con nacionalidad austriaca, aunque había nacido en un lugar, Příbor, que ahora era parte de la República Checa—, el doctor Sigmund Freud (1856-1939) publicó un ensayo cuyo primer borrador había terminado en marzo del año anterior: Más allá del principio del placer. Se trata de uno de sus escritos teóricos, metapsicológicos, más importantes; en palabras de James Strachey, el texto “inaugura la fase final de sus concepciones”. Freud sugiere que la compulsión de repetición que experimentamos todas las personas es una manifestación de la pulsión de muerte, en la que el sujeto se ve impulsado a revivir experiencias dolorosas como una forma de deshacer la tensión acumulada y, en última instancia, regresar a un estado absoluto de equilibrio, es decir, la muerte. La repetición de lo traumático o desagradable sería entonces una vía inconsciente hacia la descarga de esta pulsión. Es en Más allá del principio del placer que Freud plantea por vez primera la polaridad entre Eros y Tánatos. Con todo, conviene apuntar que el fundador de la teoría psicoanalítica jamás le asignó un nombre mitológico específico a la pulsión de muerte, como sí hizo con la pulsión de vida, a la que llamó Eros; aunque exploró profundamente el concepto, se refirió a esta pulsión generalmente como Todestrieb, “pulsión de muerte”, jamás como Tánatos. Y, me parece, tenía razón para no hacerlo…
Mientras que, según la versión más antiguas, Eros es una de las deidades primordiales, Tánatos —no confundir con el Tártaro, el Inframundo— apareció en la escena cósmica mucho después. En efecto, según los mitos más arcaicos Eros surgió del huevo original parido por la oscura Noche, o bien proviene directamente del Caos junto con Gea —la Tierra—, es decir, llegó al mundo incluso antes que Urano —el Cielo—. Por lo demás, al poderío de Eros se someten todos:
En primer lugar, existió el Caos. Después Gea, la de amplio pecho… Por último, Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los dioses y todos los mortales el corazón y la sensata voluntad en sus pechos…
Hesíodo, Teogonía.
Este es el Eros al que se refiere Freud como la pulsión opuesta a la pulsión de muerte. La figuración de Eros como un dios niño, travieso y alado, más artística que mitológica, es posterior y seguramente corresponde a otros Eros —particularmente el hijo de Hermes y Artemisa—. Tampoco se trata del Eros que presenta Diotima de Mantinea en voz de Sócrates (Platón, El Banquete). El Eros que opone Freud a la pulsión de muerte es el primordial.
Por su parte, Tánatos ni siquiera es propiamente una deidad, sino apenas un daimon, un genio (Pierre Grimal, Diccionario de Mitología); alado, cierto, pero sólo un humilde genio. Como su hermano gemelo de Hipnos, el Sueño, es hijo de la Nix…
Parió la Noche al maldito Moros, a la negra Ker y a Tánatos; pero también a Hipnos —el dios del acto de dormir— y engendró a la tribu de los Sueños —los Óneiroi, personificaciones de los sueños de los durmientes—…
Hesíodo, Teogonía.
Hypnos y Tánatos, William Waterhouse, 1874.
Peor, el genio de la muerte ni siquiera alcanzó a tener un mito propiamente dicho, “sino cuentos populares imaginados fuera de todo sistema mítico”, recalca Grimal. Por ejemplo, su aparición en la Ilíada es muy modesta; de hecho, sólo es mencionado junto con su mellizo y su actuar jamás es narrado por Homero. En el Canto XVI, Zeus ordena a Apolo que, una vez que lo haya lavado en un río y purificado con ambrosía, entregue el cadáver de su hijo Sarpedón —a quien dio muerte Patroclo— a…
… los veloces cosarios, los hermanos gemelos el Sueño y la Muerte, que pronto dejarán en las fértiles tierras de Licia su cuerpo, y sus deudos y hermanos podrán enterrarlo en un túmulo bajo un cipo, pues tales honores a un muerto se deben.
Rebaja, pues, a Hipnos y Tánatos al rol de cosarios funerarios, es decir, mandaderos. Por lo demás, en el contexto de la cosmovisión griega antigua, Tánatos —la muerte natural, a la que llegaremos tarde que temprano todos los mortales nada más por vivir— aparece totalmente opacado frente a dos de sus hermanas, Némesis, “azote de los hombres mortales” y a “la astuta Eris” —Hesíodo dixit—.
En Más allá del principio del placer, Freud estableció que “… la libido de nuestras pulsiones sexuales coincidiría con Eros… que cohesiona todo lo viviente”, mientras que equiparó las pulsiones de destrucción con la muerte… Considerando la capacidad organizar hecatombes que tenemos los humanos, Tánatos quedaba corto.
Maxmilián Pirner, El nacimiento de Eros. |
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