Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

martes, 28 de noviembre de 2023

El invento sapiens

 

… la técnica de las herramientas no es más que

un fragmento de la biotécnica, de la dotación vital total del hombre.

Lewis Mumford, El mito de la máquina.

 

 

¿Tú usabas de esas?

 

Lo que voy a contar me sucedió en Aguascalientes, en las postrimerías del siglo pasado. Dicho así parecería que ocurrió hace muchísimo tiempo, pero fue hace apenas un cuarto de siglo: 1998, quizá 1999.  Constanza tendría entonces cuatro, máximo cinco años. Yo necesitaba comprar una buena cantidad de consumibles para el despacho, y fuimos a una de esas enormes papelerías de cadena. Ella iba a bordo del carrito de compras, en el asiento para niños. Mientras me aprovisionaba, como casi siempre, íbamos platicando… Cuando avanzábamos por uno de los pasillos más alejados de la entrada, pasamos por unos estantes en donde algo atrapó su atención:

 

— ¿¡Qué son esas cosas, papá!?

 

Esas cosas ya no las venden en las papelerías y supongo que ya nada más se pueden conseguir en bazares y tiendas de antigüedades, pero entonces aún convivían en los catálogos y mostradores de los grandes comercios con las computadoras nuevas.

 

— Son máquinas de escribir, hija –le respondí a Constanza, y hasta entonces caí en la cuenta de que ella jamás, en toda su vida, había visto una.

 

— A verlas…

 

La cargué y nos aproximamos a esas cosas. Una de ellas tenía puesta una hoja de papel. Tecleamos algunas letras, golpe de carro y luego escribí su nombre… 

 

— ¡No tiene pantalla!

 

— No, no tiene.

 

— ¿Y cómo borras?

 

— Bueno, hay que borrar en el papel…

 

Entonces, no sé bien por qué razón, el artilugio ya no le pareció tan admirable…: — ¿Tú usabas de estas? —me cuestionó con una expresión que me pareció muy próxima a la compasión…

 

 

Ratones en vías de extinción

 

Daniel Dennett ha dictado su conferencia Tools To Transform Our Thinking en muchos foros. Hace diez años, lo hizo en la Royal Geographical Society. En un momento dado, mostró en la gran pantalla en la que se estaba proyectando su presentación un par de objetos… Traduzco:

 


— Aquí tenemos algunas herramientas de pensamiento. La imagen es en sí misma una herramienta de pensamiento: llama la atención la comparación directa entre ambos objetos y provoca nuestra reflexión. La de la izquierda es un hacha de mano y el de la derecha no tengo que decirles qué es… —como tú, lector, no estás mirando la imagen, te digo de qué se trata. El hacha es una herramienta lítica, prehistórica, seguramente de sílex, tallada por ambas caras de tal forma que tiene una forma casi triangular con una base semicircular; un bifaz de piedra, que servía para cortar, raspar y perforar tallada por ambas caras hasta. En cuanto al otro objeto, se trata de un simple mouse, un ratón, el dispositivo apuntador utilizado para facilitar el manejo de un entorno gráfico en una computadora. —. Noten. El ancha de mano fue empleada con esta forma, sin cambios, durante más de un millón de años. Extraño. Realmente extraño. En comparación, el mouse ha estado por aquí solamente durante unas cuantas décadas, y probablemente ya se encuentre de salida. La velocidad en el cambio del uso y mejoramiento de las herramientas ha aumentado un poco…

 

 

El invento sapiens

 

Yuval Noah Harari usa el concepto de revolución cognitiva para denominar el momento en el que los humanos empezaron a pensar de una manera radicalmente diferente a cualquier otra especie. Este cambio corresponde al desarrollo del lenguaje simbólico y al despegue de la imaginación creativa y de la capacidad de cooperación social a gran escala. La revolución cognitiva ocurrió hace unos setenta mil años, así que, considerando el tiempo de existencia de nuestra especie, resulta obligado preguntarnos qué diablos estuvimos haciendo durante casi ciento cincuenta mil años. La mejor respuesta que conozco se la debemos al sociólogo Lewis Mumford, quien también se formuló la misma interrogante: 

 

Cuando busquemos pruebas en favor de la genuina superioridad del hombre respecto de las demás criaturas, haríamos bien en procurarnos otras pruebas que sus pobres herramientas de piedra; o más bien deberíamos preguntarnos qué actividades le preocuparon durante los innumerables años en que con los mismos materiales y análogos movimientos musculares que más tarde empleó con tanta destreza, podría haber fabricado herramientas mejores.

 

Mumford sostiene que “lo especial y singularmente humano es su capacidad para combinar una amplia variedad de propensiones animales hasta obtener una entidad cultural emergente: la personalidad humana.” En otras palabras, sostiene que la humanidad del hombre no es natural, algo dado por la evolución biológica, sino una creación cultural. José Ortega y Gasset defendió la misma idea:

 

Lejos de haber sido regalado al hombre el pensamiento, la verdad es que se lo ha ido haciendo, fabricando poco a poco merced a una disciplina, a un cultivo o cultura, a un esfuerzo milenario de muchos milenios, sin haber aún logrado —ni mucho menos— terminar esa elaboración.

 

Así que, más que a tallar incansablemente piedras, ha eso debimos de habernos dedicado la mayor parte de nuestra existencia, a humanizarnos, a inventar al sapiens: “Las ‘labores’ culturales prevalecieron, por necesidad, sobre el trabajo manual —explica Mumford—. Estas nuevas actividades… exigían el control de todas las funciones naturales del hombre, incluyendo sus órganos de excreción, sus desmesuradas emociones, sus promiscuas actividades sexuales y sus atormentados y estimulantes sueños.” Y todo indica que nos tardamos más de cien mil años en lograrlo, quizá únicamente amparados por una sola técnica decisiva y exclusivamente humana: el uso y conservación del fuego.

 

En suma, “considerar al hombre ante todo como un animal que usa herramientas equivale a pasar por alto los principales capítulos de la historia de la humanidad…”, porque el hombre no intervino más que cualquier otro animal el mundo que le rodeaba, sino hasta que se humanizó. 

 

lunes, 20 de noviembre de 2023

Indómitos mundos

  

Exterior/interior

 

Hitler se convirtió en el canciller de la República de Weimar el 30 de enero de 1933. Semanas después, el 24 de marzo, con la aprobación de la Ley para el remedio de las necesidades del Pueblo y del Reich, se instauró la Alemania nazi. El 10 de mayo siguiente, unas setenta mil personas, la mayoría alumnos de la Universidad Wilhelm Humboldt, acarrearon a la Opernplatz de Berlín más de veinte mil libros. ¿Para qué? Para quemarlos. El líder estudiantil nazi Herbert Gutjahr arengó: “Hemos dirigido nuestro actuar contra el espíritu no alemán. Entrego todo lo que lo representa al fuego”. Echaron a una inmensa pila para que ardieran obras de Karl Marx y Kautsky, de Walter Benjamin, Ernst Glaeser y Erich Kästner, de los hermanos Thomas y Heinrich Mann, de Kafka, Einstein, Alfred Kerr, Sigmund Freud… El acto se prolongó durante horas, interrumpido sólo por el embeleso de los cantos nacionalsocialistas y un discurso del ministro de Propaganda, Joseph Goebbels. La misma barbarie se emularía en muchas ciudades alemanas y austriacas. Viena no fue la excepción. Pocos días después, Freud comentó lo ocurrido con su amigo Ernest Jones: “¡Qué progresos estamos haciendo! En la Edad Media me habrían quemado a mí; hoy en día se contentan con quemar mis libros.”


 

Ese mismo año, en la Cátedra Valdecilla de la Universidad Central de Madrid, José Ortega y Gasset impartió el curso En torno a Galileo. El español dijo a sus alumnos que quien quiera entender la historia debe “abandonar el psicologismo o subjetivismo”, y sostuvo que la pregunta radical de dicha disciplina no es “cómo han variado los seres humanos, sino cómo ha variado la estructura objetiva de la vida”. Pero, por otra parte, el madrileño alertó que uno sólo puede conocer desde uno mismo, a uno y a todo lo demás:

… la vida de cada uno de ustedes no es lo que, sin más, veo yo de ellas mirándolas desde mi sitio, desde mí mismo. Al contrario, eso que yo, sin más, veo de ustedes no es la vida de ustedes, sino precisamente una porción de la mía, de mi vida… Pero claro es que la vida de cada uno de ustedes no es lo que cada uno de ustedes es para mí, lo que es hacia mí…, sino que es lo que cada uno de ustedes vive por sí, desde sí y hacia sí… La realidad de la vida consiste, pues, no en lo que es para quien desde fuera la ve, sino en lo que es para quien desde dentro de ella lo es…

 

 

 

Interior/exterior

 

Seis años después, en 1939, ambos, Sigmund Freud y José Ortega y Gasset, vivían exiliados: el neurólogo austriaco en Londres, Inglaterra; el filósofo español en Buenos Aires, Argentina. Formalmente, justo ese año estalló la II Guerra Mundial: el 1º de septiembre las fuerzas nazis invadieron Polonia, y tal acción llevó a que Gran Bretaña y Francia declararan la guerra a Alemania el 3 de septiembre. 

 

Don José (1883-1955) era un pata de perro consumado, acostumbrado a andar fuera del terruño. Había salido oportunamente de España, en el 36, venía de París y aquella era ya su tercera estadía en la capital argentina. Su primera visita había sucedido más de veinte años atrás. Por vez primera había estado en Buenos Aires de julio de 1916 a enero del siguiente año, y luego había vuelto en 1928. En su tercera visita, dejaría a los gauchos en el 42 para irse a vivir a Lisboa.

 

En cambio, Freud (1856-1939) prácticamente jamás había dejado Viena, cosa que tuvo que hacer en 1938. Junto con su cuñada Mina, su hija Ana y su esposa Marta, huyeron de la capital austriaca. Una de sus pacientes, la princesa Marie Bonaparte, sobrina nieta de Napoleón y princesa de Grecia y Dinamarca, encabezó las jugarretas diplomáticas que llevaron al padre del psicoanálisis a suelo británico…, de donde jamás volvería: casi un año después, habría de fallecer el 23 de septiembre de 1939 en Londres. Para entonces, la edificación de la portentosa teoría psicoanalítica estaba ya totalmente construida.



Aquel año, Ortega y Gasset escribió Ensimismamiento y alteración —un ensayo que habría después de incorporar a uno de sus libros imprescindibles: Meditación de la técnica (1942)—, en el que argumenta que somos la única especie que tenemos sitio para escapar del mundo: ¡nuestro mundo interior! A diferencia del resto de los animales, incapaces de regir su propia existencia, siempre atentos a lo que pasa fuera de ellos —riesgos o beneficios—, el humano…

 

… puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo su facultad de atender a una torsión radical, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas.


 

En corto, el hombre detenta el poder “de retirarse virtual y provisoriamente del mundo, y meterse dentro de sí, o dicho con un espléndido vocablo…, el hombre puede ensimismarse”. Y ahí dentro, pensamos, reflexionamos para entonces actuar. Don José afirma algo que uno quisiera creer, y que, sin embargo, va diametralmente en contra de todo lo que Freud demostró y teorizó a partir de su trabajo clínico: “Sólo es humano lo que al hacerlo lo hago porque tiene para mí un sentido, es decir, lo que entiendo…” Una bonita sentencia proferida desde el narcisista ego de la Humanidad. Más incluso: “no puede hablarse de acción sino en la medida en que va a estar regida por una previa contemplación; y viceversa, el ensimismamiento no es sino un proyectar la acción futura…” Claro, como si el yo fuera el amo en su propia casa, como si el inconsciente se limitara a estar dormidos…

domingo, 12 de noviembre de 2023

Ellos, los otros y Max Well

 

Nunca pensé sentir de cerca los sucesos extraños y apocalípticos

que se sucedían en el mundo. Siempre me había sentido ubicado

lejos de la acción… Sin embargo, a un año de iniciados,

y seis meses después del último magno acontecimiento,

me pasaban ahora las cosas más increíbles.

Max Well, Ellos, otros y nosotros.

 

 


Él, Max Well, quien es también Mario Alfredo Grajales Leal (México, D.F., 1967), es decir, otro y el mismo sujeto, escribió Ellos, otros y nosotros (Caligrama, 2021). Otro, ése del sobrenombre envidiable, es él. No es gratuito que en el Prefacio de su novela Max Well traiga a colación aquel aforismo de Jean Nicolas Arthur Rimbaud que de alguna manera anunció el castillo conceptual que unos años después habría de levantar un neurólogo vienés adicto a los puros: “Yo es otro”, tres palabras que el poeta francés espetó en una carta a Georges Izambard en 1871: “Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan. Perdón por el juego de palabras. Yo es otro.” Max Well también retrotrae el dicho lacaneano que sostiene que “siempre cabe encontrar al yo en el campo del otro”, y la sorpresiva declaración del narrador francés, tan huraño él, Michel Houellebecq: “la posibilidad de vivir empieza en la mirada del otro”. La que no cita, quizás para evitar andar por senderos fáciles, es la celebérrima sentencia de Jean Paul Sarte, quien en su pieza teatral A puerta cerrada hace que Garcin diga: l'enfer, c'est les Autres, o sea “el infierno son los otros”.

 

Si bien Ellos, otros y nosotros no engarza historias relacionadas con el infierno, sí que nos recuerda tiempos apocalípticos, no míticos ni antiguos, sino los nuestros, los contemporáneos, los recientes, los tiempos de azoro y desasosiego que estamos empecinados en hacernos creer que ya pasaron. ¿Será? ¿Pasaron? ¿O están sucediendo? ¿O serán? ¿Apagaron —ojo por favor con el sujeto tácito oculto en el verbo: ellos— ya el fuego o seguimos siendo la rana que no se da cuenta que la están cociendo poco a poco?

 

Como debe hacerse en una buena novela, Max Well comienza la suya a rajatabla, con un íncipit contundente, me atrevería a decir que prototípico: “Hoy ya nada es igual”. En efecto, para que dé inicio una narración tiene que haber eso, un corte sincrónico pertinente, algo que diferencie un momento determinado de la diacronía, del transcurrir parejo del tiempo —parejo justo porque siempre ya nada es igual—. El protagonista/narrador de Ellos, otros y nosotros da cuenta de ello y desde las primeras páginas queda dicho que se entrecruzarán los relatos personales y colectivos con el gran cuento global, el que nos involucra a todos, aunque a pocos realmente les interese, ese cuento complejísimo en el que tarde que temprano te darás por enterado de que siempre has formado parte. Porque sí, la ilusión de vivir de local estriba en mucho en creer que el mundo está en otra parte… “Mi atención, como supongo como la de todos, se centraba en esperar si lo que había estado ocurriendo en todo el mundo… estaría ocurriendo en territorio propio…”

 

¿Y qué será narrado? ¿La historia definitiva? No, una versión, “una especie de versión confiteor —yo confieso, yo pecador—, mea culpa”. Una versión de las múltiples, a la que además tú mismo cuando la leas le darás una interpretación única, la tuya…, y la tuya tampoco será definitivamente tu propia lectura, será la del momento en que la leas. La novela cuenta la proliferación de presagios funestos, la inminencia y la ocurrencia cotidiana de la hecatombe, y por eso puede resultar hoy tan familiar a muchos lectores, porque todavía, a finales del 2023, el bofetadón de incertidumbre que la realidad nos pegó en 2020 sigue causando ardores y tiene herido el ego del sapiens, por más que se refuercen todos los días las dosis del analgésico de la rutina: “… la fuerza inercial de la rutina que tenemos los humanos al vivir en civilización, o quizá sólo otra parte del plan que tienen ellos, no sé quiénes, para mantener el control”. ¿Ellos? Ellos quienes nunca son nosotros —“… me refiero a ese nosotros a los que puedo ver y tocar”—.

 

Ellos tampoco son los demás, ni siquiera son los otros. Son los distantes, los invisibles, los inefables, los anónimos… Ellos se agazapan en las antípodas de nosotros, esa maravilla construida a partir de los otros, según versa Octavio Paz en su Piedra de Sol:


soy otro cuando soy, los actos míos

son más míos si son también de todos,

para que pueda ser he de ser otro,

salir de mí, buscarme entre los otros,

los otros que no son si yo no existo,

los otros que me dan plena existencia,

no soy, no hay yo, siempre somos nosotros…

 El nosotros novelado por Max Well es una cofradía costera con sede en una taberna. Una congregación oportuna de dispersos en la que las historias compartidas, el ajedrez, el arte, la conversación y una especie rara de solidaridad cómplice, de complicidad solidaria, mantienen a un grupo de variopintos personajes atentos los unos de los otros. Y aquí, me parece, está el faro: a fin de cuentas, el único recurso con el que hemos podido mantener la factibilidad de la especie se puede condensar en dos palabras: Yo somos.

 

domingo, 5 de noviembre de 2023

El inconsciente de Sigmund

  

Sueños lúcidos

 

Durante la mayor parte de su existencia, Marjorie Helen Spence (1910-2004) fue conocida con otro nombre: Patricia Russell. Estudió filosofía, política y economía. En 1932, se graduó en Oxford con honores. Cuatro años después se casó con Bertrand Russell (1872-1970). A finales de 1941, el matrimonio —primero de dos de ella, tercero de cuatro de él— se encontraba en Estados Unidos. Él leía, escribía, coqueteaba, hacía activismo e impartía un ciclo de lecciones magistrales en la Fundación Barnes de Filadelfia. Ella, además de cuidar al hijo de ambos, Conrad Sebastian Robert, se encargaba de buena parte de la investigación que soportaba las conferencias de su marido. Bertrand escribiría A History of Western Philosophy, publicado en 1945 (Simon & Schuster), a partir de aquellas lecciones. De aquellos años son también sus libros Cómo convertirse en filósofo (1942), Cómo leer y entender la historia (1943) y El valor del libre pensamiento (1944). En su Historia de la filosofía occidentalel filósofo británico afirma: “la filosofía moderna comienza con Descartes, cuya certidumbre fundamental es la existencia de sí mismo y de su pensamiento”.

 

Desde 1818 y hasta el año de su muerte, G. W. F. Hegel (1770-1831) ofreció en la Universidad de Berlín un encadenamiento conferencias sobre la historia de la filosofía. En principio no tenía contemplado publicar aquel material, pero afortunadamente cambió de opinión: agrupado en tres tomos, sería publicado póstumamente entre 1833 y 1836. En dicha obra, antes que Russell, el filósofo alemán sostuvo también que “René Descartes es el verdadero iniciador de la filosofía moderna.” ¿Por qué? El genio de Stuttgart responde: porque “ella [la filosofía moderna] eleva a principio el pensar”. ¿El pensar? El pensar consciente, se entiende, porque ese, el consciente, era el único pensar posible de acuerdo con el galo. 

 

Según René Descartes (1596-1650), ningún pensamiento humano puede ser inconsciente: “Mediante la palabra pensar (cogitatio) entiendo todo aquello que acontece en nosotros de tal forma que nos apercibimos inmediatamente de ello.” ¿Nos apercibimos? Descartes afirma esto en su obra Los principios de la filosofía. En su propia traducción al francés, don René emplea efectivamente el verbo appercevoir, apercibirse, darse cuenta. Ahora, digo "su traducción" porque originalmente Descartes escribió y publicó este libro no en francés sino en latín (Principia philosophiae, 1644): “Cogitationes nomine, intelligio illa Omnia, quae nobis consciis in nobis fiunt, quatenus eorum in nobis conscientia est”. Lo cual, directo del latín, deberíamos pasar a nuestro idioma así: “Mediante la palabra pensamiento entiendo cuanto acontece en nosotros de tal manera que de ello tengamos conciencia”.

 


Curiosamente, René Descartes inauguró la filosofía moderna gracias a que tuvo tres sueños la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619, los cuales, según él mismo, pudo interpretar dormido, en sueños, antes de despertar, es decir, estando aún inconsciente.

 

 

Percepciones desapercibidas

 

Al igual que Descartes, el filósofo inglés John Locke (1632-1704) sostenía que la única manera de pensar que tenemos los hombres y mujeres es estando al tanto de que pensamos. En su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) apunta:

… digo que en ningún momento un hombre puede pensar despierto o dormido sin ser sensible de ello. Este ser sensible no es necesario respecto a alguna cosa, con excepción de nuestros pensamientos, para los que es y será siempre necesario, en tanto que no podamos pensar sin tener conciencia de que pensamos.

El polímata alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) dedicó su libro Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (escrito en 1704, pero publicado hasta 1775) a refutar capítulo a capítulo el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke. Leibniz sostiene que el conocimiento no se deriva de la experiencia, sino que es innato en la mente, y defiende la idea de que los seres humanos sí tenemos pensamientos de los cuales no somos conscientes:

… también las bestias tienen percepción, sin que por ello sea necesario que tengan pensamiento, es decir, que tengan reflexión o algo similar. También nosotros tenemos pequeñas percepciones de las cuales no nos apercibimos en nuestro estado actual. Cierto es que podríamos apercibirnos y reflexionar sobre ellas, si no lo impidiese su enorme cantidad, que divide nuestro espíritu, o si no estuviesen difuminadas, o mejor, oscurecidas por otras mayores.

 

Un poder del que era inconsciente

 


“… seguí mi camino hacia la destrucción del demonio, más como una tarea encomendada por el cielo, como el impulso mecánico de algún poder del que era inconsciente, que como el ardiente deseo de mi alma” —clama Víctor Frankenstein en el capítulo XXIV de Frankenstein o el Prometeo Moderno, obra de la británica Mary Shelley (1797-1851). El demonio al que se refiere el médico y anatomista Víctor Frankenstein es su propia creación, el monstruo que, al paso de los años y fuera de la novela, arrebataría el nombre a su creador: Frankenstein.

 

La primera edición de la novela de Shelley comenzó a circular en Londres en enero del mismo año en el que Hegel inició sus conferencias de historia de la filosofía, 1818. Y sí, no es un error de traducción; en el original se puede leer a la letra: “the mechanical impulse of some power of which I was unconscious, than as the ardent desire of my soul”.

 

 

Autómatas

 

Por aquellos días, un mancebo alemán se esforzaba por terminar su tercer libro. De los dos primeros poca gente se había dado por enterada: Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (1813) y Sobre la visión y los colores (1816). Eso sí, gracias al primero de ellos obtuvo el doctorado, y del segundo al menos debió de recibir alguna retroalimentación por parte de quien era la pluma más prestigiada por entonces en toda la Confederación Germánica. Ambos personajes residían en la ciudad de Weimar y, a pesar de la diferencia de edades, se frecuentaban y departían: en 1818, en febrero, Arthur Schopenhauer cumplió 30 años, y Johann Wolfgang von Goethe tenía 68. Un mes más tarde el joven concluyó su libro y enseguida se sentó a escribir una misiva dirigida al señor Brockhaus, editor avecindado en Leipzig:

Mi obra es un nuevo sistema filosófico: pero nuevo en el pleno sentido de la palabra: no una nueva exposición de lo ya existente sino una serie de pensamientos con un grado máximo de coherencia, que hasta ahora no se le han venido a la mente a ningún hombre. 


El mundo como voluntad y representación sería efectivamente publicado a finales de aquel año. En aquel libro el joven oriundo de Gdansk arremetía así en contra de la mayoría de sus congéneres:

Es realmente increíble lo insulsa e irrelevante que es, vista desde fuera, y lo apática e inconsciente que es, sentida desde dentro, la vida de la mayoría de los individuos. Es un apagado anhelar y atormentarse, un delirio onírico que transcurre a lo largo de las cuatro edades de la vida hasta la muerte, acompañado de una serie de pensamientos triviales. Esos hombres se asemejan a mecanismos de relojería a los que se da cuerda y marchan sin saber por qué; y cada vez que es engendrado y nace un hombre, se vuelve a dar cuerda al reloj de la vida humana y se repite de nuevo la misma canción mil veces cantada, frase por frase y compás…

          


Inercia

 

Casi una centuria atrás, otro joven sin problema alguno de falsa modestia, mientras andaba de viaje por Francia, se concentró en la realización de un libro que pretendía ser nada menos que “un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo”. Tampoco encuentra uno demasiado recato en el título que el autor escogió para su obra: Tratado de la naturaleza humana (1739). El mozo —tenía solamente 23 años— había nacido en Edimburgo, Escocia, y se llamaba David Hume (1711-1776). En la Sección VII de su ensayo, “De las ideas abstractas”, el escocés aduce: “hacemos acompañar a nuestras ideas de una especie de reflexión, de la cual somos en gran medida inconscientes a causa de la costumbre”. Y más adelante, en la Sección XII, “De la probabilidad de las causas”, Hume afirma que los humanos solemos armar inferencias semejantes a partir de fenómenos contrarios, error que cometemos por una especie de inercia de pensamiento:

Cuando nos limitamos a seguir la determinación habitual de la mente efectuamos la transición inconscientemente, sin interponer ni un instante entre la visión de un objeto y la creencia en su acompañante habitual. Como la costumbre no depende de deliberación alguna, actúa instantáneamente, sin dar tiempo a reflexión.


 

 

El inconsciente freudiano 

 

Tanto en la conferencia La fijación al trauma, lo inconsciente como en su artículo Una dificultad del psicoanálisis, los dos de 1917, Sigmund Freud (1856-1939) aduce que el ego narcisista de la Humanidad ha recibido tres grandes golpes: Copérnico terminó de hacer pedazos la cosmovisión geocéntrica del universo, Darwin nos hizo saber que el ser humano no fue creado por Dios a su imagen y semejanza, y finalmente él mismo, Freud, develó que el hombre no tiene el control de sí mismo: “el yo… ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconscientemente en su alma”.

 


El problema del inconsciente es “menos un problema psicológico que el problema mismo de la psicología” —escribió Freud en La interpretación de los sueños (1900)—, “pues la experiencia muestra que los procesos de pensamiento más complicados y perfectos pueden desarrollarse sin excitar la conciencia. Desde este punto de vista, los fenómenos psíquicos conscientes constituyen la menor parte de la vida psíquica, sin ser por ello independientes del inconsciente”. De esta manera, el neurólogo vienés coloca la noción del inconsciente como la columna principal de todo el edificio conceptual psicoanalítico. Ciertamente, “la teoría del inconsciente constituye la hipótesis fundante del psicoanálisis” (Diccionario del Psicoanálisis dirigido por Roland Chemama, 1995).

 

Con todo, el breve recuento que he hilvanado hasta aquí, sin ser exhaustivo, muestra que la idea del inconsciente no era algo desconocido a finales del siglo XIX e inicios del XX, sino que, por el contrario, se debatía. ¿Entonces? Sucede que antes de Freud, lo inconsciente era, en general, sencillamente el antónimo de consciente. De hecho, él mismo lo explica así: “No sin deliberación digo en nuestro inconsciente, pues lo que así llamamos no coincide con lo inconsciente de los filósofos… En ellos está destinado a designar sólo lo opuesto a lo consciente”.

 

Todavía a mediados del siglo XX, Bertrand Russell, en su libro An Inquiry Into Meaning And Truth (1950), no atinaba a “atribuirle un significado definido” al adverbio inconscientemente:

Qué se debe hacer con toda experiencia para que podamos conocerla. Son posibles varias cosas. Podemos usar palabras para describirlo, podemos recordarlo con palabras o imágenes, o simplemente podemos ‘notarlo’. Pero ‘darse cuenta’ es una cuestión de grado y muy difícil de definir; parece consistir principalmente en aislarse del entorno sensible. Por ejemplo, al escuchar una pieza musical, puedes fijarte deliberadamente sólo en la parte del violonchelo. El resto se oye, como se dice, ‘inconscientemente’, pero ésta es una palabra a la que sería inútil intentar atribuirle un significado definido. En cierto sentido, se puede decir que ‘conoces’ una experiencia presente si despierta en ti alguna emoción, por débil que sea: si te agrada o desagrada, o te interesa o te aburre, o te sorprende o es justo lo que esperabas.

Por su parte, habrá quien no esté de acuerdo con la construcción concpetual, pero nadie podría afirmar con razón que el inconsciente de Sigmund Freud no está defindio.