En el prólogo a Poesía en movimiento —la antología de Siglo XXI editores, hoy casi
canónica—, Octavio Paz se preguntaba refiriéndose al saltillense Julio Torri
(1889-1970): “¿Por qué ha escrito tan poco?” Y enseguida se respondía él mismo
usando un ramalazo del propio Torri: “Quizá porque ha sentido como nadie el gozo irresistible de perderse, de no ser
conocido, de huir”.
Perderse, no ser conocido, huir requiere
no solamente de voluntad, también de fuerza, de sudores, porque precisa
movimiento. Para perderse, no ser
conocido, huir es necesario cambiar de aires, quitarse el nombre y ponerse
otro, trasmutar la apariencia, trocarse la rutina… Joaquín Sabina lo canta así:
“partiré de viaje enseguida / a vivir otras vidas, / a probarme otros nombres,
/ a colarme en el traje y la piel / de todos los hombres / que nunca seré…” No
se trata de la misma manera de perderse que describe Kafka (1883-1924) en el
siguiente fragmento, párrafo final de sus Consideraciones
acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero: “No es
necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches,
espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo
llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará
extático a tus pies.” Tal es el envite al que se aventura el protagonista de Un hombre que duerme, la novela de
Georges Perec (Impedimenta, 2012), y epígrafe atinadísimo de la misma. El joven
personaje sucumbe al gozo irresistible
de perderse, pero no a través del
movimiento, sino de su opuesto, la quietud. Un buen día, sin un antedicho qué
traer a cuento, un estudiante de Sociología decide no levantarse de la cama, no
acude al examen programado y desde entonces se deja ir: “Eres un holgazán, un
sonámbulo, una ostra. Las definiciones varían según las horas, según los días,
pero el sentido permanece más o menos claro: … no quieres más que durar, no
quieres más que la espera y el olvido…”
Georges
Perec nació en París en 1936 en el seno de una familia judía de origen polaco y
falleció cuatro días antes de cumplir 46 años. Siendo un infante, la barbarie
nazi le arrebató a su padre —muerto en el frente días antes de la rendición de
Francia— y a su madre —fulminada en Auschwitz—. El pequeño Georges vivió
escondido en Villard-de-Lans con unos tíos, quienes durante varios años, por su
seguridad, le ocultaron su origen —su apellido, Peretz, cambió a Perec—.
Terminada la guerra, Georges, de vuelta en la capital francesa, al igual que el
protagonista de Un hombre que duerme,
habría de ser estudiante de Sociología, en La Sorbona.
No
hay la menor intención de heroísmo en el arrebato del muchacho que opta por
dejar de hacer, por no pasar de los movimientos indispensables y permanecer
solo en una pequeña habitación, la mayor parte del tiempo dormido: “Aparecerá
ante ti, al hilo del tiempo, una vida inmóvil sin crisis, sin desorden: ninguna
aspereza, ningún desequilibrio. Minuto tras minuto, hora tras hora, día tras
día, estación tras estación, algo que nunca tendrá fin va a comenzar: tu vida
vegetal, tu vida anulada”. Tampoco se trata del afán del anacoreta que pretende
santificar su existencia a través del martirio: “Tu propósito no es ir desnudo
por ahí sino estar vestido sin que eso implique necesariamente afectación o
abandono; tu propósito no es dejarte morir de hambre, sino solamente
alimentarte”. En un mundo sin celulares, sin internet, sin radio ni televisión,
el universitario desertor encuentra en la lectura y en el paseo las mejores
estrategias para borrarse a sí mismo. “Caminar incesante, incansable. Caminas
como un hombre que llevase maletas invisibles, caminas como un hombre que
siguiera a su sombra. Caminar de ciego, de sonámbulo, avanzas a paso mecánico,
interminablemente, hasta olvidar que caminas. Flâneur minucioso, nictóbata consumado, ectoplasma que con una
sábana flotante pasaría por un fantasma que no asustaría ni a los niños más
chicos”. Pronto se ve rodeado de la fauna citadina de los que, como él
pretende, se han ido haciendo a un lado o los han hecho a un lado, los
marginales: “Los de piel oscura, los de cuellos de camisa raídos, los
tartamudos que te cuentan su vida, su cárceles, sus centros de acogida, sus
falsos viajes, sus hospitales. Los viejos profesores que quieren reformar la
ortografía, los jubilados que creen haber creado un sistema infalible para
recuperar los papeles viejos, los estrategas, los astrólogos, las adivinas, los
sanadores, los testigos, todos los que viven con sus ideas fijas; los desechos,
la chatarra, los monstruos inofensivos y seniles de los que se ríen los
camareros…, las viejas arrugadas con abrigo de piel que se ventilan…”
Cerca
del final de su personal epopeya por el vacío, el protagonista de la novela
descubre el mayor riesgo en el que se ha puesto: “La indiferencia disuelve el
lenguaje, enturbia los signos. Eres paciente y no esperas, eres libre y no
eliges, estás disponible y nada te moviliza. No pides nada, no exiges nada…” La
indiferencia lleva irremediablemente a la insignificancia: “No has aprendido
nada, salvo que la soledad no enseña nada, que la indiferencia no enseña nada:
era un engaño, una ilusión fascinante y con trampa”.
Hoy,
lamentablemente, para millones de personas resulta más fácil caer en la celada
de la indiferencia, pertrechados por cientos de canales de televisión, Netflix,
Spotify, el Face… Pero resulta lo mismo: su indiferencia es insignificante.