There is a crack in
everything,
that’s how the light
gets in.
Leonard Cohen,
Anthem.
¡Hágase
la luz! A finales de 1879, el New York Herald informó que míster Edison había inventado una
bombilla eléctrica incandescente de filamento de carbono comercialmente viable,
es decir, el foco. Ese mismo invierno, del otro lado del Atlántico, en Rusia,
el conde Lev Nikoláievich Tolstói terminaba de escribir un opúsculo de enorme
significancia, Uсповедь en ruso, Confesión en español —yo lo leí en
inglés, Confession (traducción David
Patterson, edición de W. W. Norton & Company. NY, 1983)—. En su laboratorio
instalado en Menlo Park, New Jersey, unos cincuenta kilómetros al suroeste de
Nueva York, Thomas Alva Edison inventaba varios de los artilugios y artefactos
que acompañarían la vida cotidiana contemporánea, iluminada, claro, por la luz
eléctrica. Tolstói por su lado reflexionaba y escribía en su finca de Yásnaya
Poliana, Tula, ubicada unos 200 kilómetros al sur de Moscú. En 1879, la
propiedad del todavía conde Tolstói —después abdicaría al título nobiliario— se
hallaba en una inmensidad política gobernada entonces por el zar Alejandro II, el
aparentemente imbatible Imperio ruso, mientras que los laboratorios
experimentales de Edison se localizaban en el país que estaba tomando vuelo
para convertirse en la potencia mundial hegemónica a todo lo largo del siglo
XX, Estados Unidos de América. El lema nacional del Imperio Ruso era Съ нами Богъ, “Dios está con nosotros”;
el de los norteamericanos era entonces E
pluribus unum, o sea, “De muchos, uno”, aunque en 1956, en plena guerra
fría, en buena parte para pintar su raya con los rusos, por aquellos ayeres
soviéticos y socialistas, lo cambiaron por el que hasta la fecha es y adorna
sus billetes: In God We Trust, “En
dios confiamos”.
En 1879 Tolstói tenía 51 años; todavía no era un venerable anciano, pero evidentemente ya era un prodigio: diez años antes había escrito Guerra y Paz; y en 1877, Ana Karenina. Por cualquiera de las dos novelas hay que colocarlo, indiscutiblemente, como un referente de la literatura universal. Y tal sitio en la historia de las letras no vendría a revelarse luego de mucho tiempo: en vida, Lev Tolstói supo de la relevancia de sus libros; era consciente de la envergadura de su obra, pero juzgaba que en el arte no se halla el sentido de la vida. El hombre sentía que en realidad no había hecho nada trascendente, lo cual, pensaba, era obvio puesto que nada, absolutamente nada, era trascendente. ¿Qué sentido tiene todo? La pregunta de la vida. Justo a esa cuestión se enfrenta el escritor ruso en Confesión.
En el primer capítulo de Confesión,
Tolstói cuenta cómo perdió la fe en la religión en cuyo seno había sido
bautizado y educado, el cristianismo ortodoxo —“cuando a los dieciocho años
dejé el segundo año de estudios en la universidad, había perdido toda creencia”—.
No fue un acontecimiento dramático; de hecho, cuenta que no perdió gran cosa
puesto que jamás había tenido firmes creencias religiosas —“mi fe era muy
vacilante”—. Tampoco fue algo especial, sino algo que solía y suele pasar a
muchos: “la gente vive como los demás, pero todos viven de acuerdo con
principios que no sólo no tienen nada que ver con las enseñanzas de la fe sino
que, en su mayor parte, son contrarios a ellas”. Cierto… Por ejemplo, ¿usted
pone la otra mejilla después de que le propinan una cachetada? ¿Tratamos a
nuestros prójimos como nos gustaría que nos trataran a nosotros? “Las
enseñanzas de la fe no tienen lugar en la vida cotidiana, y nunca entran en
juego en las relaciones humanas; simplemente no juegan ningún papel en la vida
misma. Las enseñanzas de la fe se dejan en otro ámbito, separadas de la vida…
Si uno las conoce, entonces son sólo como un fenómeno superficial que no tiene
conexión con la vida”. Así que, acusa Tolstói, entre religiosos y laicos abundan “personas de mente estrecha,
cruel e inmoral, acorazadas en su egolatría”. ¡Peor todavía!: “el intelecto, el
honor, la franqueza, el buen carácter y la moralidad mayoritariamente lo
encuentro entre las personas que afirman ser no creyentes”. Ese mismo año, el
novelista rompe definitivamente con la iglesia ortodoxa rusa. A principios del
siguiento siglo escribiría: “La verdadera religión no necesita ni de templos ni
de iconos ni de salmos ni de reuniones multitudinarias…, la verdadera religión
entra en el corazón únicamente en el silencio y en la soledad”. Y agrega: “La
verdadera religión no consiste en saber qué días se ha de guardar ayuno ni qué
días se ha de ir a la iglesia ni qué oraciones se deben oír y leer, sino en
vivir una vida de bien, de amor por todos, actuando con el prójimo como quieres
que actúen contigo” (Aforismos. FCE,
2019).
Por líos con la censura zarista, Confesión
no se publicaría por primera vez sino hasta 1884, en Génova. En el texto de
introducción a aquella primera edición, podía leerse: “Aquí se desarrolla el
drama de un alma que ha buscado desde sus primeros años el camino hacia la
verdad, o como el autor se refiere a ella, 'el significado de la vida'. Se
trata de un alma que lucha con toda la fuerza de su energía interior por
alcanzar la luz que le dé forma…; un alma que se esfuerza por medio de una
investigación científica fría, racional y abstracta, que finalmente lo lleva a
la verdad divina”. La luz que le dé forma… Ese mismo año, míster Edison descubrió
la emisión termoiónica, con lo cual nacía la electrónica.
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