Hay
que marcan a sus autores y opaca al resto de su producción. Ejemplos sobran: Cien años de Soledad para Gabriel García Márquez, El laberinto de la soledad para Octavio
Paz -la mayoría de la
gente que ha tenido que leer aquel ensayo, no conoce un solo poema del Nobel
mexicano-, Rayuela para Julio Cortázar, La insoportable levedad del ser para Milán Kundera, Aura para
Fuentes..., en fin. Sucede lo mismo con Ariel (1900) y Rodó.
Luis
Enrique Camilo Rodó Piñeyro nació en Montevideo, Uruguay, a
mediados de 1871. Aquel año,
Charles Darwin publica El origen del hombre; las noticias importantes se
transmitían ya
por telégrafo
pero aún no
existían los
teléfonos;
en México,
Benito Juárez,
aunque acusado de fraude electoral, seguía siendo la cabeza del liberalismo sobreviviente y por
eso mismo triunfante; Brasil era un imperio, Francia una república y la República Oriental de Uruguay un
país con
menos de medio siglo de existencia. Rodó cae a este mundo en la cuna de una familia acomodada
por sus caudales, pero poco le va a durar el amortiguamiento: aún no ha cumplido quince años de edad cuando, luego de
la prematura muerte de su padre, se ve obligado a trabajar. Rodó, como otros tantos grandes
maestros, no termina sus estudios, no formalmente, pero su manía por la lectura y la
escritura lo ubican pronto como un intelectual, en su natal ciudad -entonces
con una población de
menos de medio millón de
habitantes-, en Uruguay, en el cono sur e incluso en Lartinoamérica entera, una en
entelequia geocultural que él mismo ayudó a construir.
A
Luis Enrique Rodó le duró poco la vida. En 1917, su
cadáver, el
de un hombre solo, fue hallado en un hotel de Palermo, Italia, en donde se
malpasó sus últimos tiempos como
corresponsal de un impreso bonaerense. Sin embargo, los 45 años que transcurrió por estos lares le
alcanzaron para dejar huella. En 1900 había publicado el ensayo que lo marcaría de por vida y para el
porvenir, Ariel, el profético alegato contra Calibán, símbolo de la sinrazón, el egoísmo, el utilitarismo y la
ceguera que acaba siendo la reducción de la vida a la consecución de un objetivo único. Casi una década después, José Enrique Rodó publica Los motivos de
Proteo, un texto pertinente para aquellos que en estos moribundos días del año andan esbozando en su
cabeza propósitos
de cambio.
El
modernista uruguayo expresa así la idea rectora de todo el ensayo: "Cada uno de
nosotros es sucesivamente, no uno, sino
muchos". De ahí el título que el helenista
montevideano otorga a su rosario de reflexiones: Proteo, dios marino hijo de Océano y Tetis, habitaba en las
aguas cercanas a la isla de Faros, y tenía el súper poder de mutar a su antojo. De hecho, Proteo, no
solamente era capaz de tomar la forma de lo que le viniera en gana, también lo sabía todo, lo acontecido en el
pasado y lo que acaecerá en el
futuro. Un anciano profeta que obtuvo tamaños dones nada más por desempeñar bien un rol muy menor: pastorear las focas de
Poseidón. En
el Olimpo, la servidumbre escasea...
Nuestro
devenir a través del
tiempo implica transmutación constante, y la corriente del cambio nos recorre
enteramente, por dentro y por fuera: "cosa ninguna pasa en vano dentro de
ti; no hay impresión que
no deje en tu sensibilidad la huella de su paso; no hay imagen que no estampe
una copia de sí en el
fondo inconsciente de tus recuerdos". Rodó no ahorra metáforas para machacar sobre la vorágine del movimiento
constante, la inacabada permuta del uno en lo otro: "El dientecillo oculto
que roe en lo hondo de tu alma; la gota de agua que cae a compás en sus antros oscuros; el
gusano de seda que teje allí hebras sutilísimas, no se dan tregua ni reposo, y sus operaciones
concordes a cada instante te matan, te rehacen, te destruyen, te crean..."
Rodó cree
que ante la fuerza del cambio no existe alternativa alguna, sin embargo su
planteamiento acarrea el optimismo del pensamiento clásico: el hombre puede y debe
ser uno durante el tiempo, intentando siempre imponer cierta dirección a su vida, a su identidad,
con los estribos de la razón y la voluntad.
Los
motivos de Proteo se integra por 158
pequeños
apartados, todos ellos susceptibles de ser leídos y comprendidos modularmente. Sólo por la pulida prosa de Rodó conviene su lectura, su
estudio y emulación
incluso; agrego que, sin llegar a ser nunca un texto críptico, obliga a que uno vaya
y venga al diccionario, a la enciclopedia. Argumento extra: googolealo y
encontrarás en
pocos click varias versiones en línea gratuitas.
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