Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 28 de agosto de 2020

Perder el año

 The years teach much the days never know. 

Ralph Waldo Emerson

 

 

— Turé me contó que vas a cometer el mismo error que él –me espetó el doctor Macedo tan pronto entré a la estancia. Acababan de desayunar. Él estaba sentado en una de las cabeceras del comedor, fumando tranquilamente y tomando café. Como solía hacerlo, sus palabras se fueron abriendo paso poco a poco, sin ninguna prisa, entre el espeso humo de tabaco.

 

Esto debió de haber sucedido uno de esos tantos sábados que, desde temprano y hasta ya bien avanzada la tarde, nos juntábamos a jugar tochito en la calle. Turé lo recordará también. Entonces éramos vecinos. Vivíamos con sendas ancianas, duras y dulces las dos; él con su abuela paterna, yo con mi abuela materna. Los dos habíamos terminado la preparatoria en la misma escuela; Turé, en el ciclo anterior, y yo, hacía unas semanas. Ese día, como solía hacerlo, había comenzado en la de la señora Macedo el peregrinar de casa en casa para ir reclutando a los amigos con los que armábamos los equipos.

 

— ¿Qué error, doctor?

 

— A mí me dijo lo mismo –divertido de las puyas de su padre, Turé se amarraba las agujetas de los tenis. En aquel tiempo, mediados de los ochenta del siglo pasado, un pasado remoto anterior al TLC, nuestros tenis eran alhajas.

 

— Entrar cuanto antes a la universidad.

 

Efectivamente, Turé Macedo ya cursaba el segundo semestre de Química. Yo quería estudiar Sociología.

— Bueno, me inscribí para presentar el examen de ingreso a la UNAM, pero falta que quede… 

 

— Vas a quedar. Ese es tu error…

 

— ¿Estudiar en la UNAM?

 

— No –otra chupada a su cigarro–, apresurarte –otro sorbo de café–. Podrías dejar de estudiar al menos un año. No tendrías ningún problema con tu familia. Podrías viajar, leer lo que te dé la gana, pensar un poco… Después será más difícil.

 

— ¡Pero perdería un año, doctor!

 

— Eso… –se quitó el cigarro de entre los labios, se los remojó con la lengua, le dio un sorbo a su café, saboreó, se regresó el pitillo a la boca, le dio una fuerte calada, jaló el golpe y después de expulsar algunas volutas de humo terminó el enunciado:—, eso es imposible.

 

Turé y yo nos fuimos a jugar tocho. Yo salí sin entender lo que el doctor Macedo me había dicho, así que no sólo no atendí su consejo, sino que unos meses después estaba estudiando dos carreras.

 

 

Cada vez escucho a más gente lamentarse de que va a perder el año. Claro, la pandemia, el confinamiento, la desaceleración de las actividades. En el ámbito escolar el plañido se ha cundido más entre universitarios, mientras que muchos padres de familia de niños pequeños lo usan más bien para etiquetar un mal menor: preferible perder el año a que Monchito se contagie. Entre los creyentes de la Economía, la situación ya se frasea en pasado: v.g., ¡un año perdido para la industria automotriz!

 

En nuestro país, el aletargamiento impuesto por el COVID-19 comenzó propiamente en abril, así que, de los doce meses del muy vituperado 2020, llevamos cinco en esta especie de hibernación social, este bien nutrido rosario de días nefastos. 

 

En el calendario de la antigua Roma, cada día del año estaba marcado con diferentes letras: F, C, N, NP, EN, Q.R.C.F. o FP, todas con un significado. Por ejemplo, la F, fastus, señalaba que en tales días se podía tramitar cualquier asunto civil, sin temor a molestar a los dioses. La C, comitialis, indicaba los días en los que era posible tramitar asuntos públicos, políticos y legales. En cambio, la N, nefastus, marcaba los días religiosusvitiosus o ater —religiosos, virtuosos o negros—, en los cuales nadie debía trabajar. Entre más días dies nefasti, se reducían los dies fasti(W. Warde Fowler, The Roman Festivals of the Period of the Republic; Good Press, 2019). “En la época de la República, Roma tenía días festivos en los que se celebraban juegos en honor a varios dioses (ludi); el Ludi Romani, que duraba dos semanas, comenzó en 366 a. C., y durante los dos siglos siguientes se unieron el Ludi Plebei, el Ludi Florales y varios otros. En total, hubo 59 de esos días festivos. Pero además hay que agregar 34 días de juegos instituidos por Sila con diversos pretextos, y las 45 feriae publicae o días festivos generales, como la Lupercalia en febrero (que celebra la crianza de Rómulo y Remo por la loba), la Volcanalia en agosto, y la Saturnalia en diciembre. Luego estaban los días que los emperadores designaban para honrarse a sí mismos, o eran otorgados por un Senado obsequioso. En total, durante el reinado del emperador Claudio, Roma tenía 159 días festivos al año, ¡tres a la semana!… Y teniendo en cuenta los días festivos irregulares que los emperadores solían decretar con cualquier pretexto, no es equivocado afirmar que la Roma imperial tenía una fiesta por cada día de trabajo.” (Robert Hughes, Rome: A Cultural, Visual, and Personal History). La mitad del año dedicado al solaz o al sosiego o a lo que usted guste, pero no al trabajo. ¿Podríamos decir que perdían así los romanos buena parte del año? En cualquier caso no pareció afectar en modo alguno la construcción y fortaleza de una civilización que, grosso modo, perduró al menos a lo largo de doce siglos, del siglo VII a. C. al V d. C.

 

 

El doctor Macedo tenía razón: es imposible perder el año. Podrá usted malgastar el tiempo o dedicarse ahora a algo y arrepentirse después o decepcionarse porque algo, como una pandemia, impida que sus planes se cumplan…, pero perder el año no, a menos de que su tiempo se agote definitivamente.

 

Cierro con epitafio: “Aquí, perdiendo el año”.

jueves, 20 de agosto de 2020

Bicho fautor

Una pandemia es un fenómeno social

que involucra algunos aspectos médicos.

Rudolf Virchow

 

 

Mi amigo Pierre Jours tenía agendada una reunión de trabajo con el secretario de Educación del gobierno de un estado del noroeste, una entidad fronteriza para mayor detalle.

 

“¿Reprogramarla?” —whattsappeo.

 

“Imposible” —me responde.

 

Iniciaba la segunda quincena de junio, es decir, nos encontrábamos en pleno confinamiento. Nada envidiable, su perspectiva era la siguiente: un vuelo directo desde la Ciudad de México con una duración de más de dos horas y media —además, considerando que los husos horarios son diferentes, aterrizaría cuando el reloj marcara casi cinco horas después del despegue—, un trayecto de cuarenta minutos del aeropuerto a un hotel en el centro para registrarse y dejar la maleta, un taxi para llegar a la hora pactada a las oficinas del servidor público aludido, la reunión cara cara…, no, perdón, más bien cubrebocas a cubrebocas, seguramente un encuentro de menos de una hora, ya pasado el ocaso vuelta al hotel, bobear un rato frente al televisor, cena ligera en el restaurante del mismo hotel, regreso a la habitación para leer un rato antes de dormir, y, a la mañana siguiente, temprano, de nuevo al aeropuerto para subirse al avión que lo traería de vuelta… 

 

Pierre me contaría que dos días antes de la fecha acordada, el alto funcionario tuvo a bien cambiar el formato de su reunión:

 

— Afortunadamente fue por zoom

 

— ¡Uy!, harto ahorro de tiempo, lana, riesgos, energía…

 

— Sí, además pudieron participar, desde sus casas, dos colaboradores míos. Qué bueno que ahora podemos hacer esto.

 

¿Ahora? Ahora no…, ¡lo hemos podido hacer desde hace por lo menos veinte años! Y si partimos del hecho de que el medio de comunicación más importante cuando dos personas se sientan a conversar para acordar algo es el habla, pues entonces desde hace mucho más tiempo —Meucci inventó el teléfono hace más de 160 años—.

 

La semana pasada afirmaba aquí mismo que al parecer necesitábamos una pandemia para darnos cuenta de que, para un montón de puestos laborales, nuestras presencias corporales resultan no sólo prescindibles, sino además onerosas. En ambos casos —los viajes de negocios y la presencia diaria y obligada en un mismo sitio de millones de trabajadores que pueden laborar a distancia—, las condiciones materiales para que ocurrieran los cambios ya estaban dadas desde hace no poco; sin embargo, sencillamente no habían sucedido. Así que el bicho ha resultado un fautor.

 

La pandemia, más allá de su carácter biológico con indiscutibles repercusiones en el ámbito de la salud pública, es un fenómeno social que está catapultando grandes cambios. Más incluso, el condenado bicho tendrá mucho más trascendencia social que demográfica: hoy día el planeta Tierra hospeda a 7,805 millones de sapiens; hoy día la COVID-19 ha matado a 769 mil personas.

 

Hasta donde sabemos, esta es la primera vez que los humanos experimentamos el contagio del coronavirus SARS-CoV-2, ciertamente…, pero una pandemia no es un fenómeno novedoso. Desde el principio de los tiempos la humanidad ha tenido que sufrir los embates de epidemias; no obstante, la forma en que las sociedades lidian con ellas cambia.

 

El filósofo multimillonario Bernard-Henri Lévy (Argelia, 1948), alumno de Jacques Derrida y Louis Althusser, dio a conocer en julio su libro Ce virus qui rend fou: essai Este virus que te vuelve loco: ensayo—, y hace apenas unos días University Press publicó la traducción al inglés: The Virus in The Age of Madness. El también documentalista sostiene que lo que más le ha sorprendido durante la presente contingencia no ha sido tanto la pandemia en sí misma, sino el “extraño modo” en la que hemos reaccionado: “Es la epidemia de miedo, no sólo a la COVID-19, que se ha precipitado sobre el mundo entero. Hemos visto almas resistentes paralizarse repentinamente”. Comparto el juicio: en marzo, días antes de que a mí me pegara el virus, escribía en estas páginas: “Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del pánico. La pandemia del pánico se propaga imparable.” El pensador francés caricaturiza —“ISIS declaró que Europa era una zona de alto riesgo para sus combatientes, quienes prontamente desaparecieron para ir a taparse las narices con kleenex con aroma a eucalipto en las profunidades de alguna cueva de Siria o Irak…” — y ya en plan más serio se pregunta si lo que estamos viviendo no se parece a la epidemia de ceguera que narra Saramago en su celebérrima novela.

 

Según Bernard-Henri Lévy la respuesta generalizada en todo el orbe ha sido o neurótica —es decir, la negación: ¡no, el virus ése no existe, es un enorme embuste!— o sicótica —o sea, la sobre reacción: ¡el género humano está al borde de la extinción!—, y alerta: no vaya resultar que el confinamiento y el distanciamiento social termine siendo “una especie de ensayo para una nueva forma de arrestar, oprimir y detener masivamente a la gente”. ¿Y qué tal que no se trata de la antesala de la desesperanza sino de “una señal tranquilizadora de que el mundo ha cambiado, que por fin la vida se ha hecho sagrada, de que, de ahora en adelante, cuando se tome una decisión entre la vida y la economía, la vida triunfará”? Con su libro, Bernard-Henri Lévy no lanza una moneda al aire; más bien invita a hacer una apuesta.

 

Tal vez sólo nos guste creer que somos conscientes de las rutas que tomamos cuando, como ahora, se presentan situaciones en las que, de improviso, se presenta el fautor que se requería para precipitar todas las transformaciones que estaban ya listas para ocurrir.

jueves, 13 de agosto de 2020

Trabajo u-tópico

 — Oiga, Gema, mañana viernes no vengo, eh. Si me buscan, estaré haciendo home office.

 

— Cómo no, licenciado.

 

La noción de home office se sostiene siempre y cuando se refiera a una modalidad ocasional, circunstancial, de coyuntura. Sin embargo, si se mantiene la práctica durante varias jornadas y de manera más o menos prolongada, o más aun, si se perfila como una constante, como una dinámica rutinaria, el fraseo trabajo desde casa —igual que home office—, además de impreciso, puede resultar muy engañoso. O dígame, usted, ¿quienes podemos laborar fuera de las instalaciones de nuestros respectivos trabajos tenemos que hacerlo obligatoriamente en nuestras casas?

 

Miriam es alemana. Un verano, pasó unos días en la Ciudad de México y le gustó tanto que decidió buscar un empleo aquí, hasta que lo encontró. Entiendo que es parte del equipo de marketing de una compañía gringa que vende soluciones informáticas. El caso es que desde mediados de 2019 comparte un departamento en la San Miguel Chapultepec con una abogada mexicana. Durante las primeras semanas de la Jornada Nacional de Sana Distancia, Miriam atendió al pie de la letra la instrucción “Quédate en casa”, y por el tipo de actividad que realiza no tuvo ninguna dificultad en encargarse de todo mediante home office. A finales de mayo, un compañero de la empresa le prestó la casa de sus padres en Cuernavaca: Vete unos días: tomas el sol y puedes trabajar desde allá. Una semana después regresó a la CDMX consciente de una obviedad: sus obligaciones laborales las tiene que atender en su laptop, no en su casa. Metió la ropa sucia a la lavadora y se puso a buscar un Airbnb para irse a Mérida. Todavía anda en el sureste.

 

Mientras más se propague y normalice el trabajo a distancia más evidente será que la dinámica no implica trabajar obligadamente en casa. Y a estas alturas supongo que muchas personas ya se dieron cuenta de que una situación anormalpara serlo necesariamente tiene que ser efímera, de que jamás regresaremos plenamente a la normalidad previa a la pandemia, y de que el teletrabajo viene incluido en la llamada nueva normalidad. A quienes más convendría entender esto somos, claro, a quienes llevamos ya más de cuatro meses laborando fuera del sitio al que llamábamos “el trabajo”.

 

Mi amigo el autorcantor MM chambea en una empresa multinacional high tech que en nuestro país emplea a 16 mil personas en 14 ciudades. Muy lejos de las líneas de producción, él es responsable del área de comunicación. Desde abril, MM y su equipo combinan el home office con esporádicas reuniones presenciales en el lugar al que llaman “el corporativo”, un edificio que está en Santa Fe. Hace un par de meses me contó que varias empresas con las que tiene trato frecuente están cerrando sus presupuestos 2021 dejando fuera la renta de casi todas sus oficinas en la Ciudad de México: Ya no hay duda, es un gasto inútil; van a dejar que su personal continúe trabajando a distancia.

 

En efecto, para un montón de puestos laborales nuestras presencias corporales resultan no sólo del todo prescindibles, sino también onerosas. El hecho no es nuevo, pero al parecer necesitábamos una pandemia para darnos cuenta. ¿En la próxima contingencia ambiental que sufra la Ciudad de México aún quedarán tercos que se nieguen a mandar a trabajar a sus casas a todos los empleados que puedan hacerlo? 

 

Obviamente el teletrabajo no es posible para todos. Si tu chamba consiste en controlar una gran maquinaria, pues seguramente no, no te la vas a poder llevar a casa. Si eres médico especializado en cuidados intensivos tu trabajo seguirá estando en un hospital. Pero en una gran porción de los servicios, el comercio y la economía digital, en general los puestos de cuello blanco, durante los últimos meses la antañona y hasta ahora indestructible liga vives donde trabajas está estirándose dramáticamente y me parece que va a terminar por romperse: cada vez más gente trabajará en donde esté y por lo tanto no tendrá que vivir forzosamente en una determinada ubicación. Incluso muchos podríamos optar por vivir en diferentes lugares a lo largo del año.

 

— ¿Dónde trabajas?

 

— Aquí, en donde ande…

 

Lamentablemente este cambio dejará a mucha gente fuera del mercado; en corto, el enorme contingente de trabajadores que brindaban servicios satélite a todos los empleados que están dejando de acudir a las oficinas. Simultáneamente, en algunos otros ámbitos surgen nuevas necesidades que alguien deberá satisfacer. Así, lo que el e-commerce ha causado hasta ahora quizá termine resultando apenas un atisbo de la profundidad y extensión de las transformaciones que va a generar la revolución laboral que el confinamiento está provocando.

 

Hace unas semanas el INEGI dio a conocer los resultados de los Censos Económicos 2019. En total, se captó información de 6’373,160 establecimientos, con un personal ocupado de poco más de 30 millones. Los datos censales están referidos a una unidad de observación, el establecimiento económico. Cualquiera que lea la definición podrá darse cuente del enorme reto metodológico que representará el próximo levantamiento, en 2024: “La unidad económica que en una sola ubicación física, asentada en un lugar de manera permanente y delimitada por construcciones o instalaciones fijas, combina acciones y recursos bajo el control de una sola entidad propietaria o controladora, para realizar actividades de producción de bienes, compra-venta de mercancías o prestación de servicios; sea con fines de lucro o no.” 

 

No será utópico, pero para muchos el trabajo será cada vez más u-tópico.

sábado, 8 de agosto de 2020

Recapacitar(se)

 Recapacitar(se)

 

La verdad está abierta a todos;

aún no ha sido monopolizada.

Séneca, Carta 33: Sobre la futilidad de aprender máximas.

 

En definitiva, ¿cuál es la meta de la virtud

si no es una vida que fluya con placidez?

Epicteto, Disertaciones, I.4

 

 

Recapacita

 

Cada que termina y cada que comienza una semana más de confinamiento, tal vez usted suspire sintiéndose atascado en un impasse. O muy probablemente tú seas de las personas para quienes el ritmo del quehacer y del trabajo ha bajado tan notoriamente que ahora nos resulta irreconocible. O quizá usted perciba que desde hace al menos cuatro meses nuestro día a día va arrastrándose lastimosamente como un despreocupado tlaconete que, en travesía trasatlántica, va cruzando en diagonal la inmensidad de un patio de monótonos mosaicos descoloridos. Como le ha ocurrido a cientos y cientos de millones de seres humanos en un montón de ciudades alrededor del mundo, es posible que para ti se hayan acortado drásticamente todas las distancias. Para buena parte de la población del planeta, el espacio cotidiano se ha achicado; los compromisos y planes, postergado. A estas alturas de la pandemia, el letargo se ha propagado por doquier. 

 

Nos tocó en suerte vivir una situación paradójica: la lentitud se impuso vertiginosamente. ¡Y ya terminó julio! Los días pasan con desesperante parsimonia, ¡y el año se nos está yendo de volada! Ansiedad y aburrimiento intercalan posiciones.

 

Más allá de las apariencias y de las impresiones diarias, transitamos por un momento de cabriolas y volteretas, de aceleradísimas trasformaciones. Si los cambios son las marcas del compás del paso del tiempo, en realidad vivimos una vorágine. Y como siempre sucede: es muy difícil que quienes están experimentando grandes mutaciones históricas alcancen a darse cuenta de ello. Con todo, la inconsciencia no es suficiente y la incertidumbre cala: ¿cuándo va a terminar todo esto? La mayoría de la gente con la que converso aún se pregunta cómo será la normalidad después del COVID-19, no cómo está conformándose minuto a minuto la emergente normalidad con el COVID-19.

 

Además palpita el miedo: si bien 46 mil muertos alcanzan apenitas una proporción porcentual de menos de cuatro centésimas respecto a la población total de México, los contagios y defunciones dejaron de ser fría estadística. Desde hace mucho, las noticias ya también llegan por WhatsApp y telefonazos. Ya intubaron al suegro de Montaño… y una vecina del Rosco ya se murió de coronavirus… y, ¡carajo!, mi cuate JL no hizo caso y ya se lo llevó la pelona… y Ray ya dio positivo… por cierto, ¿supiste que el papá de Erika la libró? ¡Uy, qué bueno!, porque de la secretaría en donde trabaja Juanjo dicen que ya se han muerto varios…

 

 

 

(…)

 

El miércoles de la semana pasada soñé que un viejo aliado onírico venía a instruirme:

 

— Recapacita.

 

   Sí, tienes razón, es momento de repensar todo –respondía yo.

   Recapacita y recapacítate.

Desperté a media madrugada: claro, repensar las cosas y capacitarse de nuevo, rejerarquizar habilidades, virtudes… Debí haberle contestado:

 

   Reflexionar: cavilar y flexionarse de nuevo.

 

 

Recapacítate

 

Justo acabo de terminar de leer Cómo ser un estoico, de Massimo Pigliucci (Ariel), y viene a cuento. El autor, un biólogo romano afecto a estudiar filosofía grecorromana clásica, sostiene que el estoicismo “se trata de practicar la virtud y la excelencia, y de transitar por el mundo maximizando nuestras capacidades mientras somos conscientes de la dimensión moral de todas nuestras acciones”. Recapacitar y recapacitarse, digo yo —¿o podemos soñar mensajes que no provengan de nosotros mismos, contenidos ajenos?—.

 

El estoicismo, una filosofía eminentemente práctica, tiene hoy un alto grado de actualidad; de filiación socrática, establece que lo más importante para cualquier persona es vivir conforme a su propia naturaleza, y la naturaleza de cualquier humano no es otra que la de ser sociales y razonables. Así, a diferencia de su origen directo, el cinismo ascético de Diógenes, “el estoicismo es principalmente una filosofía del compromiso social que también anima a amar a toda la humanidad y a la naturaleza”. Por lo demás, dicha naturaleza es en principio comprensible para la razón, ya que funciona conforme al Logos.

 

Aunque en él abundan referencias a otros filósofos estoicos —tanto de la Antigüedad, como Crisipo de Solos, Séneca, Cayo Musonio Rufo y Marco Aurelio, como contemporáneos, como James Stockdale, William Irvine—, el libro de Massimo Pigliucci encuentra su referente principal no en el fundador de la escuela, Zenón de Citio, sino en Epicteto (c.55-135 d. C.), el filósofo cojo y esclavo, y basa su exposición del estoicismo en las Disertaciones —libro escrito por Arriano de Nicomedia con base en los apuntes que tomaba durante las lecciones de su maestro, Epicteto— y del Enquiridión Manual.

 

El objetivo último del estoicismo es vivir una existencia eudaimónica, es decir, una vida feliz, plena, buena para acabar pronto, en la que se consiga la tranquilidad de la mente, la célebre ataraxia griega. ¿Cómo? Mediante el ejercicio de cuatro virtudes. Para lidiar con el deseo (aceptación estoica), el valor y la templanza; para participar en la acción social (filantropía estoica), la justicia, y encima de todas las virtudes, la sabiduría (concienciación estoica).

 

En medio de la plaga de aburrimiento, ansiedad, incertidumbre y miedo que el 2020 nos ha deparado, creo que convendría perseguir la ataraxia y recapacitar en torno a uno de los principales argumentos del estoicismo clásico: “tenemos una extraña tendencia a preocuparnos y a concentrar nuestras energías precisamente en aquellas cosas que no podemos controlar”. Por cierto, ¿para cuándo estará lista la vacuna?