Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Uno mismo no es uno

 

No eres nada más que tu vida.

Jean Paul Sartre, A puerta cerrada.

 

 



Eso de que uno es uno es mentira, puro cuento: ficción. Uno, uno mismo, no es uno: uno es un montón. Uno es legión, como contestó el poseso aquel: “¿Cómo te llamas? Y él le dijo: Me llamo Legión, porque somos muchos” (Marcos 5:9). Cierto: uno en realidad es un demonial. Una legión, recordará usted, era un cuerpo de tropa del ejército romano, compuesto de infantería y caballería. La palabra proviene del latín legio, “los escogidos”.


Ni siquiera tu cuerpo —“aquello que tiene extensión limitada, perceptible por los sentidos”— es uno, ese uno que es uno solo. El cuerpo no sólo es el “conjunto de los sistemas orgánicos que [te] constituyen [como] un ser vivo” (RAE), además es un enorme y complejo hábitat rebosante de vida, de otras vidas, de otros organismos. Una turba de staphylococcus epidermidis cunden por nuestra piel. Cargamos también un atajo de streptococcus mutans en la boca. Más de un billón de virus deambulan por nuestro cuerpo y más de diez billones (millones de millones) de bacterias y arqueas pululan y forman parte de nuestro sistema digestivo. No somos uno, somos un ecosistema. 

 

Seguramente no faltarán quienes me digan que el multitudinario zoológico que somos es cosa del cuerpo, de la carne, la sangre y los huesos, pero no de la augusta y etérea mente. Habrá quien rebata señalando que uno —la identidad de uno— no es cuestión de microbiota y jugos gástricos, de intestinos y estómagos y demás vísceras empaquetadas en el tronco, sino de la “potencia intelectual del alma” (RAE), alojada según parece poquito más arriba, dentro del cráneo, en el cerebro. Bueno, en dado caso, no es necesario ser un experto en neurociencias para saber —basta ver con un poco de atención el primer episodio de la serie El cuerpo humano de Netflix— que el majestuoso cerebro, ese órgano con la consistencia del tofu, no es más que 80% agua, grasa y un poco de proteínas. ¿Eso es uno? ¿Ahí está uno, el uno mismo, único e indivisible?

 

— ¡Oiga, pero sea serio, estamos hablando de las neuronas! –desde ya puedo escuchar la queja.

 

Bueno, pues resulta que en el cerebro hay más de cien mil millones de neuronas —sin contar unos milloncitos más que se dispersan por todo nuestro cuerpo; recuerde que tan sólo en el intestino tenemos cinco veces más neuronas que en la médula espinal—. Ese titipuchal de células nerviosas se encuentra organizado en forma de red, y cada una de ellas es capaz de intercambiar información codificada en impulsos químicos y eléctricos, a 160 kilómetros por hora. Cada una de ese tumultuoso contingente de neuronas puede establecer hasta diez mil conexiones con otras células como ella, y no se trata de conexiones fijas, definidas de una vez y para siempre, sino dinámicas, que se modifican dependiendo de nuestro desempeño —neuroplasticidad: incluso algunas neuronas son tan flexibles que su principal tarea es ser multitareas—. “Cada neurona pasa información directamente a unos pocos miles de otras neuronas y recibe información de algunos miles más, más o menos, lo que produce más de quinientos billones de conexiones neurona a neurona”. Ahora, si bien desde hace más de treinta años sabemos que no es verdad que tengamos un cerebro compuesto por diferentes niveles de desarrollo evolutivo —el modelo de cerebro triúnico propuesto por MacLean, según el cual tenemos un cerebro primario o reptiliano, otro límbico o emocional y uno racional en el neocórtex—, también sabemos que una neurona puede tomar el lugar de otra. ¿Cómo es entonces que 128 millardos de neuronas individuales pueden formar una sola red cerebral?, se pregunta la doctora Lisa Feldman Barrett (Seven and a Half Lessons About the Brain; Picador, 2021). Uno es, si acaso, una configuración provisional de un montón de neuronas haciendo sinapsis.

 

“Los indios de la tribu bororo, unos seres primitivos que viven a orillas del río Vermelho, en plena selva amazónica, creen que no existe ninguna identidad privada”. Como bien se sabe, en una novela cabe de todo, más si es una buena novela. En medio del colapso social y nervioso que está a experimentando Sherman McCoy, en su novela La hoguera de las vanidades (1987) Tom Wolfe trae a cuento a los bororos —se refiere a los coroados o parrudos del Mato Grosso, no vaya usted a confundirlos con los bororo o wodaabe del Sahel del norte de África—. “Para los bororo la mente es una cavidad abierta, como una cueva o un túnel…, en el que habita el poblado entero y en donde crece la vegetación. En 1969, José M. R. Delgado, el eminente fisiólogo cerebral español, determinó que los bororo tenían razón. Durante cerca de tres milenios, los filósofos occidentales habían creído que el yo era algo único, algo que, por así decirlo, se encontraba encerrado en el cráneo de cada persona. Ese yo interior era algo que se relacionaba con el mundo exterior, y que aprendía de él… No obstante, se presumía que el núcleo mismo del yo de cada individuo era irreductible, inviolable. Grave error, dijo Delgado. ‘Cada persona es una combinación transitoria de materiales que se toma prestados del ambiente’. La palabra más importante era transitoria.” Sherman McCoy es un personaje ficticio creado por Tom Wolfe; el fisiólogo José Manuel Rodríguez Delgado, no: él nació en Ronda en 1915 y murió 96 años después en San Diego, California. Trabajó para la CIA y en su libro Physical control of the mind; toward a psychocivilized society sostiene que si bien el hombre ha logrado civilizar la naturaleza, ha llegado el momento de civilizar nuestro complejo interior. 

 

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