La idea central de las cosmogonías
es la del ‘sacrificio primordial’.
Invirtiendo el concepto, tenemos que
no hay creación sin sacrificio.
Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos.
Desde los primeros
días del confinamiento nos vimos obligados a sacrificar al pobre marrano. No
era un cerdo muy grande, pero eso sí, ya estaba bien cebado. Bastó con dos
martillazos: en el piso, sobre un trapo, quedó un revoltijo de tepalcates negros
y un reguero de calderilla. Conforme al acuerdo al que Inés y yo habíamos
llegado cuando comenzamos a criar al puerco, prácticamente todas eran monedas de
cinco pesos. Separamos unas pocas de a diez, y 38 pesos en moneditas de a dos
que se colaron. Entonces contamos las demás: en total, 484 monedas. Los restos
del cochino se fueron a la basura y nuestro ahorro hormiga de varios meses, 2 420
pesos, a una vasija que quedó en el comedor, muy cerca del balcón que da a la
calle.
Marzo se agotaba, y nosotros comenzábamos la primavera en la sana
distancia decretada desde el lunes 23 por las autoridades sanitarias del país… La
misma mañana en que le vaciamos las entrañas al puerquito, comenzamos el
reparto… A lo largo de poco más de un mes, las monedas han ido volando desde
nuestro balcón a sombreros, gorras y cachuchas, manos y bolsas, o de plano al pavimento,
de donde las han cosechado acordeonistas desafinados, dúos de organilleros
ataviados en sus tradicionales uniformes caqui, un saxofonista que cree hacerse
fuerte con un vetusto aparato de sonido, una interminable legión de trompetistas
melancólicos y solitarios, pandas de alegres marimberos, tríos norteños
improvisados, un clarinetista anciano acompañado de un tamborilero menor de
edad, familias menesterosas y tristes disfrazadas de bullangueros conjuntos de
tambora… Muchos vecinos, me atrevería a decir que la mayoría, han salido también
a cooperar aventando monedas desde sus ventanas y balcones. Recuerdo incluso
que una tarde asoleada de los primeros días de abril muchas personas se asomaron
a aplaudirles a unos soneros que hasta arpa traían cargando y nos vinieron a
alburear a domicilio… Además de la horda de músicos callejeros, han pasado el
vendedor de obleas, el camotero, chavos que piden alguna ayudita por haber
limpiado las coladeras, señoras con caudas de infantes chamagosos que tocan
pidiendo que les regalen ropita o cualquier otra cosa…
Conviene decir que habito
en el municipio del país en donde la gente ha respetado más el confinamiento
voluntario establecido por el Consejo de Salubridad General, la demarcación
territorial Benito Juárez de la Ciudad de México. Aquí hay muy pocos niños,
mucha gente de edad avanzada —la edad mediana es de 38, cinco años más que la
de la Ciudad de México y once por arriba a la del promedio nacional— y hasta
2015 la Benito Juárez era el municipio con el nivel de escolaridad promedio más
alto del país. El encierro aquí se percibe afuera: entre un extraño silencio —que
agradezco—, apenas manchado de vez en cuando por el paso de algún auto o una
motocicleta, el canto de los pájaros recuperó las tardes chilangas. Aquí la ilusoria
sensación de vivir en un paréntesis se puede generalizar fácilmente… Con todo,
no me la creo: cada que escucho o leo el fraseo, día a día más frecuente, cuando regresemos, tal o cual… o lo primero que voy a hacer cuando regresemos…
me digo: no, no nos hemos ido a ningún lado, así que no, no vamos a “regresar”
a ninguna parte. La metáfora del regreso a la normalidad más que imprecisa es
un engaño: no es obligado regresar a lo mismo, volver a recomponer todo lo que
estaba tan mal. De hecho, me parece que hacerlo ya es imposible.
De la misma vasija en
la que quedaron los entresijos del marrano de barro negro oaxaqueño han salido también
las bien ganadas propinas para el muchacho que semana a semana nos trae los
garrafones de agua potable que consumimos, para los señores del camión de la
basura, para el chalán de la hamburguesería de la colonia en la que vivo y para
todos los demás repartidores de comida que a lo largo de estos atípicos días nos
han traído tacos, tortas, pizzas, sushi…, para el propio que manda la farmacia
con las medicinas que hemos pedido por teléfono y para los mensajeros del
supermercado en el cual, en línea, hemos comprado la despensa… Todos ellos han
sido trabajadores esenciales para nosotros, tanto como otros muchos que no
vemos, como los que se encargan de que siga llegando la energía eléctrica, el
gas, el agua, la señal de internet… Hace unos días, en la ciudad de Toronto,
Canadá, una mano inteligente pintó en un muro una pregunta que me parece pertinente:
Why are the most essential paid the
least?
Observo que aún nos
quedan muchas monedas de cinco pesos en la vasija, y pienso que no, que decididamente
no nos conviene “reactivar la economía”, tal como reza el mantra que atruena por
el mundo a todas horas durante estos últimos días. Reactivar significa volver a
echar a andar un artilugio que por alguna razón se detuvo, y a nosotros, los
sapiens, a la especie y al planeta entero, lo que nos urge es abolir el status quo destructivo, voraz, acelerado,
profundamente inequitativo y en última instancia suicida que, en efecto, está
ahora atascado. Seguramente no será nada fácil construir un modelo de
producción y consumo distinto, pero hace seis meses cualquiera de nosotros
hubiera dicho que sería imposible estar varados como ahora, efectivamente, lo estamos.
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