Tú eres algo que el mundo entero está haciendo.
Alan Watts.
Ni uno mismo es uno ni uno siempre es el mismo: uno es un montón y uno está siendo varios. Uno es plural. Uno es diverso. Uno es transitorio, provisional e inacabado. ¿Qué le queda de unidad a uno? ¿Uno es uno mismo? ¿Uno es uno? ¿Quién diablos es uno?
De todos los problemas, el más fascinante, sostiene Alan Watts (1915-1973), se aloja en la pregunta ¿quién soy yo? ¿Qué quiere uno decir cuando dice yo, yo mismo, uno mismo?
— Porque lo que eres en lo más íntimo escapa a tu examen de la misma manera en que no puedes mirarte directamente a tus propios ojos sin usar un espejo, de la misma manera en la que no puedes morderte los dientes, no puedes saborear tu lengua y no puedes tocar la punta de este dedo con la punta de este dedo. Perdura siempre un profundo misterio en el problema de quiénes somos –argumenta Watts.
Bueno…, podrás estar pensando, pero al menos sabemos que uno, sea lo que sea, está aquí y no allá, distante y en otro sitio, sino aquí mismo, albergado en este cuerpo. Como tú, la mayoría sentimos que uno, yo, el ego, uno mismo, mi conciencia, el origen de mi actuar, se encuentra aquí, de mi piel para adentro: “un ego encapsulado en la piel”, formula Watts. “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis…”, canta Gorostiza. De acuerdo, pero eso no significa que sintamos ser nuestro cuerpo. A ver, ¿cómo dices: me duele el cóccix o me duelo el cóccix? Ahí tienes. Además, a uno le late el corazón o le anda fallando el hígado o está trabajando los glúteos: uno no es su corazón o su hígado o su par de glúteos. No somos cuerpo, tenemos cuerpo: “no consideramos que ‘yo mismo’ sea idéntico a todo nuestro organismo físico”. Creemos que el yo es algo que está dentro del cuerpo, “y la mayoría de las personas occidentales lo ubican dentro de sus cabezas”. Mi preciado yo no se aposenta en mi corazón ni en mis pies ni en mi páncreas… “Estás en algún lugar entre tus ojos y tus oídos; y el resto de ti pende de ese punto de referencia.” Así, cuando afirmé hace unos días que uno mismo no es uno ni es el mismo, echando mano de un lenguaje con el que él sabe expresarse espléndidamente, la matemática, el doctor Berumen reviró: “Y sin embargo esta infinitud cabe en un simple y medible cráneo. Así como series infinita convergentes están acotadas, por ejemplo, 1/2 + 1/3 + 1/4 + 1/8 + ... así hasta infinito, es simplemente otra representación del uno, 1, que no del uno mismo”.
Entonces, ¿quedamos en que tú, tu identidad, tu continuidad psicológica, autoconsciente y memoriosa, se halla toda ella alojada dentro de tu cabeza? Y en dado caso, ¿a ese paraje se limita la residencia de tu yo? Por más cambiante y diverso que seas, ¿sólo estás ahí, dentro de tu cráneo? ¿Uno mismo no está también domiciliado en el complejo ecosistema que es el resto de nuestro cuerpo? Y así fuera, ¿el yo cabe bajo la piel? Luego, ¿todo lo que está afuera, más allá de mi epidermis, ya no soy yo?
Pensar, sentir incluso, que la conciencia, el yo, es algo que se encuentra dentro del contenedor de la piel es una chifladura. “Una alucinación”, dice Watts. “Cuando describan el comportamiento humano o el comportamiento de un ratón o el de una rata o el de una gallina o el de lo que ustedes quieran, verán que tan pronto traten de hacerlo deberán también referir el comportamiento de su medio ambiente. Digamos, ‘Yo camino’. Ahora trate de describir la acción de caminar. No podremos hablar acerca de mi andar sin referir también el suelo, porque si no lo hacemos, si no describimos el suelo y el espacio a través del cual me desplazo, todo lo que estaremos describiendo es a alguien balanceando sus piernas en un espacio vacío. ¿Saben? Ustedes no podrían verme, a menos de que también puedan ver mi contexto, lo que está atrás de mí… Tienes que ver no sólo lo que limita mi piel, sino que también tienes que ver lo que hay fuera de ella”. Y esto que para muchos podrá parecer una bobería, una perogrullada, es extremadamente importante. De hecho, para el filósofo británico, “lo único que necesitas saber para comprender los secretos metafísicos más profundos es esto: que para cada exterior hay un interior y para cada interior hay un exterior, y aunque son diferentes, van juntos”.
Tú y tu quehacer son inseparables del comportamiento del entorno que te rodea. “Tú eres algo que el mundo entero está haciendo”, remata Alan Watts. El aserto es poético, cierto, pero no esotérico. Ya Gregory Bateson (1904-1980) defendía la idea de que la conciencia, el yo mismo, jamás es una realidad aislada, sino parte de un sistema en el cual intervienen las demás personas (Steps to an Ecology of Mind, 1972). Y aquí ya he aludido también la noción de metabolismo social, a partir de la cual de podemos entender cómo de una sana interacción social depende el bienestar de los individuos: “los estudios científicos son absolutamente claros en este punto. Cuando estás recibiendo insultos y amenazas constantes, por ejemplo, tienes más probabilidades de enfermarte. Los científicos aún no comprenden todos los mecanismos subyacentes, pero sabemos que sucede” —explica la doctora Lisa Feldman Barrett (1963) en su libro Seven and a Half Lessons About the Brain (Picador, 2021). La intervención, evidentemente, no se limita a estar sano o enfermo: “tu sistema nervioso está ligado al comportamiento de otros humanos, para bien o para mal”. Los demás sapiens nos configuran, todos nos moldeamos entre todos. Roger Bartra (1942) define la conciencia “como un proceso que vincula la actividad neuronal con las redes simbólicas exocerebrales”. La conciencia, nuestra conciencia, es en efecto una entidad dinámica que ocurre no sólo en nuestro cerebro, sino también en torno a los individuos: uno no (sabe qué) es sin los demás. Si la conciencia es un engaño de la materia, es un montaje colectivo.
La dependencia ontológica del yo respecto a los otros es palmaria cuando hablamos de alguien que no conocemos.
— Voy a tener una reunión con Baldomero Villa, ¿lo conoces?
— No, no lo ubico —puedes contestar, lo cual resultaría harto revelador, porque expresa que, como no sabemos en dónde colocar al fulano, en qué contexto —ubicar significa situar en determinado espacio o lugar—, tenemos que aceptar que no lo conocemos.
— Sí, es de los amigos del licenciado Hernández.
— ¿Trabaja con él?
— No, Villa está en Gestiones Paralelas. Lo contrataron los chiapanecos.
— ¡Ah, ya! Creo que sí lo conozco… Es uno de piochita, ¿no?
Suponiendo que Baldomero Villa sea efectivamente el hombre de piochita que crees que es…, ¿lo conoces? Digamos que por ahora lo ubicas, que lo puedes referenciar. ¿Cómo? Socialmente. Y ahí está el meollo: la persona humana, para ser, debe estar socialmente referenciada, sociorreferenciada, si se me permite acuñar el neologismo.
Si para conocer a otra gente, a una tercera persona, siempre es preciso sociorreferenciarla, ubicarla en su contexto social, ¿qué pasa con uno mismo?
Las circunstancias sociales otorgan rasgos de identidad a los individuos, comenzando por las circunstancias familiares y las comunitarias, por supuesto. Indiscutible, por mencionar lo obvio, que en la definición de las coordenadas de una personalidad la cuna pesa: eres hijo de tu madre, y eso —aquí sin duda podemos contar con el acuerdo del doctor Freud— te perfila. De entrada, usualmente embebemos de nuestra progenitora la herramienta de pensamiento más importante de la que disponemos hasta ahora los humanos, las palabras; por algo la lengua materna es la primera. Y uno es o no hermano de alguien, tío, primo, nieto… Las correlaciones entre la parentela marcan el yo del hijo menor, de la única mujer entre todos los sobrinos, del nieto consentido del abuelo, del padre del niño que falleció en un accidente… En función de un montón de relaciones interpersonales, uno es el mejor amigo de alguien, el condómino con más autoridad en el edificio, la tía menos agraciada de la familia, el primo de la novia, cónyuge, socio de un club, cuñada, suegro… Agrega todas las determinaciones que implanta el cúmulo de condicionantes históricas; todas ellas, en una u otra medida, te configuran… Tú mismo, ¿te tienes bien ubicado, bien sociorreferenciado? Yo, por ejemplo, soy mexicano, chilango, y para mayor referencia vecino de la demarcación territorial Benito Juárez. Estudié Sociología en la UNAM y no me incluyo en la grey de ninguna iglesia. Todo eso me modela, así como la posición que desempeño en el sistema económico —soy profesionista de la clase media urbana—. Y, claro, los rasgos culturales, sociales e interpersonales —todos históricamente condicionados— que nos configuran interactúan entre sí en la dinámica en que incesantemente se va definiendo el yo. William James apuntaba desde finales del siglo XIX que “un hombre tiene tantos yoes sociales como individuos que lo reconocen…, y tantos como distintos grupos de personas cuya opinión le importa”.
Uno mismo, pues, es provisional, transitorio, diverso y, además, relacional. Uno es en función de los demás. Uno no es, uno somos, estamos siendo…
Kathleen Wallaceis, profesora de Filosofía en la Hofstra University (Hempstead, New York), publicó hace poco The Network Self. Relation, Process, and Personal Identity (Routledge, 2019), obra en la que postula un modelo de yo fincada en dos pilares. Primero: un yo tiene múltiples dimensiones o rasgos, y está constituido socialmente de manera importante, aunque el yo relacional es más que un yo social. Y segundo: un yo es una región espacio-temporal compuesta de relaciones entre partes, etapas o (sub) regiones espacio-temporales. “Sostengo la idea de que un yo tiene características temporales…, y que para el yo es en un sentido importante su historia y, por lo tanto, es un proceso.” A partir de esto, Wallaceis afirma que el yo se configura como un proceso y como una red (network). A dicho modelo lo denomina modelo de red acumulativa del yo. “Sostengo que las características y relaciones sociales, por ejemplo, familiares, étnicas u otras relaciones culturales y sociales, son tan fundamentales para la conceptualización del yo como lo son los rasgos físicos, biológicos y psicológicos. La afirmación es que el yo es una red de rasgos interrelacionados, físicos, biológicos, psicológicos, sociales, etcétera. En segundo lugar, la afirmación es que el yo es una red temporal y cambiante de rasgos acumulativos y, por lo tanto, es un proceso.” Con todo, para la filósofa, uno mismo, el yo “es un todo unificado y estructurado, una red con unidad sincrónica”. De no considerarlo así, claro, las implicaciones en el terreno de la ética serían devastadoras: sencillamente perdería todo sentido cualquier idea de libertad y de responsabilidad. “Debemos concebir el yo de una manera particular (como una red acumulativa) al menos en parte porque hacerlo nos permite dar cuenta de una serie de dimensiones prácticas…, como la autonomía, la responsabilidad, la continuidad como un yo de cara a las deficiencias.”
Paradójicamente, la unidad de uno es diacrónica y la unidad de uno perdura sólo un instante, este. Paradójicamente uno no es, uno sucedemos…
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