La
conciencia sólo puede existir de una manera,
y es
teniendo conciencia de que existe.
Jean Paul Sartre
Hace ya diez años, la edición española de la revista Letras libres publicó una hipótesis
fascinante: la conciencia del ser humano –“la autoconciencia o conciencia de
ser consciente”– no es algo que se encuentre alojado dentro de nuestros cerebros,
al menos no solamente. El planteamiento había sido presentado por su autor,
Roger Bartra, en el ciclo de conferencias aparejadas a la exposición
internacional Metabolismo y comunicación,
celebrada a finales de 2003 en Barcelona, gracias a la organización del grupo
Banquete, más que un cenáculo de especialistas, un club de polímatas. Banquete reúne
a antropólogos, artistas, arquitectos, biólogos, filósofos, economistas,
neurocientíficos y sociólogos, con el fin de reflexionar acerca de los patrones
y procesos de transformación que actualmente rigen los flujos de materia,
energía e información.
Roger Bartra
Murià nació en la Ciudad de México en 1942. Huyendo de la barbarie franquista,
sus padres, el poeta Agustí Bartra y la escritora Anne Murià, catalanes ambos,
luego de un periplo por Francia, Cuba y República Dominicana, terminaron
asentándose en nuestro país. Roger, quien se considera a sí mismo miembro de la
generación del 68, se licenció como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología
e Historia, y luego se fue a estudiar a Europa, para conseguir un doble
doctorado en Sociología, uno por la Universidad de la Sorbona y otro por la
Universidad de París III. Roger Bartra es un activo de la UNAM: es profesor
emérito del Instituto de Investigaciones Sociales, en donde coordina el
Seminario de Estudios Avanzados. En 1996 recibió el Premio Universidad Nacional
Investigación en Ciencias Sociales. En 2009, la FIL de Guadalajara le concedió
el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural “Fernando Benítez” —justo recordar
los años maravillosos de La Jornada
Semanal, durante los cuales él dirigió el suplemento—. El año pasado la
Academia Mexicana de la Lengua eligió a Bartra Murià como miembro de número
(rareza: un científico social que escribe bien). También en 2013, recibió el
Premio Nacional de Ciencias y Artes, en la categoría de Historia, Ciencias
Sociales y Filosofía, el reconocimiento más importante que en nuestro país se
otorga a la labor intelectual de los académicos, y Roger Bartra se lo ha ganado
a pulso. Además de una infinidad de artículos y ponencias, la obra de Bartra
comprende más de treinta títulos, en los cuales ha dejado una generosa estela
de reflexión sobre diversos asuntos: el México prehispánico, sociología
agraria, ciencia política, cultura nacionalista e identidad mexicana —La jaula de la melancolía (1987), de
lectura obligada—, el pensamiento salvaje, y, por fin, el gran misterio de la
conciencia. Así, en 2006 Bartra publica Antropología
del cerebro: la conciencia y los sistemas simbólicos, en el cual desde la
perspectiva de la sociología, la antropología y la filosofía se aventura a la
caza de la conciencia, explorando tras las pistas que neurólogos, psiquiatras y
biólogos han ido dejando a lo largo de los últimos años de investigación. Su
más reciente libro es Cerebro y libertad.
Ensayo sobre la moral, el juego y el determinismo (Colección Centzontle del
Fondo de Cultura Económica, 2013).
Ya desde
aquella conferencia de 2003, Bartra entiende la conciencia “como un proceso que
vincula la actividad neuronal con las redes simbólicas exocerebrales”. Leyó
usted bien: el autor propone que la conciencia es una entidad dinámica que
ocurre no sólo dentro de nosotros, en el cerebro, sino también en torno al
individuo. Al igual que Michel Tomasello (Florida, 1950), experto en primates y
procesos cognitivos, sostiene que la pura evolución biológica no alcanza para
explicarnos, esto es, que “los seis millones de años que separan la aparición
de los homídos de sus antepasados los grandes simios no son un tiempo suficiente
para que un proceso ‘normal’ de evolución biológica pueda crear las habilidades
cognitivas que nos caracterizan” —efectivamente, se estima que la tasa de
mutacion básica del ADN es de 0.7% por cada millón de años—, de tal forma que
la única explicación que queda se halla en la fuerza evolutiva de los procesos
culturales. Bartra afirma que cuando “el primigenio homo sapiens deja de reconocer una parte de las señales procedentes
de su entorno”, para compensarlo, comienza a crear mundo, sembrando símbolos
por doquier: “Para sobrevivir utiliza nuevos recursos que se hallan en su
cerebro: se ve obligado a marcar o señalar los objetos, los espacios, las
encrucijadas y los instrumentos rudimentarios que usa. Estas marcas o señales
son voces, colores o figuras, verdaderos suplementos artificiales o prótesis
semánticas que le permiten completar las tareas mentales que tanto se le
dificultan. Así, va creando un sistema externo de sustitución simbólica de los
circuitos cerebrales atrofiados o ausentes, aprovechando las nuevas capacidades
del lóbulo izquierdo del cerebro. Surge un exocerebro que garantiza una gran
capacidad de adaptación”. Así que nuestra naturaleza es cultural. Mientras que
Tomasello lo expresa diciendo que “los seres humanos poseen una capacidad
biológicamente heredada de vivir culturalmente”, Bartra es más radical: los
humanos “adolecen de una incapacidad genéticamente heredada de vivir
naturalmente”. Si la conciencia es un engaño de la materia, es un montaje
colectivo, entonces. Valga aquí recordar
que de acuerdo a varios estudios zoológicos existe una correlación entre el
volumen cerebral y las dimensiones medias de los agrupaciones en las que
cohabita cada especie.
¿Y cómo
relaciona Bartra la conciencia con el libre arbedrío? A ello, veremos, se aboca
precisamente en su libro más reciente…
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