De niño fui obligado a zapatear un potorrico. Y para colmo de vergüenzas y penurias, me tocó hacerlo con la compañera más llamativa de todo el salón. Como bien se sabe, en tercero de primaria los hombres y las mujeres pueden ser llamativos y llamativas, pero por condiciones distintas de las que suelen serlo después de la pubertad. Sabina —por supuesto, ése no era su verdadero nombre, pero pretendo ser un caballero y además ni me acuerdo— era una criatura muy vistosa, sobre todo por la prodigalidad de sus lonjas y la encrespada espectacularidad de su mata de pelo rubio. Pues en el festival del Día de las Madres de aquel año me tocó bailar con Sabina la danza de los machetes… ¡El ridículo a medio patio y con la escuela llena de escuincles y padres de familia! Todo, porque pertenezco a una generación que aún alcanzó a recibir algo de los influjos del nacionalismo mexicano posrevolucionario. Durante mi niñez, a la Revolución Mexicana todavía le quedaban muchos activos que presumir, por ejemplo las escuelas públicas. En la que yo estudié, la primaria Profa. María Luisa Calderón Ponce, participar en los bailes folclóricos era parte fundamental de nuestra formación como ciudadanos de un país en el cual todavía los valores de Pepe el Toro funcionaban: ser pobre pero honrado no era entonces sinónimo de loser, incluso era un rol social meritorio, y el método para salir adelante —lo cual no se limitaba a salvarse de la depauperación sino que significaba ascender en la pirámide social— era sencillo e infalible: trabajar duro. No tuve una sola maestra a lo largo de los seis años de primaria que no nos contara con orgullo el maravilloso capítulo de nuestra historia nacional titulado La Expropiación Petrolera.
El relato podía tener sus variantes, pero siempre había elementos infaltables en todas ellas: la valentía del general Lázaro Cárdenas para enfrentar a las compañías petroleras, la euforia de El Pueblo y luego su apoyo a la medida demostrado en las prendas que la gente llevó al Zócalo para apoyar el pago —desde joyas y dinero en efectivo hasta gallinas, nos decían—… Otro ingrediente que jamás faltaba cada que nos contaban aquella gesta era la certeza que tenían los gringos y los ingleses de que tan pronto comenzara a requerir mantenimiento toda la maquinaria, los pobres mexicanitos subdesarrollados no iban a tener de otra más que correr a pedirles ayuda, primero, y después perdón. Pero los maloras de las compañías extranjeras no contaban con que, para sortear aquella fatalidad —la dependencia tecnológica—, saldría al quite el Ingenio Mexicano, así, con mayúsculas, porque había que referirse a él como una especie de característica innata en todos nosotros: si todavía no había ingenieros mexicanos suficientes, los trabajadores de Pemex se las ingeniaron para ir arreglando las cosas con partes hechizas, de tal manera que la producción no se cayó… Una tuerquita adaptada por aquí, una cuerda en vez de una banda por allá, un chicle para tapar aquel agujero, dos tubos soldados con maña para sustituir aquella complicada pieza… Así que, para ser mexicana, la industria petrolera tuvo que pasar por un período de sustitución importaciones con partes hechizas, de facturación nacional.
El vocablo hechizo proviene del latín facticĭus, que significa artificial, de ahí sus dos primeras acepciones en español: artificioso o fingido, y postizo (no natural). Pero hay de hechizo a hechizo, ¿o todo hechizo es hechizo? Recordemos que la práctica usada por los hechiceros para intentar el logro de sus fines también se llama hechizo —por ejemplo: el timado taumaturgo mediático lanzó su hechizo en horario triple A y consiguió embrutecer a toda su teleauditorio—, y resulta que hechiceros, según el diccionario, hay de dos tipos: por un lado los y las que atraen y fascinan por su belleza o cualidades, y por otro los que practican la hechicería, la cual ya es arte de saberes, ritos y poderes sobrenaturales. Así que bien podría ser uno víctima del hechizo ocasionado por los menjurjes de una hechicera espantosamente horrenda, lo cual sería distinto a quedar embelesado por la natural hermosura de una dama, o un caballero, a según el gusto de cada quien, pero cualquier caso fenómeno que también podríamos llamar hechizo.
Me parece que hoy México sufre los efectos de un hechizo, y no porque el país entero se encuentre arrobado por los encantos de un ser bellísimo. El país sufre una embestida demoledora por parte de la impunidad y la corrupción; la primera responsabilidad exclusiva de las autoridades de gobierno, y la segunda ya extendida por todo el edificio social. Esta acometida ha provocado que el trabajo desde hace ya tiempo haya dejado de ser un valor: hoy una persona honesta y muy trabajadora peca, en el mejor de los casos, de ingenuidad. Creo que ninguna economía tiene viabilidad si su gente no entiende el trabajo como la fuente de riqueza. El binomio maldito, corrupción-impunidad, también ha devastado la riqueza nacional. ¿Un ejemplo? Del recorte al gasto público anunciado hace unos días —132 mil millones de pesos—, el 75% lo va a sufrir Pemex. Puñalada al toro amorcillado. Así que quizá aquello de que Pemex no se iba a vender quería decir que no iba a quedar nada qué vender, porque, ya es noticia pasada, el director general entrante se apresuró reconocer que los niveles de deuda de Pemex no son sustentables… Y ante este panorama, la mayor parte de la ciudadanía qué hace, qué manifiesta. Nada, permanece en la inopia, como hechizada.
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