Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

lunes, 27 de julio de 2015

Gazapo, ¿ondero cincuentón?

En memoria de Gustavo Sainz


En diciembre próximo cumplirá medio siglo la primera edición de Gazapo, novela inicial de Gustavo Sainz, chilango nacido el 13 de julio 1940, quien ya no alcanzó a celebrarlo: el 26 de junio pasado falleció en Bloomington, Indiana.

A finales de 1965, cuando Joaquín Mortiz publicó Gazapo en su serie “El Volador”, Sainz ya había dado a conocer algunas narraciones en los Anuarios del INBA (1959, 1961 y 1962), además de Siete actos sexuales realizados -un fragmento de de lo que sería su primer libro- en los Cuadernos del Viento (1964). Junto con La Tumba (1964) de José Agustín (1944), Gazapo marca un parteaguas en la literatura contemporánea de México: los adolescentes tomaron la palabra para escribir sobre sí mismos. A esta circunstancia y sus secuelas se le ha dado en llamar “Literatura de la Onda”, etiqueta muy discutible impuesta por vez primera en 1969 por Margo Glantz.




“La Onda es un fenómeno social que se da en nuestro país entre 1966 y 1972, y se funda en el rock…, en las drogas sicodélicas, la mariguana, la pura vida ondera en contra de la vida complaciente”, explica con toda razón Elena Poniatowska (¡Ay vida, no me mereces!, 1985), sobre todo si subrayamos el adjetivo “social”. Un ondero paradigmático, Parménides García Saldaña (1944-1982), escribió una especie de manifiesto del movimiento -En la ruta de la onda, 1972-, en el que uno puede espulgar sus elementos definitorios: juventud, rock, alcohol, mota en particular y drogas en general, uso del inglés y caló, rebeldía, acelere… La Onda fue un fenómeno social, pero no una corriente literaria. En “La onda que nunca existió” (Revista de crítica literaria latinoamericana, 2004), José Agustín así lo señala: “la categoría ‘Literatura de la Onda’… es errónea y se presta a malentendidos y confusiones ya que por esas fechas existió un movimiento juvenil, subterráneo, llamado ‘La Onda’, resultado del cruce entre el movimiento estudiantil de 1968 y las ideas de los jipitecas de la misma época. Los chavos de ‘La Onda’… tuvieron su apogeo en el festival de Avándaro de 1971”.


Gustavo Sainz (1940-2015), José Agustín y Elena PoniatowskaFoto tomada del blog de Gustavo Sainz

José Agustín ha escrito algunas novelas que dan cuenta de La Onda en tanto fenómeno social -Se está haciendo tarde (final en la laguna), 1973, el mejor ejemplo-, y aunque le sobran seguidores e imitadores, ni él ni Sainz se erigieron líderes de movimiento literario alguno: “nunca nos juntamos… para decir: somos La Onda. No constituimos un movimiento literario”. Otras novelas de aquella época podrían aceptar el mote deonderas -Pasto verde (1968) de García Saldaña, Larga sinfonía en D (1968) de Margarita Dalton, La muchacha en el balcón (1970) de Juan Tovar, La jiras (1973) de Federico Arana, etcétera-, pero lo anterior no va en descargo de la doctora Glantz: su categorización fue equivocada y ha generado muchos desaciertos: “redujo todo a jóvenes-coloquialismo-drogas-sexo-rocanrol, y encasilló sin ton ni son a René Avilés Fabila, Eugenio Chávez, Gerardo de la Torre, Elsa Cross, Juan Tovar, Parménides García Saldaña, Humberto Guzmán, Roberto Páramo, Manuel Farill, Orlando Ortiz, a Sainz, a mí -argumenta José Agustín- y a varios más. La sola lista evidenciaba que no había leído bien, si es que lo había hecho, a gente que circulaba por carreteras distintas”.

Calificar a Gazapo como ondera es de plano un disparate -qué tanto, se podrá apreciar más adelante-; con todo, existen fuertes lazos entre La Tumba y Gazapo, así como entre los dos libros que sus autores publicarían después: De Perfil (José Agustín, 1966) y Obsesivos días circulares (Sainz, 1969). La liga más importante es el hecho de que las dos fueron escritas por jóvenes menores de 25 años y tienen como temática la vida de adolescentes mexicanos urbanos y clasemedieros. Esto no había ocurrido nunca en las letras mexicanas. Las primeras novelas de Agustín y Sainz no sólo abrieron las puertas de la literatura a otros jóvenes, además motivaron la aparición de protagonistas adolescentes en narraciones de otros escritores mexicanos. Y más, aquellos libros ganaron muchos nuevos lectores: los chavos que se sintieron de alguna manera expresados en esas novelas.
Gazapo narra dos historias y con ellas una iniciación; explica el autor:
“En la primera, un adolescente que rompe con su primer ambiente (la familia) trata de adaptarse al segundo (los amigos, la vida en soledad, las aventuras de soltero)… La segunda historia… es la crónica desenfadada de una seducción”.
Menelao, el protagonista, es “casi una copia al carbón” de Sainz. En 1966, el INBA organiza el ciclo de conferencias Los narradores ante el público, en las que participa el novelista, y durante su charla cuenta:
“Al día siguiente pasé por Greta; desayunamos frente a la escuela… Sin nada práctico qué hacer… llegamos al departamento, hagan de cuenta Menelao y Gisela en Gazapo…”

Con Menelao/Gustavo en el origen centrífugo de la narración, los personajes se dividen en tres bandos: ¡en esta esquina…!: “la pandilla de cuenta-anécdotas”: Mauricio, Vulbo, Fidel, Balmori, Arnaldo y Jacobo; en esta otra: los antagonistas, comandados por Madhastra, el papá de Menelao, las tías de Gisela -Mochatea la católica y Eválida la evangelista- y el fisgón de Tricardio; ¡y en esta otra, claro, las chavas!: Gisela, Nácar y Bikina.

El protagonista y sus amigos van a la escuela, seguramente en la preparatoria de San Ildefonso, a unos pasos del zócalo capitalino, un lugar fantasmagórico en donde no ocurre nada: lo que sucede ahí no vale la pena ser narrado, ningún profe es relevante. El mundo adulto se percibe difuso; más que crítica, se plasma un desapego a la vida de los padres: “…mi padre (un rostro y un cuerpo desmesurados, unas manos sucias de nicotina)…”; no hay más, ni siquiera tiene nombre, ni siquiera es posible confrontarlo con un referente ideal: “No sé si un padre deba portarse así…” El enfrentamiento generacional sucede casi por obligación, mucho como mera consecuencia del hastío y catapultado por cualquier pretexto: Menelao deja su casa en la colonia Del Valle porque Madhastra leía sus diarios “-…tenía el descaro de subrayar las partes que le parecían interesantes”-, lo espiaba, escuchaba sus llamadas telefónicas… La invasión de la privacidad -origen de la neurosis de ejércitos de adolescentes- es motivo suficiente para que Melajuego deje la seguridad del refugio familiar y se vaya a vivir al departamento de su madre biológica -ausente, por supuesto-. Cuando aún no se cumplen los veinte, lanzarse a vivir solo, asediado por los cobradores, indefenso frente a la mugre y el hambre -no está mamá-, libre de llevar a la novia para conseguir por fin La Meca del coito, es bajar a los infiernos. El rito de iniciación debe realizarse.

Las chavas -su sexo- son el leitmotiv. Nácar es según Vulbo “…la personificación del sexo”. Gisela, la eterna promesa, el faje que jamás termina en penetración, acompaña a Menelao por los caminos del rito iniciático; ambos sin guía, ingenuos, uno documentado y la otra en la ignorancia plena. La Bikina en cambio es una mujer experimentada y controla con sus promesas a Mauricio y Menelao. En Gazapo el calor siempre está martirizando a todos. Menelao escribe, faja y suda.

Los adolescentes recreados en Gazapo son clase media -media media o de plano media baja-, su contexto es el México urbano de principios de los sesenta, aquel brevísimo período durante el cual los baby boomers pudieron probar las mieles del dichoso milagro mexicano. El padre de Menelao no es piloto aviador como el papá de Gabriel Guía (La Tumba), trabaja en una fábrica -”yace en una fábrica”, dice su hijo-, quizá como contador, y se refiere a su jefe como “el patrón”; el padre de Gisela es taxista y gusta pasar los sábados, ¡bucólicos resabios!, tomando pulque. Todos van al Sanborns de Lafragua a contarse las mismas anécdotas porque en su casa se sienten fuera de lugar. Entonces, a recorrer la ciudad, sus calles y avenidas que palmo a palmo testimonian que el hábitat de los padres quedó atrás; la ciudad que se narra es la de los jóvenes, el principio del caos urbano inaugurado por la administración alemanista, el bochorno y el ruido, es la de La región más transparente de Fuentes (1958), pero desangelada: “¡Pinche ciudad! -dice Menelao, muy teatral-. ¡Qué fea es!”


Ciudad de México, 1964.  FOTO: Jesús Fonseca

En Gazapo, las máquinas que se han instalado en la cotidianidad juegan rol preponderante: el coche da seguridad y autosuficiencia, mientras que el teléfono posibilita la vecindad psicológica a distancia, permite hablar y hablar con los amigos y toma por asalto el tiempo y el espacio del hogar. Si el aburrimiento está a punto de deportarte a la tumba, pues a dar una vuelta en el coche; y si el hartazgo arrecia “…me pongo los pantalones y comienzo a hablar por teléfono a mis amigos”.

Menelao y sus cuates comparten con Gabriel Guía el aburrimiento, pero su rebeldía no es contestataria, no pasa de la travesura: las cosas no están para hacer la revolución, si acaso para tomar el coche sin permiso. Menelao -sin mayor convicción, como todos sus decires- se declara cristiano, pero se divierte pegando globos de diálogo de La pequeña Lulú en una reproducción de La última cena.

Los gazapos hacen barrabasadas porque están aburridos, y no pretenden revolución alguna porque están cansados antes de tiempo: “su cansancio se transforma en indiferencia, y ésta, a su vez, desemboca en abstención -sentenció Emmanuel Carballo-: abolido su papel en el mundo de las mayúsculas, se refugian en un mundo minúsculo y escrito con burla zambona…” Escribir para matar el hastío, contar lo mismo muchas veces, desde distintas perspectivas, jugar con las palabras: el albur se asoma para espantar la monotonía y si Melomeas se entretiene escuchando las mentiras mil veces contadas por Vulbo, Gustavo se pasó varios años reescribiendo Gazapo: cada historia se vuelve “más larga que un entierro”. Para lograrlo, Sainz no disponía de un arcón lleno de anécdotas interesantes -ya quedamos, el mundo es aburrido-, así que recurre a la escritura misma: echa mano de los diarios de Menelao y Gisela, de cartas y de juegos intertextuales con fragmentos de otros libros; recorre la fronteras tradicionales de los materiales escriptóreos. Se vale de una grabadora para experimentar con el entrecruzamiento de testimonios: escribe lo ocurrido y luego lo graba, escribe lo que graba que ocurrió y así lo que menos importa son los eventos concretos, sino el hecho mismo de testimoniar: “Escribo a máquina y al mismo tiempo grabo, un poco inconexamente… Cualquier cosa, no importa qué…; tan solo crear palabras de izquierda a derecha, y hablar para que ella me oiga…, sepa que estoy escribiendo en mi Remington…”

Muy pocas líneas bastarían para resumir las tramas que se cuentan en Gazapo; todo ocurre durante una semana, pero la forma en que se estructura la novela permite un efecto doble: pasan muchas cosas y al final no ha pasado nada.

En Gazapo los adolescentes entran a la literatura mexicana y lo hacen recreando una realidad sociocultural inédita. En la primera novela de Sainz no se oye rock -el colmo, ¡escuchan a Ray Coniff, Lucho Gatica y Arturo Castro!-, no hay consumo de drogas -Menelao dice que ha tomado un Bromural, pero no hay viaje ni alucine-; no hay desplantes de rebeldía…; en fin, sin las características de los onderos, es una obra que recrea la adolescencia hastiada de los años sesenta y postula como escapatoria la metaescritura.

Cuando apareció la primera edición de De perfil, Huberto Batis se equivocó y por mucho cuando declaró que la novela sería ilegible en 1970… Años antes, Juan Rulfo se había escandalizado con los primeros libros de Sainz y José Agustín. En 1966, Jorge Ibargüengoitia apalea el primer libro de Sainz y para no ir más lejos lo cataloga como una “antinovela”. Pero Gazapo sigue vivo: carga ya sus buenos cincuenta años y sigue leyéndose… Opacado por el escandaloso de José Agustín, olvidado desde que salió del país (1982), malinterpretado por cargar la falsa etiqueta de ondero, Gustavo Sainz es uno de los escritores mexicanos contemporáneos más menospreciados de nuestras letras. Léalo, y si gusta usted del orden cronológico, hay que iniciar con Gazapo.

Ojalá que la Sainz-fiction no descanse en paz.




viernes, 24 de julio de 2015

Huellas

La huella de un sueño
no es menos real que la de una pisada.
George Duby



Un muro de piedra, eso es lo que se despliega en el mal llamado “escritorio” de la computadora en la cual ahora trabajo. La pared rocosa es parte de una caverna que se localiza a más de 15 mil kilómetros de la Ciudad de México, del otro lado del océano Pacífico, en las cavidades de Maros-Pangkep, en una de las cuatro islas mayores de la sonda de Indonesia, Sulawesi. La imagen la coloqué ahí hace unos días. Para hacerlo, empleé un archivo ráster, formato png, de 2,048 pixeles de ancho por 1,152 de alto. Se trata de un mapa de bits con una profundidad de color de tres bytes (24 bits): con casi 2.4 millones de puntos luminosos, cada uno de ellos con una posible variación de 16.7 millones de colores, se simula una fotografía analógica. Dispuse la imagen sin modificar su escala, y dado que el monitor del equipo está configurado a una resolución de 1,366 pixeles de ancho por 768 de alto, puedo ver sólo el 44.5% de la imagen, eso sí, con gran detalle, sin distorsión alguna. En el centro de la fotografía aparecen las siluetas de varias manos, manos como las mías o las de usted. La técnica de la que se valieron las personas que dejaron en esas cuevas las huellas de su existencia es milenaria: usaron su propio cuerpo como plantilla, para estarcir un dibujo a escala 1 : 1. En la pantalla de mi computadora —un modelo que, como siempre, ya me urge cambiar por uno nuevo— estoy viendo la huella que propositivamente dejaron de sí mismos algunos Homo sapiens hace casi 40 mil años. En otras palabras, la imagen muestra el registro más antiguo que hasta ahora se ha encontrado en todo el planeta de una manía exclusivamente humana.

En octubre del año pasado, la revista Nature publicó las conclusiones de un grupo internacional de científicos que se dio a la tarea de revisar la datación que hasta entonces se tenía de las pinturas rupestres de Maros-Pangkep. Los resultados más que sorprendentes, son revolucionarios. Las pinturas de las cavernas de Sulawesi fueron descubiertas a mediados del siglo pasado, y se pensaba que habían sido realizadas, a lo mucho, hace unos 12 mil años. Así, hasta hace apenas diez meses, era verdad científica aceptada que las pinturas rupestres figurativas más viejas del orbe eran obra de humanos asentados en Europa. Se creía que, entre las que se tenía noticia, las más antiguas eran las halladas en el sitio arqueológico de El Castillo, ubicado en Puente Viesgo, Cantabria, en el norte de la península ibérica. En este conjunto cavernario perduran algunas siluetas de manos humanas que fueron pintadas hace poco más de 37 mil años —aquí también se encuentra, en un estrato anterior, el célebre disco rojo, con 40,800 años de antigüedad, una figura que quizá fue creada por Neandertales—. Maxine Aubert y Adam Brumm, los investigadores de la Universidad australiana de Queensland que encabezaron el proyecto en las cuevas de Indonesia, explican que empleando el método de datación por series de uranio (Torio 230), aplicado no a los pigmentos sino a los espeleotemas tipo coraloide que se han ido formando al paso de los siglos sobre doce siluetas de manos humanas y dos representaciones de animales, todos procedentes de siete sitios rupestres en las cavidades de Maros, se concluyó con certeza que, de las primeras, las más antiguas tienen ahí por lo menos 39,900 años, con lo que se acredita que son las más viejas de todo el mundo. En cuanto a las pinturas de animales, se logró datar la representación de un cerdo-venado (Babyrousa babyrussa), un artiodáctilo hoy en peligro de extinción, que como mínimo fue trazado sobre la piedra hace 35,400 años. En suma, se trata de los rastros más antañones que los Homo sapiens hayan dejado de sí mismos.

El mismo día que Nature publicó el reporte sobre la corrección a la datación de las pinturas rupestres de Maros-Pangkep —por cierto, con un título bastante anodino: Pleistocene cave art from Sulawesi, Indonesia—, The New York Times pescó al vuelo la noticia y de inmediato ayudó a propagar en la aldea global sus implicaciones: la explosión de la actividad artística de los sapiens no comenzó en Europa, al menos no en forma exclusiva. La conclusión no es cosecha del reportero del NYT; en el propio de texto de Nature, desde el abstract, ya lo afirmaban los académicos: “mostramos que las tradiciones de arte rupestre en esta isla de Indonesia son al menos compatibles en cuanto a edad con el arte más antiguo de Europa… Entre las consecuencias, ahora se puede demostrar que los humanos estaban produciendo arte rupestre hace 40 mil años en extremos opuestos del mundo euroasiático”.

Yaval Noah Harari (De animales a dioses; Debate, 2014) entiende el paso de los Homo sapiens en términos de macroprocesos. Desde esa perspectiva, propone una historia dividida en cinco grandes episodios; uno de ellos, la revolución cognitiva, habría tenido lugar hace unos 70 mil años, cuando una de las varias especies de humanos que habitan el mundo, nosotros, se aventuró a salir de África. Le tomaría unos 30 mil años distribuirse por toda Euroasia y otros cinco mil años más llegar a Australia. Las manos que observo en el monitor de la computadora testimonian que hace unos 40 mil años algo ocurrió en las mentes de los sapiens que para entonces ya andaban repartidos por casi toda la Tierra. Terminando este texto voy a quitar la imagen de mi escritorio. Descargué hace rato una hermosa fotografía de una de las lunas de Plutón; las acaba de enviar la nave New Horizons desde allá.

lunes, 20 de julio de 2015

Selfies primigenios

Masks beneath masks
until suddenly
the bare bloodless skull. 
Salman Rushdie, The Satanic Verses.


Quizá la identidad de cualquier persona sea necesariamente una máscara. El latín personare se refiere a la máscara usada por un histrión en una tragedia para representar a un personaje. Y la palabra latina persona proviene del etrusco phersu, el cual a su vez tiene su origen en el griego prospara, que significa ¡máscara!: pros = delante, opos = cara, es decir, ‘delante de la cara’.

El vocablo español máscara —que aparece ya desde el Vocabulario de Antonio de Nebrija de 1495— proviene del italiano maschera, y este del árabe masẖarah, objeto de risa. En su libro Masks, Faces of Culture (Harry N. Abrams Publishers / The Saint Louis Art Museum. 2000), John W. Nunley informa que la palabra maskhara, falsificar, transformar, debió de llegar al árabe como msr, que significa ‘usar una máscara como lo hacían los egipcios’. Y es que en el antiguo Egipto el vocablo mask se usaba para referirse a ‘una segunda piel’.  

En todos los grupos conocidos de Homo sapiens se puede documentar el uso de máscaras. Quizá no sean tan antiguas como las hachas y las flechas, pero seguramente hemos confeccionado estos objetos desde que desarrollamos capacidades simbólicas. Incluso es probable que otros humanos arcaicos ya las manufacturaran. Henry de Lumley, director del Instituto de Paleontología Humana de París, cree que algunos restos de pieles de leopardo encontrados en el sitio de la cueva de Hortus en Francia corresponden a máscaras. Si fuera así, habría que aceptar que hace unos 40 mil años algunos Homo neanderthalensis se enmascaraban para parecer grandes felinos y, tal vez, encarnar su fuerza y fiereza. En cuanto a nosotros, los sapiens, seguramente desde los albores de nuestra especie usamos máscaras zoomórficas, echando mano de pieles, madera, hojas, paja y otros materiales perecederos, sin embargo hasta ahora de ello no hemos encontrado vestigios y probablemente nunca lo hagamos. Con todo, muchas pinturas rupestres así como las esculturas de roca talladas por los Cromañón en las que se aprecian cuerpos antropomórficos con rostros de animales —como el célebre Hombre-león de la cueva de Stadel—, bien podrían testimoniar el empleo de máscaras. 

Hasta hace poco, yo creía que la máscara antropomórfica más antigua que conservamos era la llamada Dama de Warka, también conocida como la Dama de Uruk o La Mona Lisa Sumeria, una hermosa pieza realizada en piedra caliza metamórfica y mármol con complementos de lapislázuli y láminas de oro. Resulta que no, que se han rescatado del olvido máscaras bastante más vetustas. Se estima que la Dama de Warka fue elaborada hace aproximadamente 5,300 años. Hace unos meses, el Museo de Israel en Jerusalén organizó la exhibición Face to Face, The Oldest Mask in The World, en la que se mostró al público 15 máscaras antropomórficas que fueron facturadas hace casi diez mil años. 

Las máscaras, todas descubiertas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, fueron elaboradas durante el Neolítico, en distintos asentamientos localizados en las colinas y el desierto de Judea. La arqueóloga Debby Hershman, curadora de la exposición y jefa del departamento de Culturas Prehistóricas del Museo de Israel, se refiere a dichas creaciones, inicialmente conocidas como stone faces, como “las obras de arte más antiguas hechas a nuestra imagen y semejanza”. Incluso sin tener del todo consciente lo anterior, mirar y dejarse ver por estos selfies primigenios de la humanidad resulta pasmoso: “Las máscaras comparten características visuales comunes…: la forma de las cuencas de los ojos, narices truncadas y bocas abiertas, que proyectan una expresión atónita o amenazante, con reminiscencias de cráneos humanos”. Las personas que mutaron su identidad plantándose estos objetos ya eran sapiens sapiens, humanos modernos, gente como usted o como yo, que formaron parte de las sociedades que protagonizaron la revolución agrícola. Considerando las similitudes que pueden observarse entre los rostros de piedra tallada y los cráneos conservados para el culto de los antepasados que se encontraron en los sitios arqueológicos del mismo período, el equipo interdisciplinario que ha estudiado las piezas conjetura que con estas máscaras se pretendía representar a los espíritus de los muertos, y que fueron utilizadas en ceremonias religiosas y sociales, en ritos de sanación y magia. “La recreación de imágenes humanas con fines de culto se convirtió en una tendencia dominante en el mundo simbólico del Neolítico; de esta manera los miembros de las sociedades agrícolas tempranas expresaron su creciente capacidad de dominio sobre la naturaleza, y, por primera vez en la historia, figuraron los poderes sobrenaturales en su propia imagen”. El surgimiento de máscaras con rostros y expresiones humanas atestigua una transformación profunda y de enorme trascendencia en la cosmovisión de nuestra especie, “un cambio dramático en el sistema de creencias y el mundo simbólico que se produjo durante la época de la revolución agrícola”: las representaciones de animales salvajes prácticamente desaparecieron, el bestiario fantástico dejó de ocupar el sitio estelar en el proscenio mental del hombre, para ser reemplazado por una diversidad de imágenes humanas. Los dioses dejaron de parecer animales.



La exposición Face to Face, The Oldest Mask pudo ser apreciada en el Museo de Israel desde marzo de 2014, y la retiraron en septiembre pasado. En cambio, el Museo presenta ahora A Brief History of Humankind, la magna exhibición con la cual celebra su 50 aniversario. Se trata de una muestra tan ambiciosa como la narrativa que la inspira: el libro de Yuval Noah Harari del que hemos venido hablando, De animales a dioses.

lunes, 13 de julio de 2015

Historia que te incumbe

Hará poco más de unos 200 mil años que irrumpió en este planeta una especie que a la postre daría mucho de qué hablar, los Homo sapiens. La eventualidad aconteció en África oriental. Ahora que decir que irrumpió es eso, sólo un decir, porque dicho animalejo, nosotros, no surgió repentinamente o por generación espontánea, sino paulatinamente, por evolución. De hecho, los ejemplares más primitivos de nuestro género comenzaron a aparecer, también en África, hace aproximadamente dos millones de años. El caso es que después de haber sobrevivido en África durante la mayor parte de su existencia (70%), hace unos 70 mil años algunos sapiens se aventuraron a salir de aquella región. Poco más de 50 mil años después, hace 16 mil, los Homo sapiens colonizamos la gran extensión territorial que desde hace 0.5 mil años venimos llamando América. De hecho, no fue sino hasta que se le puso ese nombre que hubo humanos que tuvieron información suficiente para comprender que esta proporción de tierra no era parte de Eurasia y en cambio sí un continente, un territorio mucho más grande que una isla. De estos lares no se tenía noticia del otro lado del gran océano, ni aquí de allá, en tanto que la población nativa se hallaba dispersa por más de 43 millones de kilómetros cuadrados, sin que ningún grupo hubiera logrado abstraer la magnitud y ubicación en el mundo del sitio que habitaba. En 1507, en un libro (Cosmographiae Introductio) se publicó un planisferio (Universalis Cosmographia), realizado por el alemán Martin Waldseemüller (1470-1520), en el que por ocasión primera se denominó América a lo que erróneamente muchos europeos se referían como Las Indias. 494 años después, es decir, en los albores del siglo XXI, al norte de América, en Vancouver, una población ubicada en la costa occidental del continente, entre el estrecho de Georgia y las Montañas Costeras, algunos Homo sapiens se organizaron para formar el Centre for the Study of Historical Consciousness (CSHC).



El CSHC es parte de la Universidad canadiense de British Columbia, y para esclarecer cuál es su propósito ofrece una sucinta exposición respecto a lo que ahí se entiende por estudio de la conciencia histórica. El término conciencia histórica —explican— es relativamente desconocido en América del Norte, aunque el campo está bien establecido en Europa. El estudio de la conciencia histórica es diferente tanto la investigación histórica como de la investigación historiográfica. La distinción puede entenderse de la siguiente manera: cuando estudiamos la historia, estamos buscando en el pasado. Cuando estudiamos la conciencia histórica, estamos estudiando cómo es que la gente mira al pasado. El estudio de la conciencia histórica difiere, además, de la historiografía; esta última examina cómo los historiadores miran el pasado, mientras que la conciencia histórica se refiere a los entendimientos individuales y colectivas del pasado, los factores cognitivos y culturales que dan forma a tales entendimientos, así como las relaciones de comprensión históricas entre el presente y el futuro.

En su extraordinario libro El problema de la conciencia histórica (Madrid; Tecnos, 1993), el filósofo alemán Hans George Gadamer (1900-2002) se adentra a las profundidades del concepto; entre otras cosas, deja bien establecido que la idea es muy reciente —quizá apenas se pueda remontar a Hegel y Dilthey—. No podía ser de otra manera, porque, como establece Agustín Domingo Moratalla en el texto introductorio a la obra, el concepto se refiere a una condición hasta hace muy poco tiempo imposible: “La conciencia histórica que caracteriza al hombre contemporáneo es un privilegio, quizás incluso una carga que, como tal, no ha sido impuesta a ninguna otra de las generaciones anteriores”. Cierto, y ejemplos podríamos citar muchos, puesto que una visión más o menos panorámica de la historia pudo ser factible hasta hace muy pocos años.

La conciencia histórica se desarrolla al menos tres planos mentales. En principio, en tanto autoconciencia, es decir, como parte de los conocimientos que me permiten saber quién soy y de dónde vengo. En segundo término, como marco indispensable para poder tramar un sentido histórico, esto es, un conjunto de abstracciones que permitan entender la dirección que tienen los acontecimientos, al menos en calidad de hipótesis. Y finalmente, la conciencia histórica está en todo aquello que permite un conocimiento histórico. Y como cualquier tipo de conocimiento, la conciencia histórica puede tener diferentes alcances. Por citar los obvios, con la enseñanza de la historia nacional se pretende formar ciudadanos conscientes del paso de su país a través del tiempo y de la dirección en que se pretende encaminar —el llamado destino nacional—. Lo propio podría decirse de la llamada historia universal pero también de la de una familia, una ciudad o un equipo deportivo. En este orden de ideas, resulta que un nivel de conciencia histórica puede ser el genérico, quiero decir, el que nos corresponde en tanto especie, en tanto Homo sapiens. Justamente hacia ello se dirige el libro de Yuval Noah Harari, De animales a dioses (Debate. México, 2014. Primera edición en inglés, 2013). Esta Breve historia de la humanidad abre la lente a los macroprocesos, y trama una narración que pretende explicar cómo una especie que hace 70 mil años “era todavía un animal insignificante y que se ocupaba de sus propias cosas en un rincón de África… en los siguientes milenios se transformó en el amo de todo el planeta y en el terror del ecosistema, y hoy en día está a punto de convertirse en un dios…” Se trata de un relato que te incumbe.

lunes, 6 de julio de 2015

Un relato para todos

Acabo de leer algo excepcional. El libro llegó a mis manos por imposición del conde Serredi, y no me quejo, se lo agradezco. Durante más de dos meses, mi amigo había intentado hacerme entrar en razón: cada que nos veíamos o nos comunicábamos él insistía en que me dejara de tonterías y corriera a comprar el libro. ¿Ya lo estás leyendo? ¿Ya lo compraste? Una llamada, un correo electrónico, un tweet, cualquier medio era bueno. Pero nada, pasaban las semanas y yo seguía entretenidísimo consumiendo novela tras novela, y no le hacía caso. El hostigamiento llegó a su fin cuando el conde terminó por hartarse de mi testarudez, y una feliz tarde se apersonó con un ejemplar nuevecito bajo el brazo: Toma, ponte a leerlo cuanto antes.

De animales a dioses no solamente es el título del libro, es también la tesis que sostiene la Breve historia de la humanidad que escribió Yuval Noah Harari (Debate. México, 2014. Primera edición en inglés, 2013). A lo largo de poco más de 450 páginas, el autor consigue contextualizar en la enormidad cósmica la aparición del Homo sapiens, y logra una panorámica de la totalidad de su transcurrir a través del tiempo. La física, explica Noah Harari, es el nombre que hemos dado al relato que inició hace unos 13,500 millones de años, cuando materia, energía, tiempo y espacio irrumpieron. Química llamamos al relato de los átomos y las moléculas, las estructuras que comenzaron a formarse alrededor de 300 mil años después del big bang. Sigue la biología, el relato de la vida, el cual comenzó hace unos 3,800 millones de años, en la fruslería de planeta que hemos bautizado Tierra. Continúa el relato que hoy vivimos: “Hace unos 70 mil años, organismos pertenecientes a la especie Homo sapiens empezaron a formar estructuras todavía más complejas llamadas culturas. El desarrollo subsiguiente… se llama historia”. De ello trata el libro, de 70 mil años de historia de la humanidad, un relato que está a punto de terminar. El planteamiento del doctor Yuval Noah Harari establece que la historia comenzó cuando los humanos inventaron a los dioses, y que terminará inminentemente, cuando los humanos se conviertan en dioses. No se trata de una proposición retórica; el autor piensa que el género humano efectivamente está por dejar de existir: “A menos que se interponga alguna catástrofe nuclear o ecológica…, el ritmo del desarrollo tecnológico conducirá pronto a la sustitución de Homo sapiens por seres completamente distintos que no sólo poseen un físico diferente, sino mundos cognitivos y emocionales muy distintos”.

De animales a dioses no es un libro de ciencia ficción, mucho menos un compendio de despropósitos de pseudociencia. Es un ensayo historiográfico extraordinariamente bien documentado, anclado en fuentes serias y actualizadas, inteligente y escrito con pulcritud. Yuval Noah Harari (Israel, 1976) estudió historia, se doctoró en la Universidad de Oxford y es catedrático en la Universidad Hebrea de Jerusalén. En menos de un par de años su libro se ha convertido en un bestseller internacional, traducido ya a más de treinta idiomas. No es para menos, el joven historiador ha conseguido construir un discurso desde el cual prácticamente cualquier lector puede encontrar bases firmes para conformar una conciencia histórica de género. De animales a dioses ofrece una cosmovisión humana, transcultural, inusitadamente incluyente.

Desde que evolucionó en lo que somos, el Homo sapiens conformó una idea de mundo. En ello, en la capacidad de abstracción, radica nuestra naturaleza; de hecho, “toda nuestra capacidad de administrar la realidad… —afirma Sartori— se fundamenta exclusivamente en el pensamiento conceptual…” (Homo videns, La sociedad teledirigida. Taurus, 1998)—. ¿Cómo pudo ser entonces el mapa mental del mundo que abstrajeron los primeros seres humanos, digamos, hace unos 70 mil años? En su curioso Atlas of Prejudice: Mapping Stereotypes (Alphadesigner, 2012), Yanko Tsvetkov aventura una hipótesis que me convence. Tres círculos concéntricos: en el primero aparece el hombre, cualquiera de nuestros ancestros cromañones que ya era esencialmente como usted o como yo (Me); en el siguiente, junto a mí, los animales que me quieren comer, y enseguida, ya distantes, en el tercer perímetro, los animales que realmente a mí me gustaría comerme. ¿Eso es todo? No, por supuesto, porque más allá de lo tangible está el verdadero prodigio humano, el mundo abstracto, en este caso, el gran enigma, todo aquello sobre lo cual no sé nada: The Great Mysterious ‘Je ne sais quoi’. “El gran misterio” que, sin embargo, es ya una idea. Traigo a cuento el hipotético mapa mental de los primeros humanos porque el relato que trama Noah Harari señala un inicio ubicado en la biología, el punto de quiebre en el que la humanidad comenzó a escalar la cadena alimentaria: “La posición del género Homo en la cadena alimentaria estuvo, hasta fecha muy reciente, firmemente en el medio… Fue sólo hasta hace 400 mil años cuando las diversas especies de hombre empezaron a cazar presas grandes de manera regular, y sólo en los últimos 100 mil años (con el auge del Homo sapiens) saltó el hombre a la cima”. Y ahí precisamente debemos radicar buena parte de nuestra conciencia histórica en tanto especie: quienes hoy somos comenzamos a serlo en una posición insignificante: “los humanos prehistóricos eran animales que no ejercían más impacto sobre su ambiente que los gorilas, las luciérnagas o las medusas”. Y desde allá a la cumbre: “la humanidad alcanzó tan rápidamente la cima que el ecosistema no tuvo tiempo de adecuarse. Además, tampoco los humanos consiguieron adaptarse”.