Camino sobre Madero: de Eje Central rumbo al Zócalo. Voy en pos del título más barato que pueda encontrar de Le Clézio. Un concierto de los Pretenders me aisla de todo, así que casi llegando a la Gandhi me doy cuenta que la calle se ha vuelto peatonal. Lunes, son las tres de la tarde, y no entiendo el milagro. Me quito los audífonos y el estruendo de la consigna aparece:
— ¡Marcela fuera, Marcela!
El contingente se aproxima. Traen mantas que tachan al gobierno de Marcelo Ebrad de fascista. Serán unas quinientas personas. Portan retratos del jefe de Gobierno con bigotito a la Hitler. Aguardo a que se acerquen…
— ¡Marcela fuera, Marcela! ¡Marcela fuera, Marcela!
Uno de los acarreadores que viene al frente reparte entre los peatones algunos papeles. Se aproxima a mí y le pregunto:
— ¿Le dicen Marcela a Ebrad?
— No, es que queremos que renuncie Mancera, el procurador Mancera... –y voltea a ver a la raza que lo sigue...–, pero ya ves, pinche gente, no entiende nada.
— ¡Marcela fuera, Marcela! ¡Marcela fuera, Marcela!
Entro a la librería. Un par de chavas disfrazadas de ejecutivas neoyorquinas va saliendo; una le dice a la otra: — ¿Ya ves?, te dije que dicen que Ebrad es gay.
En la Gandhi ningún libro tiene precio, hay que preguntar por el de cada uno a los chavos de camisa amarilla; ellos escanean el código de barras y te informan. Explican que van a reetiquetar todos porque ahora sí viene el precio único… A ver, llevan semanas con la misma.
— ¿Y qué onda, han bajado las ventas? ¿Ya llegó aquí la crisis global?
— Pss, te diré… más o menos –me responde un dependiente con facha de anacoreta–. Lo bueno es que ahorita hay un chorro de bestsellers.
La lista del top-four en esa librería confirma que Stephenie Meyer aquí también es hoy la reina y señora de la letra impresa: Eclipse en primer lugar, seguido de Luna Nueva, Crepúsculo y luego Amanecer, todas novelas de la Meyer. Stephenie es una gringa que acaba de cumplir 35 años. Estudió letras inglesas en la Universidad de Brigham Young, en Utah, una escuela en la que cada uno de sus casi 40 mil alumnos tuvo que haber jurado un código de honor que, entre otras cosas, los condiciona a ser castos y a no meterse ni drogas ni alcohol ni tabaco ni café, vamos, ni siquiera una taza de té. Las mujeres tienen que usar faldas que por lo menos cubran sus rodillas y los hombres tienen que pedir un permiso para dejarse la barba. Claro, la UBY pertenece a una organización religiosa, en particular, a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, mejor conocida como Iglesia Mormona. Estos amigos, unos 14 millones nada más en Estados Unidos, consideran que ellos sí que siguen las enseñanzas de Jesús de Nazaret, es más, aducen que el mismo Cristo los guía por revelación directa a su Presidente de la Iglesia en turno.
En 2008, Twilght resultó el bestseller mundial; su saga ha vendido cerca de 50 millones de copias en todo el orbe, y hoy puede leerse en 37 idiomas. Y según la Mayer, todo comenzó con un sueño, igualito que la Iglesia Mormona a la que ella misma pertenece. En 1820, el púber Joseph Smith Jr. tuvo una revelación: en encuentro onírico, Cristo le tiró la neta; Smith tenía 14 años de edad y se convirtió el primer profeta de su propia iglesia. Por su parte, Stephenie cuenta que el 2 de junio de 2003 soñó la historia —protagonizada por una adolescente humana, Bella para no dejar duda de sus principales atributos, de quien un joven vampiro se enamora—, a partir de la cual tramaría Crepúsculo y las novelas que le siguen; tres meses despúes, dice, terminó de escribir el primer libro.
Si de etiquetar se trata, usemos una: dark romance. Los libros de la Meyer constituyen un ejemplazo del éxito editorial que puede tener una obra dirigida a un target group desatendido, en este caso, las lectoras púberes y adolescentes del Occidente globalizado. Pero no sólo, como el del mago Potter, el fenómeno Crepúsculo viene a sumarse al montón de evidencias de que uno de los perfiles definitorios de la cultura occidental contemporánea es el de la infantilización.
— ¿O sea que la Mayer está llenando las librerías de chavitas de secundaria, no? –cuestiono al anacoreta de camisa amarilla.
— Pss, te diré…, sí y no, porque pss también se la llevan muchas chavas ya bastante más maduritas. Y, ¿sabes qué?, a los gays también les gusta la onda de los vampiros.
— No he leído Crepúsculo, pero entiendo que son vampiros heterosexuales, ¿no?
— Pss, te diré…, ya ni con los personajes de novela se sabe… –me dice echando la mirada a la calle…
Los manifestantes vienen de regreso…: — ¡Marcela fuera, Marcela! ¡Marcela fuera, Marcela!
Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.
martes, 24 de febrero de 2009
domingo, 22 de febrero de 2009
Los grillos que aún cantan
Así como la más perversa de las mentiras del diablo es hacernos creer que no existe, probablemente la más trampera de las chapuzas del priísmo histórico ha sido dejar correr la ilusión colectiva de que su forma de hacer política, la grilla, fue democráticamente sepultada en el siglo pasado. Quesque desde el 2000 entramos francotes a la “normalidad democrática”, según el eufemismo acuñado por el único presidente de la República que el IPN nos ha dado. Quesque el país de los polacos mexicas quedó atrás. Si en enero de 1994 los neozapatistas boicotearon desde algún lugar de los Altos de Chiapas la entrada de México al Primer Mundo, llegamos al siglo XXI con la creencia trepada en botas de charol de que, nomás sacando al PRI de Los Pinos, todos los males nacionales, empezando por los políticos, serían superados.
En La Silla del Águila (Alfaguara, 2003), Carlos Fuentes lanzó la mirada al 2020. El Anciano del Portal, un expresidente mítico, aparece en un café veracruzano grillando a la distancia y dictando cátedra respecto a los usos y costumbres del sistema político mexicano, los mismos que después de julio del 2000 no hemos logrado redefinir: “Para conservar las costumbres, violemos las leyes”. La Silla del Águila es una novela epistolar; se estructura en 69 cartas y un monólogo. Destinatarios y firmantes tienen en común la lucha por el poder, desde el mero preciso hasta el más rascuache de sus secretarios.
En El rencor (Planeta, 2006), Fabrizio Mejía Madrid no encuadra los altos rangos, más bien da cuenta de la tropa que los sostiene, mientras duran, y de los políticos de medio pelo que han podido amasar fortunas ejerciendo el musculo de la tranza y el cochupo: “Se hizo Estado con los taimados que fraguaban sus negocios en la sombra depositándose en sus cuentas bancarias el presupuesto federal, estatal y municipal”. De hecho, si me apuran, en justicia quizá habría que decir que el gran tema de la novela es la corrupción, como sistema y como destino obligado de quienes lo apuntalan: “La madurez, maestro, es un proceso de decepción acompañado de más degradación física y la ilusión de que uno finalmente sabe lo que es la madurez”, dice el protagonista de El rencor, Max Urdiales, miembro de las fuerzas vivas del Partido, universitario de fachada y porro en los hechos: “En México, las porras no comenzaron en el deporte sino en la Cámara de Diputados”. Urdiales se coló a las filas del PRI de la única forma posible: a la sombra un padrino, el Licenciado –con mayúscula, faltaba más– Laureano X. Vidal–, un prototípico grillo posrevolucionario: torturador de los enemigos de México, carambolero de varias bandas a la hora de ordeñar el erario e ideólogo de restaurante: “El Partido no es una ideología, compañero… Es una práctica por la práctica misma; después de todo somos un partido no para ganar el poder, sino para no perderlo”.
La referencia que establece Mejía Madrid en El rencor con Pedro Páramo es, desde el primer epígrafe, a carta abierta. La misteriosa “comisión” con que el Partido saca de la banca a Urdiales se va develando como la búsqueda de su pater politicus, el fantasmal y “lauriadito” Licenciado X. Si bien la novela no pasa de ser lo que se propone, es decir, una parodia de una gran obra, el libro está bien escrito y plagado de humor negro y de certeros autorretratos hablados de la política mexicana: el alcalde de un recóndito municipio anegado en aguas negras explica el método compartido: “Usted sabe cómo es la política: dejar que la gente luche para quedarse como estaba. A eso le llaman victoria y se aplacan por un rato”. Desencantados pero mañosos, los grillos cantan, cínicos, sus triunfos –“El éxito en México no equivale a la victoria sino al aguante. Es por eso que siempre ganamos”–, y lo hacen sin ningún sentimiento de culpa, porque de verdad creen que México los necesita: “El papel de un político es dar esperanzas. El papel de las multitudes es creer en él. Este país funciona con dos columnas: la fe y el engaño”.
En la medida que tiene muchos cantos, conviene leer El rencor. Por ejemplo, su generoso surtido de consejas lo hace un anti manual del político profesional: “en política el cuello se pierde por la lengua”, al tiempo que la inteligencia irreverente que cunde en sus páginas permite un repaso a vuelo de pájaro de la historia reciente del país: “La Revolución había terminado como una mala borrachera travestida: los líderes se asesinaron entre sí, y los demás se fueron agotando de ser un día maderistas, otro día convencionistas, otro más obregonistas, villistas o zapatistas, callistas, después, y del presidente en turno cada seis años".
En La Silla del Águila (Alfaguara, 2003), Carlos Fuentes lanzó la mirada al 2020. El Anciano del Portal, un expresidente mítico, aparece en un café veracruzano grillando a la distancia y dictando cátedra respecto a los usos y costumbres del sistema político mexicano, los mismos que después de julio del 2000 no hemos logrado redefinir: “Para conservar las costumbres, violemos las leyes”. La Silla del Águila es una novela epistolar; se estructura en 69 cartas y un monólogo. Destinatarios y firmantes tienen en común la lucha por el poder, desde el mero preciso hasta el más rascuache de sus secretarios.
En El rencor (Planeta, 2006), Fabrizio Mejía Madrid no encuadra los altos rangos, más bien da cuenta de la tropa que los sostiene, mientras duran, y de los políticos de medio pelo que han podido amasar fortunas ejerciendo el musculo de la tranza y el cochupo: “Se hizo Estado con los taimados que fraguaban sus negocios en la sombra depositándose en sus cuentas bancarias el presupuesto federal, estatal y municipal”. De hecho, si me apuran, en justicia quizá habría que decir que el gran tema de la novela es la corrupción, como sistema y como destino obligado de quienes lo apuntalan: “La madurez, maestro, es un proceso de decepción acompañado de más degradación física y la ilusión de que uno finalmente sabe lo que es la madurez”, dice el protagonista de El rencor, Max Urdiales, miembro de las fuerzas vivas del Partido, universitario de fachada y porro en los hechos: “En México, las porras no comenzaron en el deporte sino en la Cámara de Diputados”. Urdiales se coló a las filas del PRI de la única forma posible: a la sombra un padrino, el Licenciado –con mayúscula, faltaba más– Laureano X. Vidal–, un prototípico grillo posrevolucionario: torturador de los enemigos de México, carambolero de varias bandas a la hora de ordeñar el erario e ideólogo de restaurante: “El Partido no es una ideología, compañero… Es una práctica por la práctica misma; después de todo somos un partido no para ganar el poder, sino para no perderlo”.
La referencia que establece Mejía Madrid en El rencor con Pedro Páramo es, desde el primer epígrafe, a carta abierta. La misteriosa “comisión” con que el Partido saca de la banca a Urdiales se va develando como la búsqueda de su pater politicus, el fantasmal y “lauriadito” Licenciado X. Si bien la novela no pasa de ser lo que se propone, es decir, una parodia de una gran obra, el libro está bien escrito y plagado de humor negro y de certeros autorretratos hablados de la política mexicana: el alcalde de un recóndito municipio anegado en aguas negras explica el método compartido: “Usted sabe cómo es la política: dejar que la gente luche para quedarse como estaba. A eso le llaman victoria y se aplacan por un rato”. Desencantados pero mañosos, los grillos cantan, cínicos, sus triunfos –“El éxito en México no equivale a la victoria sino al aguante. Es por eso que siempre ganamos”–, y lo hacen sin ningún sentimiento de culpa, porque de verdad creen que México los necesita: “El papel de un político es dar esperanzas. El papel de las multitudes es creer en él. Este país funciona con dos columnas: la fe y el engaño”.
En la medida que tiene muchos cantos, conviene leer El rencor. Por ejemplo, su generoso surtido de consejas lo hace un anti manual del político profesional: “en política el cuello se pierde por la lengua”, al tiempo que la inteligencia irreverente que cunde en sus páginas permite un repaso a vuelo de pájaro de la historia reciente del país: “La Revolución había terminado como una mala borrachera travestida: los líderes se asesinaron entre sí, y los demás se fueron agotando de ser un día maderistas, otro día convencionistas, otro más obregonistas, villistas o zapatistas, callistas, después, y del presidente en turno cada seis años".
miércoles, 18 de febrero de 2009
La historia aterrizada
A finales del año pasado comenzó a circular una obra magnífica: el Atlas histórico de México de Enrique Florescano y Francisco Eissa (Aguilar, 2008). La edición constó de diez mil ejemplares, un tiraje que, para los hábitos de consumo que tenemos en este país, debe considerarse más que abultado, no sólo para un libro de lujo, como es el caso, sino para cualquiera. Pues con todo y los pronósticos de los catastrofistas moderados y de los catastrofistas a secas, con todo y que se vende en 600 pesotes, a mediados de enero el Atlas… se había agotado ya en muchas librerías.
La coordinación editorial del proyecto se debe a Gerardo Mendiola Patiño (El País-Aguilar): el resultado es loable. Gran formato, pasta dura, guardas y solapas, fina encuadernación, papel de primera e impresión rebasada a todo color en sus más de 260 páginas. El diseño editorial, espléndido; una diagramación a libro abierto, inteligente y atinada, que en todo momento prioriza el objetivo de la obra: “forjar… una visión espacial y territorial de los procesos históricos, políticos, económicos, sociales y culturales ocurridos en el país”. Efectivamente, no se trata de un libro de historia con algunos mapas, sino de un análisis territorial de los procesos históricos que han venido conformando a México. La columna vertebral del libro la constituyen representaciones gráficas del territorio nacional en distintos momentos históricos y alusivas a diferentes temas. Más de veinte croquis y planos, otros tantos ejemplos de cartografía antigua, y casi un centenar de mapas temáticos, realizados ex profeso y con atributos técnicos –proyección, escala, composición, etcétera– que cimientan la homogeneidad del Atlas… Además del material cartográfico, la obra se enriquece con una generosa dotación de fotografías, ilustraciones, reproducciones de pinturas y un abanico de iconografía. Alrededor de tres cuartas partes del libro corresponden al componente gráfico; el resto, los textos, relevantes y organizados creativamente: cronologías, fichas biográficas, recuadros temáticos, en fin, información organizada modularmente.
El Atlas histórico de México se estructura en ocho apartados. El primero alude a las características físicas del territorio nacional, mientras que los siete siguientes se refieren a sendas etapas históricas.
Del capítulo correspondiente a la época anterior a la llegada de los españoles destaco, además de su belleza editorial, el esfuerzo por mostrar tanto el desarrollo como la enorme diversidad cultural de los pueblos nativos de Mesoamérica, desde el poblamiento del continente, hace al menos unos 15 mil años, hasta la relación del imperio mexica con otros señoríos; la segmentación, por supuesto, obedece tanto a cortes sincrónicos como a la identidad de cada civilización, sin embargo, los autores consiguen exponer parte del entramado de relaciones que, a la postre, vendría a integrarse en la construcción de la identidad de la nación –por ejemplo, el rol de la fauna en la cosmovisión precortesiana–. La Conquista se aborda desde el descubrimiento de América hasta el establecimiento de la Nueva España. Enseguida, el análisis que se presenta supera con mucho el tradicional tono de tragedia mitificada con que el nacionalismo mexicano se fue consolidando desde la Reforma y especialmente luego de la Revolución Mexicana. En el subapartado sobre Virreinato el Atlas… consigue minar la visión monolítica y reduccionista de los tres siglos del período colonial, para mostrar los más importantes procesos de mestizaje de las varias tradiciones culturales que confluyeron en el espacio que hoy ocupa México. Para referir la Guerra de Independencia, Florescano apuesta por un enfoque de análisis que planta en primer plano las condicionantes espaciales de lo ocurrido. En cuanto al siglo XIX, el criterio que subyace es el del proceso de integración territorial en que devino la confrontación entre los proyectos nacionales que entonces se enfrentaron, no sólo al interior del país sino también en su relación con el mundo. Consecuente con el espíritu de la obra, el siguiente capítulo presenta la configuración regional de los movimientos que luego se etiquetarían como la Revolución Mexicana. El 20% final del libro se dedica al México moderno, desde la década de los treinta hasta la actualidad: Monsiváis y Felipe Calderón, a ellos se dedican las dos últimas fotografías de personajes que aparecen en la obra.
El alcance y la calidad que consigue el Atlas Histórico de México se deben en mucho a la suma de esfuerzos y la integración de fuentes. Para hacer posible este aterrizaje de nuestra historia participaron la UNAM, Fomento Cultural Banamex, el INAH, entre otros, y en sus páginas se dan cita materiales de la Conabio, el Archivo Clío, el INBA y el INEGI.
Certero, Luis Villoro apuntó que “una época histórica dura lo que dura la primacía de su figura de mundo”. Así, si queremos realmente cambiar de página, es obligado resignificar los procesos históricos a través de los cuales se ha formado nuestra identidad espacial. Pero sin georreferenciar lo sucedido, la historia sencillamente no aterriza.
La coordinación editorial del proyecto se debe a Gerardo Mendiola Patiño (El País-Aguilar): el resultado es loable. Gran formato, pasta dura, guardas y solapas, fina encuadernación, papel de primera e impresión rebasada a todo color en sus más de 260 páginas. El diseño editorial, espléndido; una diagramación a libro abierto, inteligente y atinada, que en todo momento prioriza el objetivo de la obra: “forjar… una visión espacial y territorial de los procesos históricos, políticos, económicos, sociales y culturales ocurridos en el país”. Efectivamente, no se trata de un libro de historia con algunos mapas, sino de un análisis territorial de los procesos históricos que han venido conformando a México. La columna vertebral del libro la constituyen representaciones gráficas del territorio nacional en distintos momentos históricos y alusivas a diferentes temas. Más de veinte croquis y planos, otros tantos ejemplos de cartografía antigua, y casi un centenar de mapas temáticos, realizados ex profeso y con atributos técnicos –proyección, escala, composición, etcétera– que cimientan la homogeneidad del Atlas… Además del material cartográfico, la obra se enriquece con una generosa dotación de fotografías, ilustraciones, reproducciones de pinturas y un abanico de iconografía. Alrededor de tres cuartas partes del libro corresponden al componente gráfico; el resto, los textos, relevantes y organizados creativamente: cronologías, fichas biográficas, recuadros temáticos, en fin, información organizada modularmente.
El Atlas histórico de México se estructura en ocho apartados. El primero alude a las características físicas del territorio nacional, mientras que los siete siguientes se refieren a sendas etapas históricas.
Del capítulo correspondiente a la época anterior a la llegada de los españoles destaco, además de su belleza editorial, el esfuerzo por mostrar tanto el desarrollo como la enorme diversidad cultural de los pueblos nativos de Mesoamérica, desde el poblamiento del continente, hace al menos unos 15 mil años, hasta la relación del imperio mexica con otros señoríos; la segmentación, por supuesto, obedece tanto a cortes sincrónicos como a la identidad de cada civilización, sin embargo, los autores consiguen exponer parte del entramado de relaciones que, a la postre, vendría a integrarse en la construcción de la identidad de la nación –por ejemplo, el rol de la fauna en la cosmovisión precortesiana–. La Conquista se aborda desde el descubrimiento de América hasta el establecimiento de la Nueva España. Enseguida, el análisis que se presenta supera con mucho el tradicional tono de tragedia mitificada con que el nacionalismo mexicano se fue consolidando desde la Reforma y especialmente luego de la Revolución Mexicana. En el subapartado sobre Virreinato el Atlas… consigue minar la visión monolítica y reduccionista de los tres siglos del período colonial, para mostrar los más importantes procesos de mestizaje de las varias tradiciones culturales que confluyeron en el espacio que hoy ocupa México. Para referir la Guerra de Independencia, Florescano apuesta por un enfoque de análisis que planta en primer plano las condicionantes espaciales de lo ocurrido. En cuanto al siglo XIX, el criterio que subyace es el del proceso de integración territorial en que devino la confrontación entre los proyectos nacionales que entonces se enfrentaron, no sólo al interior del país sino también en su relación con el mundo. Consecuente con el espíritu de la obra, el siguiente capítulo presenta la configuración regional de los movimientos que luego se etiquetarían como la Revolución Mexicana. El 20% final del libro se dedica al México moderno, desde la década de los treinta hasta la actualidad: Monsiváis y Felipe Calderón, a ellos se dedican las dos últimas fotografías de personajes que aparecen en la obra.
El alcance y la calidad que consigue el Atlas Histórico de México se deben en mucho a la suma de esfuerzos y la integración de fuentes. Para hacer posible este aterrizaje de nuestra historia participaron la UNAM, Fomento Cultural Banamex, el INAH, entre otros, y en sus páginas se dan cita materiales de la Conabio, el Archivo Clío, el INBA y el INEGI.
Certero, Luis Villoro apuntó que “una época histórica dura lo que dura la primacía de su figura de mundo”. Así, si queremos realmente cambiar de página, es obligado resignificar los procesos históricos a través de los cuales se ha formado nuestra identidad espacial. Pero sin georreferenciar lo sucedido, la historia sencillamente no aterriza.
miércoles, 11 de febrero de 2009
El tiempo real, una fantasía
Haruki Murakami (Kyoto, 1949): un tipo que se aventó la puntada de correr su primer ultramaratón —¡nada más 100 kilómetros!— a los 47 años de edad, un escritor que ha demostrado que puede mantener tensión narrativa en composiciones de gran aliento —Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, quizá su obra maestra, supera las 900 páginas—, regresa después de su maravillosa Kafka en la orilla (2002) con una novela de mucho menos grosor y con una historia más bien sencilla: After dark (2008; la primera edición, en Japón, data de 2004, y la traducción al inglés apenas de 2007). ¿Sencillo Murakami? Ciertamente, pero no en el sentido de ingenuidad, en lo absoluto, mucho menos de candidez; sencilla más bien la historia, sin artificios ni rebuscamientos; sin embargo, el asunto complejo, profundo y experimental, incluso osado, el novelista: resulta que el japonés apuesta ahora por una novela en tiempo real.
After dark comienza a las 11:56 pm; lo sabemos porque el gráfico de un reloj analógico, minutero y manecilla de horario, así lo indica. Mari Asai, la adolescente que protagoniza el libro, está en un restaurante de comida rápida y, sin dormir, pasará toda la noche fuera de su casa. El último capítulo de la novela inicia a las 6:52 am del día siguiente. Así, Murakami nos entrega una novela que a lo largo de poco más de 250 páginas da cuenta de lo ocurrido durante poco más de siete horas. “Perfil de una gran ciudad. Captamos esta imagen desde las alturas, a través de los ojos de un ave nocturna que vuela muy alto”. Descaradamente, Murakami inicia y cierra echando mano de un recurso cinematográfico, la cámara aérea —¿cómo no recordar el íncipit de American Beauty (1999)?—, y de ahí en adelante el narrador continuamente nos pide observar desde tal o cual perspectiva, a través de determinada lente, variando ángulos y acercamientos, de tal suerte que incluso llega a conseguir el efecto de la cámara subjetiva, con lo que, tratándose de una novela, incorpora al lector a la trama como el fisgón necesario: sabemos que algo ocurre porque alguien lo presencia y va a contarlo, y viceversa: “En el espacio de tiempo que en que hemos tenido los ojos apartados de la habitación (han transcurrido dos horas desde nuestra marcha)…” suceden cosas que no pueden ser narradas porque nadie estuvo ahí para testimoniarlas. Y, claro, para conseguir la experiencia de la narración en tiempo real, Murakami también tiene que conceder espacios a Cronos, al tiempo sin relevancia: en algunos tramos, el narrador se limita a describir, para que se sucedan momentos sin acción: “El tiempo trascurre, pero no sucede nada”. ¿Será?
Como ocurre en Tokio Blues (1987) y Sputnik, mi amor (1999), After dark rebosa música; la primera rola mentada, Go Away Little Girl, de Percy Faith, acompaña la travesía de la joven Mari Asai: pocos metros, mucha experiencia. Takahashi, uno de los personajes que ayudarán a la joven a transcurrir a través de la noche, toca el trombón, claro, jazz “puro y desnudo”, y lo hace porque alguna vez compró un viejo LP de jazz, Blue-sette, desde cuya primera melodía de la cara A, Five Spot After Dark, el trombón de Curtis Fuller le encandiló el futuro. Y mientras Hall & Oates interpretan I Can´t Go for That presenciamos que las cosas no son jamás lo que aparentan y que nunca podemos estar seguros de lo que ocurre cuando no estamos ahí para atestiguarlo: Mari Asai sale del baño y nosotros, “al mirar con atención descubrimos que en el espejo todavía se refleja la imagen de Mari. Y la Mari del espejo está mirando hacia nosotros desde el otro lado”.
La hermana de Mari, Eri Asai, permanece en casa, lleva varios días profundamente dormida… La habitación de Eri Asai es el escenario en el cual Haruki Murakami nos obliga a ver que la fachada del sueño es siempre engañosa: durante los primeros minutos, el narrador se limita a describir por qué no pasa nada, aunque percibimos con él que algo va a pasar… El reloj digital da las cero horas, y ¡cuidado! en el Skylark, el barman advierte a Mari Asai: “… a medianoche, el tiempo transcurre de manera especial. Y es inútil oponerse a ello”. Y tiene razón.
Lo que les sucede a las hermanas Asai ocurre simultáneamente, conforme el lector lo va descubriendo; además, el dormitorio en apariencia tranquilo de Eri tiene su otra cara, su contraparte: “Se trata de una imagen que nos está llegando en tiempo real. Tanto en esta habitación como en la otra, el tiempo transcurre de manera equivalente. Las dos habitaciones están viviendo el mismo momento”.
Poco después de las 12:25 am aparecerá Kaoru, una ex luchadora que regentea el Alphaville, un hotel de paso expreso, apoyada apenas por dos ayudantes casi fantasmales Komugi y Kôrogi. Mari Asai entrará a ese recoveco de la realidad, en donde, como en la película homónima de Jean-Luc Godard, “no está permitido tener sentimientos profundos”. Y de nuevo, ahí también Murakami se saldrá con la suya para sembrar pruebas de que la realidad puede ser todo menos lo que muestra ser.
En la antología de cuentos de Murakami Sauce ciego, mujer dormida (también apenas en 2008 publicado en español por Tusquets) aparece un relato que probablemente sea el origen de After dark. Un detective sui generis trata de averiguar cómo es que un hombre desapareció entre el piso 24 y 26 del edificio de apartamentos en el cual habita; para hacerlo, se esfuerza en experimentar “una erosión del tiempo” justo en el sitio en el cual se esfumó aquella persona y busca “algo que tenga la forma de una puerta, o de un paraguas, o de un donut, o de un elefante. En cualquier lugar donde parezca que esto pueda hallarse”. Como otras de sus novelas, en After dark el japonés insiste en señalar que esto que llamamos realidad tiene muchos pliegues, varias caras y, sobre todo, que el paso entre dimensiones es posible, quizá a través de algo en forma de una puerta: “El punto de contacto del circuito que une los dos mundos experimenta violentas sacudidas. En consecuencia, también vacilan los contornos de su existencia. El sentido de la sustancia se va erosionando”.
Por lo demás, nada que defraude a los lectores de Haruki Murakami: una prosa limpia y elegante, jazz y gatos, siempre gatos.
After dark comienza a las 11:56 pm; lo sabemos porque el gráfico de un reloj analógico, minutero y manecilla de horario, así lo indica. Mari Asai, la adolescente que protagoniza el libro, está en un restaurante de comida rápida y, sin dormir, pasará toda la noche fuera de su casa. El último capítulo de la novela inicia a las 6:52 am del día siguiente. Así, Murakami nos entrega una novela que a lo largo de poco más de 250 páginas da cuenta de lo ocurrido durante poco más de siete horas. “Perfil de una gran ciudad. Captamos esta imagen desde las alturas, a través de los ojos de un ave nocturna que vuela muy alto”. Descaradamente, Murakami inicia y cierra echando mano de un recurso cinematográfico, la cámara aérea —¿cómo no recordar el íncipit de American Beauty (1999)?—, y de ahí en adelante el narrador continuamente nos pide observar desde tal o cual perspectiva, a través de determinada lente, variando ángulos y acercamientos, de tal suerte que incluso llega a conseguir el efecto de la cámara subjetiva, con lo que, tratándose de una novela, incorpora al lector a la trama como el fisgón necesario: sabemos que algo ocurre porque alguien lo presencia y va a contarlo, y viceversa: “En el espacio de tiempo que en que hemos tenido los ojos apartados de la habitación (han transcurrido dos horas desde nuestra marcha)…” suceden cosas que no pueden ser narradas porque nadie estuvo ahí para testimoniarlas. Y, claro, para conseguir la experiencia de la narración en tiempo real, Murakami también tiene que conceder espacios a Cronos, al tiempo sin relevancia: en algunos tramos, el narrador se limita a describir, para que se sucedan momentos sin acción: “El tiempo trascurre, pero no sucede nada”. ¿Será?
Como ocurre en Tokio Blues (1987) y Sputnik, mi amor (1999), After dark rebosa música; la primera rola mentada, Go Away Little Girl, de Percy Faith, acompaña la travesía de la joven Mari Asai: pocos metros, mucha experiencia. Takahashi, uno de los personajes que ayudarán a la joven a transcurrir a través de la noche, toca el trombón, claro, jazz “puro y desnudo”, y lo hace porque alguna vez compró un viejo LP de jazz, Blue-sette, desde cuya primera melodía de la cara A, Five Spot After Dark, el trombón de Curtis Fuller le encandiló el futuro. Y mientras Hall & Oates interpretan I Can´t Go for That presenciamos que las cosas no son jamás lo que aparentan y que nunca podemos estar seguros de lo que ocurre cuando no estamos ahí para atestiguarlo: Mari Asai sale del baño y nosotros, “al mirar con atención descubrimos que en el espejo todavía se refleja la imagen de Mari. Y la Mari del espejo está mirando hacia nosotros desde el otro lado”.
La hermana de Mari, Eri Asai, permanece en casa, lleva varios días profundamente dormida… La habitación de Eri Asai es el escenario en el cual Haruki Murakami nos obliga a ver que la fachada del sueño es siempre engañosa: durante los primeros minutos, el narrador se limita a describir por qué no pasa nada, aunque percibimos con él que algo va a pasar… El reloj digital da las cero horas, y ¡cuidado! en el Skylark, el barman advierte a Mari Asai: “… a medianoche, el tiempo transcurre de manera especial. Y es inútil oponerse a ello”. Y tiene razón.
Lo que les sucede a las hermanas Asai ocurre simultáneamente, conforme el lector lo va descubriendo; además, el dormitorio en apariencia tranquilo de Eri tiene su otra cara, su contraparte: “Se trata de una imagen que nos está llegando en tiempo real. Tanto en esta habitación como en la otra, el tiempo transcurre de manera equivalente. Las dos habitaciones están viviendo el mismo momento”.
Poco después de las 12:25 am aparecerá Kaoru, una ex luchadora que regentea el Alphaville, un hotel de paso expreso, apoyada apenas por dos ayudantes casi fantasmales Komugi y Kôrogi. Mari Asai entrará a ese recoveco de la realidad, en donde, como en la película homónima de Jean-Luc Godard, “no está permitido tener sentimientos profundos”. Y de nuevo, ahí también Murakami se saldrá con la suya para sembrar pruebas de que la realidad puede ser todo menos lo que muestra ser.
En la antología de cuentos de Murakami Sauce ciego, mujer dormida (también apenas en 2008 publicado en español por Tusquets) aparece un relato que probablemente sea el origen de After dark. Un detective sui generis trata de averiguar cómo es que un hombre desapareció entre el piso 24 y 26 del edificio de apartamentos en el cual habita; para hacerlo, se esfuerza en experimentar “una erosión del tiempo” justo en el sitio en el cual se esfumó aquella persona y busca “algo que tenga la forma de una puerta, o de un paraguas, o de un donut, o de un elefante. En cualquier lugar donde parezca que esto pueda hallarse”. Como otras de sus novelas, en After dark el japonés insiste en señalar que esto que llamamos realidad tiene muchos pliegues, varias caras y, sobre todo, que el paso entre dimensiones es posible, quizá a través de algo en forma de una puerta: “El punto de contacto del circuito que une los dos mundos experimenta violentas sacudidas. En consecuencia, también vacilan los contornos de su existencia. El sentido de la sustancia se va erosionando”.
Por lo demás, nada que defraude a los lectores de Haruki Murakami: una prosa limpia y elegante, jazz y gatos, siempre gatos.
martes, 3 de febrero de 2009
La razón mítica
Yo salía, él entraba: chocamos en la puerta del Aula Magna. Mientras balbuceaba una disculpa, alcé la mirada: Julio Cortázar y Santa Claus en uno. El enorme personaje se detuvo, me sonrió y luego siguió su camino. Con un andar de equilibrista experto en lidiar con su propia estatura, fue esquivando la ahí congregada fauna de Filosofía y Letras de la UNAM, la de hoy día, 2009; nueva y fresca, la misma de siempre y acartonada: melenas, sacos de pana con parches en los codos, lentes a la Lennon, faldones batik, camisetas I ♥ DF y ¡Viva el EZLN!, sombreros sacados del armario de un teatro en ruinas, huaraches y botas de minero, jeans, corbatas desteñidas y camisas desfajadas, rastas y calvas, morrales y portafolios de vaqueta…
– Ah, ya está aquí Franz –anunció al micrófono Enrique Dussel.
Franz Hinkelammert nació en 1931 en Alemania; dos años después, Hitler se haría del poder absoluto. Después de la guerra, emigró. De 1963 hasta el golpe militar encabezado –es un decir– por Pinochet, radicó en Chile. Luego se fue a vivir a Costa Rica –hoy es naturalizado tico–, para trabajar en el Departamento Ecuménico de Investigaciones. Filósofo y doctor en Economía (Universidad Libre de Berlin), su obra lo ha consolidado como uno de los pensadores más influyentes de la teología de la liberación.
– ¿Ya empezó la conferencia? –pregunta una Janis Jopplin versión La Condesa que llega corriendo como si ahí estuvieran repartiendo las últimas entradas al paraíso.
– Apenas, lo presentó Dussel. Dijo que era el filósofo más importante de Latioamérica.
– Chido..., pero es alemán, ¿no?
En el recibidor, terminar de instalar un monitor para que los que ya no cupieron –y es que el Auditorio Che Guevara sigue tomado, caray– se enteren. Le acercan el micro a Franz y él suspira…
– Oye, se parece a Cascarrabias.., pero en buena onda –establece un descomunal pelón con una magnolia tatuada en el cráneo.
Hinkelammert explica que el pretexto es presentar su nuevo libro, Hacia una crítica de la razón mítica (Dríada, 2008), pero que mejor lo leamos, porque él nada más va a explicar la idea principal de la obra. Pausado, travieso, en un español apenas rarito, seduce pronto a la audiencia… Muchos piensan que la modernidad en la que vivimos, la modernidad tardía para algunos (Dussel mismo, para no ir más lejos), la posmodernidad para otros, se ha quedado sin mitos. Franz Hinkelammert opina distinto. Para los griegos de la Antigüedad Clásica, Zeus y su estirpe de dioses y héroes no eran seres mitológicos, sino parte sustancial de la realidad con la que cotidianamente convivían. En la Europa medieval, el que los muertos salieran de sus tumbas a medianoche a penar no era asumido como un mito, sino como un hecho. De igual forma, el hombre contemporáneo, tú y yo, quizá admitamos como realidades incuestionables abstracciones que más bien son producto del pensamiento mítico. Tal es el parecer de Hinkelammert.
La razón mítica es una característica sustantiva del ser humano. En los albores del siglo XXI somos tan capaces de mitificar la realidad, como lo fueron los neolíticos que hace unos diez mil años comenzaron a sembrar la tierra. Más incluso: igual que los miles de bizantinos que la peste bubónica mató en Constantinopla hace quince siglos, hoy, supuestamente a las puertas de una calamidad global, necesitamos de respuestas míticas para dar sentido al mundo. Las requerimos, somos capaces de producirlas y lo hacemos efectivamente. Hinkelammert piensa que “el gran mito que sustenta la modernidad es el mito del progreso. Surge con la modernidad y le da su alma: su alma mítica”.
El problema no radica en que nos hayamos quedado sin mitos, el lío está en lo que se basan éstos. La modernidad gira en torno a un logos, la racionalidad, piedra angular de Occidente desde la Grecia Clásica. No se trata de cualquier racionalidad; es la instrumental, la cual opera en función del criterio de medio – fin, según un cálculo –en términos weberianios– de utilidad. Así, por ejemplo, arrasar con la selva amazónica puede resultar racionalmente útil, conforme a dicha racionalidad…; si sus resultados son monstruosos es ya esa harina de otro costal. La racionalización instrumental produce resultados irracionales, los cuales, globalizados, hacen insostenible el mundo. ¿Qué puede oponerse a la razón instrumental? No es el sentimiento, sino otro tipo de razón: la mítica, basada en el criterio vida – muerte. De ello trata precisamente Hacia una crítica de la razón mítica.
Con todo y sus casi ochenta años a cuestas, Franz traía cuerda para rato. Cuando salí del Aula Magna, Cascarrabias Peroenbuenaonda recitaba la Meditación XVII del Devotions Upon Emergent Occasions de John Donne (1572-1631):
– Ah, ya está aquí Franz –anunció al micrófono Enrique Dussel.
Franz Hinkelammert nació en 1931 en Alemania; dos años después, Hitler se haría del poder absoluto. Después de la guerra, emigró. De 1963 hasta el golpe militar encabezado –es un decir– por Pinochet, radicó en Chile. Luego se fue a vivir a Costa Rica –hoy es naturalizado tico–, para trabajar en el Departamento Ecuménico de Investigaciones. Filósofo y doctor en Economía (Universidad Libre de Berlin), su obra lo ha consolidado como uno de los pensadores más influyentes de la teología de la liberación.
– ¿Ya empezó la conferencia? –pregunta una Janis Jopplin versión La Condesa que llega corriendo como si ahí estuvieran repartiendo las últimas entradas al paraíso.
– Apenas, lo presentó Dussel. Dijo que era el filósofo más importante de Latioamérica.
– Chido..., pero es alemán, ¿no?
En el recibidor, terminar de instalar un monitor para que los que ya no cupieron –y es que el Auditorio Che Guevara sigue tomado, caray– se enteren. Le acercan el micro a Franz y él suspira…
– Oye, se parece a Cascarrabias.., pero en buena onda –establece un descomunal pelón con una magnolia tatuada en el cráneo.
Hinkelammert explica que el pretexto es presentar su nuevo libro, Hacia una crítica de la razón mítica (Dríada, 2008), pero que mejor lo leamos, porque él nada más va a explicar la idea principal de la obra. Pausado, travieso, en un español apenas rarito, seduce pronto a la audiencia… Muchos piensan que la modernidad en la que vivimos, la modernidad tardía para algunos (Dussel mismo, para no ir más lejos), la posmodernidad para otros, se ha quedado sin mitos. Franz Hinkelammert opina distinto. Para los griegos de la Antigüedad Clásica, Zeus y su estirpe de dioses y héroes no eran seres mitológicos, sino parte sustancial de la realidad con la que cotidianamente convivían. En la Europa medieval, el que los muertos salieran de sus tumbas a medianoche a penar no era asumido como un mito, sino como un hecho. De igual forma, el hombre contemporáneo, tú y yo, quizá admitamos como realidades incuestionables abstracciones que más bien son producto del pensamiento mítico. Tal es el parecer de Hinkelammert.
La razón mítica es una característica sustantiva del ser humano. En los albores del siglo XXI somos tan capaces de mitificar la realidad, como lo fueron los neolíticos que hace unos diez mil años comenzaron a sembrar la tierra. Más incluso: igual que los miles de bizantinos que la peste bubónica mató en Constantinopla hace quince siglos, hoy, supuestamente a las puertas de una calamidad global, necesitamos de respuestas míticas para dar sentido al mundo. Las requerimos, somos capaces de producirlas y lo hacemos efectivamente. Hinkelammert piensa que “el gran mito que sustenta la modernidad es el mito del progreso. Surge con la modernidad y le da su alma: su alma mítica”.
El problema no radica en que nos hayamos quedado sin mitos, el lío está en lo que se basan éstos. La modernidad gira en torno a un logos, la racionalidad, piedra angular de Occidente desde la Grecia Clásica. No se trata de cualquier racionalidad; es la instrumental, la cual opera en función del criterio de medio – fin, según un cálculo –en términos weberianios– de utilidad. Así, por ejemplo, arrasar con la selva amazónica puede resultar racionalmente útil, conforme a dicha racionalidad…; si sus resultados son monstruosos es ya esa harina de otro costal. La racionalización instrumental produce resultados irracionales, los cuales, globalizados, hacen insostenible el mundo. ¿Qué puede oponerse a la razón instrumental? No es el sentimiento, sino otro tipo de razón: la mítica, basada en el criterio vida – muerte. De ello trata precisamente Hacia una crítica de la razón mítica.
Con todo y sus casi ochenta años a cuestas, Franz traía cuerda para rato. Cuando salí del Aula Magna, Cascarrabias Peroenbuenaonda recitaba la Meditación XVII del Devotions Upon Emergent Occasions de John Donne (1572-1631):
La muerte de cualquier hombre me disminuye.
Porque soy una parte de la humanidad.
Por eso no preguntes nunca por quién doblan las campanas.
Están doblando por ti.
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