A finales del año pasado comenzó a circular una obra magnífica: el Atlas histórico de México de Enrique Florescano y Francisco Eissa (Aguilar, 2008). La edición constó de diez mil ejemplares, un tiraje que, para los hábitos de consumo que tenemos en este país, debe considerarse más que abultado, no sólo para un libro de lujo, como es el caso, sino para cualquiera. Pues con todo y los pronósticos de los catastrofistas moderados y de los catastrofistas a secas, con todo y que se vende en 600 pesotes, a mediados de enero el Atlas… se había agotado ya en muchas librerías.
La coordinación editorial del proyecto se debe a Gerardo Mendiola Patiño (El País-Aguilar): el resultado es loable. Gran formato, pasta dura, guardas y solapas, fina encuadernación, papel de primera e impresión rebasada a todo color en sus más de 260 páginas. El diseño editorial, espléndido; una diagramación a libro abierto, inteligente y atinada, que en todo momento prioriza el objetivo de la obra: “forjar… una visión espacial y territorial de los procesos históricos, políticos, económicos, sociales y culturales ocurridos en el país”. Efectivamente, no se trata de un libro de historia con algunos mapas, sino de un análisis territorial de los procesos históricos que han venido conformando a México. La columna vertebral del libro la constituyen representaciones gráficas del territorio nacional en distintos momentos históricos y alusivas a diferentes temas. Más de veinte croquis y planos, otros tantos ejemplos de cartografía antigua, y casi un centenar de mapas temáticos, realizados ex profeso y con atributos técnicos –proyección, escala, composición, etcétera– que cimientan la homogeneidad del Atlas… Además del material cartográfico, la obra se enriquece con una generosa dotación de fotografías, ilustraciones, reproducciones de pinturas y un abanico de iconografía. Alrededor de tres cuartas partes del libro corresponden al componente gráfico; el resto, los textos, relevantes y organizados creativamente: cronologías, fichas biográficas, recuadros temáticos, en fin, información organizada modularmente.
El Atlas histórico de México se estructura en ocho apartados. El primero alude a las características físicas del territorio nacional, mientras que los siete siguientes se refieren a sendas etapas históricas.
Del capítulo correspondiente a la época anterior a la llegada de los españoles destaco, además de su belleza editorial, el esfuerzo por mostrar tanto el desarrollo como la enorme diversidad cultural de los pueblos nativos de Mesoamérica, desde el poblamiento del continente, hace al menos unos 15 mil años, hasta la relación del imperio mexica con otros señoríos; la segmentación, por supuesto, obedece tanto a cortes sincrónicos como a la identidad de cada civilización, sin embargo, los autores consiguen exponer parte del entramado de relaciones que, a la postre, vendría a integrarse en la construcción de la identidad de la nación –por ejemplo, el rol de la fauna en la cosmovisión precortesiana–. La Conquista se aborda desde el descubrimiento de América hasta el establecimiento de la Nueva España. Enseguida, el análisis que se presenta supera con mucho el tradicional tono de tragedia mitificada con que el nacionalismo mexicano se fue consolidando desde la Reforma y especialmente luego de la Revolución Mexicana. En el subapartado sobre Virreinato el Atlas… consigue minar la visión monolítica y reduccionista de los tres siglos del período colonial, para mostrar los más importantes procesos de mestizaje de las varias tradiciones culturales que confluyeron en el espacio que hoy ocupa México. Para referir la Guerra de Independencia, Florescano apuesta por un enfoque de análisis que planta en primer plano las condicionantes espaciales de lo ocurrido. En cuanto al siglo XIX, el criterio que subyace es el del proceso de integración territorial en que devino la confrontación entre los proyectos nacionales que entonces se enfrentaron, no sólo al interior del país sino también en su relación con el mundo. Consecuente con el espíritu de la obra, el siguiente capítulo presenta la configuración regional de los movimientos que luego se etiquetarían como la Revolución Mexicana. El 20% final del libro se dedica al México moderno, desde la década de los treinta hasta la actualidad: Monsiváis y Felipe Calderón, a ellos se dedican las dos últimas fotografías de personajes que aparecen en la obra.
El alcance y la calidad que consigue el Atlas Histórico de México se deben en mucho a la suma de esfuerzos y la integración de fuentes. Para hacer posible este aterrizaje de nuestra historia participaron la UNAM, Fomento Cultural Banamex, el INAH, entre otros, y en sus páginas se dan cita materiales de la Conabio, el Archivo Clío, el INBA y el INEGI.
Certero, Luis Villoro apuntó que “una época histórica dura lo que dura la primacía de su figura de mundo”. Así, si queremos realmente cambiar de página, es obligado resignificar los procesos históricos a través de los cuales se ha formado nuestra identidad espacial. Pero sin georreferenciar lo sucedido, la historia sencillamente no aterriza.
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