Creo
fielmente que el arte es conocimiento,
y
lo único que espero es tener el valor suficiente para
transmitir
a los demás los datos que
un
habitante de Zapotlán
puede
aportar al hombre de todas partes.
Juan José Arreola
En 1963 dos novelas fueron reconocidas con
el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores: Los recuerdos del porvenir, de Elena
Garro (1916-1998), y La feria, de
Juan José Arreola (1918-2001). Fue la primera ocasión que el galardón
—instaurado en 1955 por iniciativa del crítico Francisco Zendejas con el
propósito de honrar al mejor libro publicado año con año en México— era
otorgado a más de una obra. En su edición inicial, el Villaurrutia se lo había
llevado Pedro Páramo, de Juan Rulfo
(1917-1986); en 1956 fue para Octavio Paz (1914-1998), por su libro de ensayos El arco y la lira; al año siguiente, el
Premio se declaró desierto —lo cual significa que el jurado le hizo el feo a la
primera novela de Rosario Castellanos (1925-1974), Balún Canán—; en el 58 no, no se lo concedieron a La región más transparente de Carlos
Fuentes, sino a El libro vacío, la
novela experimental de Josefina Vicens (1911-1988); en 1959 resulta por vez
primera ganador un poemario, Delante de
la luz cantan los pájaros, de Marco Antonio Montes de Oca (1932-2009), y al
año siguiente la Castellanos ahora sí es laureada, esta vez por su colección de
cuentos Ciudad real. Para las dos
ediciones siguientes, 1961 y 1962, no hubo un solo libro que le cuadrara el ojo
al jurado, por lo cual el certamen se declaró desierto. Hasta aquí, me parece
que en sus primeros años el Premio Xavier Villaurrutia resultó mayoritariamente
atinado: de los siete primeros libros que lo recibieron, al menos cuatro
indiscutiblemente son hoy considerados parte del canon de la literatura
mexicana contemporánea —tres novelas, las de los dos Juanes y la de la Garro, y
el libro de su ya entonces ex esposo—.
Juan
José Arreola publicó únicamente un libro que puede ser clasificado como una
novela. Se sabe que al menos desde 1953 comenzó a escribir algunas partes de lo
que sería La feria —hecho del cual
pueden dar fe varios talleristas del Centro Mexicano de Escritores, en el que
participaba entonces el joven jalisciense como becario, al igual que Rulfo—. El
libro terminaría siendo un retablo armado con 288 textos —entre cada uno de
ellos, un asterisco diseñado ex professo
por Vicente Rojo para la edición de Joaquín Mortiz—. Quien la haya leído sabe
que la narración da voz a una muchedumbre de personajes, sin que ninguno de
ellos ni uno omnisciente puedan ser considerados el narrador; por ello resulta
una obra polifónica y dialógica. Como puede decirse acerca de sus demás libros,
el título es más que acertado, resume el alma genérica de la obra y su
propuesta poética —como Confabulario,
Varia invención y Bestiario—: la novela es efectivamente una
feria textual, un desgarriate divertido, una diversidad organizada con
intencionalidad estética… En sus páginas hay coro, cuchicheo, conversación y
griterío, monólogos y diálogo, transcripción literal de documentos y
textualización de pláticas, paráfrasis, soliloquios, versos, chismes y chistes,
testimoniales fidedignos y cuentos, historiografía y ficción… Hoy el
diccionario de la Real Academia acepta trece acepciones distintas para el
vocablo: feria es el mercado mayor y
es la fiesta principal, ágora y miscelánea; también es el gentío que a ella acude
en bola y la panoplia de instalaciones y artilugios dispuestos eventual o
periódicamente para la recreación y el jolgorio de la gente: la rueda de la
fortuna, los puestos de comida, el tiro al blanco con dardos o municiones…; es
el montaje comercial que se dispone para la exposición de productos y animales;
es cualquier día de la semana que no sea sábado o domingo, pero paradójicamente
también es descanso y suspensión de labores, el reposo y el juego; es trato y
convenio; es el extra, el regalito, el pilón; es la lana, el billete, la
riqueza caudalosa, pero también el cambio, la morralla, la menudencia de
metálico… La última acepción vale la transcripción: “Dádivas o agasajos que se
hacen por el tiempo en que hay ferias en algún lugar. Dar ferias”… La polisemia
no para ahí, porque en las locuciones verbales sigue, y de lo lindo: a ver cómo
lo entiende usted, pero si la feria es fiesta y relajo y juego y desahogo,
resulta que si a alguien “le va como en feria” en realidad es que le va muy
mal.
La Feria integra una multiplicidad de
tiempos y personajes, pero resulta irrefutable que tiene un solo protagonista:
Zapotlán. ¿Zapotlán el Grande, Jalisco, hoy Ciudad Guzmán, el lugar? No, por
supuesto: el territorio —“Zapotlán, tierra extendida y redonda, limitada por el
suave declive de los montes, que sube por laderas y barrancos a perderse donde
empieza el apogeo de los pinos.”—, pero también su gente y sobre todo su gente
a través del tiempo, es decir, su historia, o más precisamente: sus historias.
Arreola logra engarzar una y otra vez lo social con lo más íntimo; en el desvelo
tortuoso del solterón empedernido del pueblo cabe el drama de todos: “Allí está
otra vez don Salva caído en el insomnio, como sapo en lo profundo de un pozo, golpeándose
la cabeza en su almohada de piedra, casándose y descasándose, enviudando y volviéndose
a casar con todas las muchachas de Zapotlán…”
La Feria, un clásico mexicano.
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