Any order
is a balancing act of extreme precariousness.
Walter Benjamin, Unpacking
My Library.
Jueves 7 de noviembre de 2019. Ración de felicidad y enjundia: sorbo el
primer café del día. Aún no son las nueve de la mañana, y en la bandeja me
aguardan ya una docena correos electrónicos. Cargas de trabajo normales,
considerando que se nos viene encima el operativo de campo más aparatoso de
este país. Timbra el teléfono directo. La pantalla del aparato indica que me
llama mi compañera de trabajo C.
— Hola, buenos días. ¿Cómo estás?
— Mal, doctor, por eso te llamo…
Me cuenta lo que le sucedió anoche. Entre las siete y cuarto y las siete
y media, apenas había oscurecido, a unos metros del edificio en donde había
tomado su habitual clase de yoga, fue agredida. Un sujeto se acercó y sin
mediar palabra trató de arrebatarle la bolsa de mano. Sin pensarlo,
“instintivamente”, ella trató de sujetar su bolsa y comenzó a gritar. No había
nadie cerca. El tipo la tiró al suelo. Siguieron los gritos, el forcejeo… Por
fortuna, pasó un auto y el conductor se detuvo. El infame echó a correr. Todo esto
ocurrió en la Ciudad de México, en la demarcación territorial Benito Juárez, a
un par de cuadras del Teatro de los Insurgentes. Bien asesorado, puedo decir
que la colonia San José Insurgentes es de clase media alta, en proceso de
transformación a zona comercial y de servicios. La calle en donde sucedió el
episodio es doble, con camellón, transitada, lo cual no impide que tenga un
pésimo alumbrado público. El colmo: el nombre de la calle, Damas. C. sufrió
golpes en la espalda y raspaduras. El samaritano que intervino resultó ser
operador de Uber. La ayudó a levantarse y la llevó a su vivienda, a sólo unas
cuadras del lugar.
— ¿Llamaste a la policía?
— Sí, por supuesto… Me dijeron que han habido muchos asaltos en la colonia. Imagínate: ¡me recomendaron no caminar de noche por ahí!
Lamenté lo que le pasó… ¿Qué más puede uno decir? Se puede apostillar que qué horror, que las cosas están muy mal, que la ciudad es una jungla, y, claro, que “qué bueno que la cosa no pasó a mayores —el eufemismo que usamos para decir que al menos uno salió vivo—… Esta vez opté por contarle lo que a mí me había sucedido la tarde-noche anterior…
Salí de mi oficina poco después de las cinco. En una ecobici —el servicio lo ofrece el gobierno de la Ciudad y cuesta 462 pesos… ¡anuales!—, por la ciclovía que corre por Circuito Interior, pedaleé a la colonia Condesa. A. y yo habíamos acordado encontrarnos en la Rosario Castellanos. Comimos en un modesto restaurante argentino que está sobre Tamaulipas, en contra esquina con la librería. Al salir, caminamos hacia Patriotismo, en donde abordamos un taxi, no uno de aplicación, sino uno normalito, de los de a 8.74 pesos el banderazo, y 1.07 pesos por cada 250 metros o 45 segundos.
— A la Estela de luz, por favor.
— A la Suavicrema —me corregió el chafirete.
— Ándele, la Estafa de luz.
— ¿Y luego? ¿Qué pasó?
— Nada, nos llevó al departamento. Tomó avenida Chapultepec y luego Revolución…
— ¿Pero no les pasó nada?
— Nada.
— Me pierdo, doctor —me dijo C.—. Entendí que me ibas a contar lo que te había pasado a ti.
— Eso hice: no me pasó nada, como a cientos, como a miles y miles, como a millones de chilangos y chilangas. Para que que todas las noches regrese a casa la gran mayoría de nosotros es necesario un orden muy complejo, buena voluntad, suerte, planeación, civilidad… El problema es que ese orden es muy precario, basta un imbécil como el que te tocó a ti para que todo eso se caiga. Y no, lo qu te digo no es consuelo…, al contrario.
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