Para cerrar el segundo milenio después de Cristo, en los noventas, millardos y millardos de palabras se transmitieron por la mediósfera para convencernos de que la globalización no era una opción sino un hecho consumado: todos habitábamos ya la Aldea Global. El mundo es uno y es el fin del sendero; no solamente todos van al mismo sitio, sino que después no hay nada más: en 1989, Fukuyama decreta el fin de la historia, “el punto final de la evolución de la humanidad y la universalización de la democracia liberal como la forma final de gobierno humano”. Dólares, bites y votos: en el planeta Tierra nada más cabe Occidente y adelante no queda otra cosa. Pero pronto el colofón de la historia mostró que podía contener capítulos y que uno de ellos no nos iba a gustar: desde algún lugar del sureste mexicano, el subcomediante Marcos suelta la pipa y postula: “la globalización está en crisis y todos habremos de pagar los costos... El capitalismo se vuelve profundamente democrático”. Bueno, y si no te gusta, ¿para dónde corres? Acorralado, José Saramago, con todo y su Nobel, se lamenta: “Este mundo no sirve, que venga otro. / Ya hace mucho que andamos por aquí /A fingir razones suficientes”.
Una de las anclas que permiten mantenerse en este mundo: la pila de libros que te aguardan, los que aún no has leído. Entre ellos, sus diferencias: algunos son más prometedores que otros, aquel quizá termine resultando más un compendio de sorpresas, aunque seguramente alguno no pasará de la puritita decepción, y otro de encuentro mediocre que no te dejará ni siquiera un mal recuerdo... Pero entre el que va a gustarte y aquellos varios que a duras penas lograrán mantener vivo el ánimo para que llegues a sus últimas páginas, quizá habrá uno que de verdad te atrape. Lamentablemente, eso ocurre esporádicamente..., y quizá para algunos, en casos definitorios, nunca: José Emilio Pacheco, fatalista, se pronostica a sí mismo: “Lo compré hace muchos años. Pospuse su lectura para un momento que no llegó jamás. Moriré sin haberlo leído. Y en sus páginas estaba el secreto y la clave”.
Quizá sea una cuestión de sintonías, de sincronías, o mejor: de sincronía de sintonías entre el texto y esa otra abstracción, el lector, quien precisamente serás tú, tú para ese libro, tú ahí entonces. Si sucede la apropiación de lo que el lenguaje carga a cuestas página a página, si tú lector vives la percepción del mundo desde ese discurso, el libro te atrapará porque la realidad, tu realidad a partir de su lectura, se volverá incompleta sin la organización del mundo que ese texto propone: tu explicación de todo se ensancha. Lo dicho resulta mucho más pertinente cuando el libro carga a cuestas una novela o en general una pieza narrativa... “Todo relato, imaginario o no, presta luz a la verdad”, reza el aforismo de Rumi.
Julian Barnes (Leicester, 1946) es un inglés que me cae muy bien porque ha publicado varias pruebas de que la erudición no tiene porque distanciarse de la creatividad, es más, de que incluso la filología puede ser pre-texto de la creación literaria. Barnes, y se agradece, remarca el hecho de que la literatura no tiene una sola lectura, un solo significado: una buena novela testimonia siempre que el mundo nunca es uno. Si no, nomás dispénsale un par de tardes a El loro de Flaubert (Anagrama). Y, desde la otra cara del mismo espejo, en Una historia del mundo en diez capítulos y medio (Anagrama) subraya: la explicación de la realidad nunca se agota en una versión, el mundo pues no cabe en una sola historia. Y lo dicho vale inclusive para las grandes historias, para los llamados grandes mitos: un polizón en el Arca de Noé puede perfectamente contarnos su versión del los hechos, aunque apenas sea una termita. De hecho, Barnes nos recuerda que cuando únicamente dispones de una exégesis de lo ocurrido, deberías preocuparte, porque al menos una facultad te estaría sobrando: “había dos explicaciones de todo..., ambas exigían el ejercicio de la fe... y se nos había dado el libre albedrío para que pudiésemos elegir entre una de las dos”. Hoy que todo parece estar ya escrito, hoy que para todos ya se tiene proscrita una calamidad global, bien nos convendría releer Una historia del mundo en diez capítulos y medio para recordarnos que si queremos escapar de la fatalidad pronosticada, sólo hay un camino y ese pasa por la imaginación: “la cuestión es ésta: no que el mito nos remita a algún suceso original que ha sido transcrito fantásticamente a medida que pasaba por la memoria colectiva; sino que nos remite al futuro, a algo que sucederá, que tiene que suceder”.
1 comentario:
El quid del asunto es, tal vez, que la realidad, los textos, las cosas, no "tienen" un sentido. Sino que el sentido se lo ponemos nosotros. Nuestra "gracia" como seres racionales es que precisamente le ponemos un sentido a la realidad en la que estamos caídos (Heidegger dixit).
En este sentido, la obra que para algunos pueda ser sencillamente la historia de alguien que se debatió entre la flauta y el tambor de hojalata, tal vez para otros es la de una república (alemania) que oscilaba entre Weimar (la flauta) y el nacismo (el tambor), y que finalmente se sumergió en el ruido repetitivo, marcial, aturdidor, de un sistema político opresivo como el encarnado por Hitler. Y tal vez para otro es la historia de...
¿Las lecturas son excluyentes? ¿Qué es el libro en realidad, en esencia? Es todo eso y más. Precisamente porque no "es" algo estático, dado, inmutable (como la idea platónica), sino una interpretación que alguien hace de algo. Interpretación que puede ser nuevamente hecha por la misma persona en otro momento de su existencia, o por otras, en otro tiempo-espacio.
Publicar un comentario