Las felaciones que una californiana de 25 tuvo a bien proporcionarle a un señor de 49 mantuvieron embelesada a la opinión pública norteamericana desde 1998 y a lo largo de los primeros años del siglo XXI. Él, quien entonces despachaba como presidente de su país, no actuó como un héroe. Primero negó que hubiera tenido relaciones sexuales con la chica. No contaba con la existencia de una prueba irrefutable: una mancha de su semen en un vestido de la joven.
Con La mancha humana (2000) —enseguida de Pastoral americana (1997) y Me cansé con un comunista (1998)—, Philip Roth (1933) cierra su Trilogía americana. La novela no trata directamente el escándalo que suscitó la tanda de blowjobs que Mónica Lewinsky le propinó a Clinton; el asunto sí se refiere en sus páginas, pero, sobre todo, las ambienta. ¿Podía de otra manera? El episodio —Monicagate, Lewinskygate, Zippergate o incluso Tailgate y Sexgate— fue un componente fundamental del espíritu del tiempo que se vivía en Estados Unidos durante el período en el cual sucede la historia que narra Roth. El fanatismo de la corrección política, una nueva redefinición de la moral sexual, el melodramatismo y la estupidez generalizadas…
Verano de 1998: Coleman Silk está destrozado. Acusado estúpidamente de racismo, resulta victimizado por una cacería de brujas y, después —él tiene la convicción de que su esposa falleció a causa de ello— enviuda. Coleman, hasta entonces un respetado catedrático de literatura clásica y durante muchos años poderoso decano de la universidad en la que trabaja, opta por el retiro como la forma de protesta más digna. Degradado, ofendido y solo, el viejo se mueve furioso, con el alma triturada. Entonces se acerca al novelista Nathan Zuckerman para pedirle que escriba su historia. El alter ego de Ruth reflexiona: “Resulta fascinante lo que el sufrimiento moral puede hacerle a una persona que no es en modo alguno débil o enfermiza. Es incluso más insidioso que la acción de una dolencia física, porque no existe goteo de morfina ni bloqueo espinal ni cirugía radical que lo alivie. Cuando te tiene asido, es como si tuviera que matarte para que te veas libre de él.” Pero no será el dolor anímico el que asesine a Coleman: enseguida del desvío en el último y apacible tramo de su existencia, la vida aún le tiene deparada otra sorpresa —“nada de lo que le sucede a una persona es demasiado insensato para haber sucedido”—. El giro del destino irrumpe en una apasionada relación con una empleada del servicio de limpieza. Él tiene 71 años de edad, y la mujer, Faunia Farley, 34. El anciano sale pues del territorio de los idearios, de las letras clásicas, de las contiendas espirituales:
“Estoy tomando Viagra, Nathan… Debo toda esta turbulencia y felicidad a la Viagra. Sin ese fármaco no sucedería nada de esto. Sin Viagra tendría una imagen del mundo apropiada a mi edad y unos objetivos totalmente distintos. Sin Viagra tendría la dignidad de un anciano caballero libre de deseo que se comporta correctamente. No estaría haciendo algo que no tiene sentido… Sin Viagra, en mis años de declive podría seguir desarrollando la amplia perspectiva impersonal de un hombre experimentado y educado que se ha jubilado de manera honorable y que hace largo tiempo ha abandonado el goce sensual… Gracias a la Viagra, he llegado a comprender las transformaciones amorosas de Zeus. Así deberían haber llamado a la Viagra. Deberían haberla llamado Zeus”. Faunia y el pastilla azul permiten a Coleman saltar de la jubilación al júbilo, volver a la concupiscencia —“el contaminante del sexo, la corrupción redentora que contrarresta la idealización de la especie y nos hace siempre conscientes de la materia que somos”— y el baile, todo sin abandonar su postura crítica, la distancia respecto al mundo que le tocó presenciar en su viejez. El septuagenario consigue de nuevo erecciones pero no olvida el desencanto que le produce la juventud: “La exagerada dramatización de las emociones más triviales… En cuanto abren la boca hacen que me suba por las paredes. Su lenguaje es un compendio de la estupidez de los últimos cuarenta años. La necesidad de conclusión, por ejemplo. Mis alumnos rehúyen el pensamiento, quieren concluir pronto. ¡Conclusión! Se deciden por el relato convencional, con su principio, nudo y desenlace…, cada experiencia, por ambigua, confusa o misteriosa que sea, debe prestarse a ese cliché de locutor de televisión que normaliza y vuelve convencional cuanto narra…”
En La mancha humana, la novela que escribe Roth, Nathan Zuckerman se verá obligado a narrar la historia de Coleman Silk, en buena medida para intentar dotarla de sentido: “El deseo humano de un principio, un medio y un fin —y de un fin apropiado a la magnitud de ese principio y ese medio— no se realiza tan cabalmente como en las obras que Coleman enseñaba… Fuera de la tragedia clásica del siglo V a.C. la esperanza de la conclusión, y no digamos de una consumación justa y perfecta, es una ilusión demasiado necia para que la tenga un adulto”. No será sino hasta el sepelio de Coleman que Zuckerman descubra el secreto en que descansó su trayectoria durante más de medio siglo. Para los héroes, la creación del yo pasa por una tenaz batalla en contra del nosotros en que los demás nos disolvemos; “el nosotros que es ineludible: el momento presente, la suerte común, el talante actual, la mentalidad de tu país, la llave estranguladora de la historia que es tu propio tiempo”.
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