Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 27 de julio de 2019

El mulo


I

Jenofonte era un tipo inteligente: después de su paideia, se dejó ir por un caudal de aventuras de epopeya, y luego, acaudalado, pasó buena parte de su vida “cazando, ofreciendo banquetes a los amigos y escribiendo libros” —hoy yo sólo cambiaría la cinegética por la elíptica—. Escuela, tenía. Siendo apenas un mozalbete —nació alrededor del 431 a. C.—, caminaba por una callejuela cuando un individuo lo detuvo; le preguntó en dónde podía conseguir algunos alimentos. Él contestó.

— ¿Y dónde se hacen los hombres buenos y nobles?

— No lo sé.

— Sígueme y aprende —dijo el hombre, quien resultó ser nada menos que Sócrates. El muchacho lo siguió y se volvió su discípulo.

Según Diógenes Laercio, Jenofonte fue “el primero de los filósofos que escribió una obra de historia”, y escribió muchas, unas cuarenta, entre otras las Helénicas, Anábasis, Recuerdos de Sócrates y Apología… También le debemos un libro sobre Ciro el Grande.

Jenofonte escribió su Ciropedia alrededor del 365 a. C., poco más de dos siglos después de que Ciro fundara el imperio que, hasta entonces, habría de ser el más grande del mundo, el aqueménida. El libro integra información de origen persa, alguna de los recuerdos del autor y otra de sus lecturas, pero sus fuentes son griegas fundamentalmente: las Historias de Heródoto (c. 484-425 a. C.); la Persiká, de Ctesias de Cnido (segunda mitad del s. V a. C), y un texto de otro célebre alumno de Sócrates, Antístenes (444–365 a. C.), de la que sólo sabemos el título, Ciro. Además, es probable que haya consultado a algunos logógrafos jonios, como Carón de Lámpsaco, Dionisio de Mileto y Helánico de Lesbos, de quienes no conservamos ninguna obra.


II

… gobernantes son los boyeros de sus bueyes, los yegüeros de sus caballos y todos los pastores podrían también ser considerados razonablemente gobernantes de los animales a cuyo cuidado están; pues bien…, todos estos rebaños obedecen de mejor modo a sus pastores que los hombres a sus gobernantes.
Jenofonte, Ciropedia.

Heródoto informa que Ciro era hijo de la princesa meda Mandane y del rey persa Cambises; en cambio, Ctesias dice que los padres de Ciro fueron un bandolero de poca monta y una cabrera. En la cuestión del linaje, Jenofonte concuerda con Heródoto, pero, a diferencia de él, sostiene que el rey medo Astiages amaba a su nieto. También encontramos discrepancias entre las narrativas sobre la forma en que Ciro ascendió al poder. Según Heródoto, gracias a una bien eslabonada cadena de engaños, Ciro arrebató a su abueloel imperio medo. También Ctesias sostiene que Ciro le birló el imperio a Astiages —enseguida de que el medo le entregara el mando de sus huestes para que sometiera la revuelta de los cadusios, el persa se les unió para derrocarlo—, mientras que Jenofonte presenta a Ciro como legítimo heredero de Astiages. En lo que todos están de acuerdo es en que el pedestal a partir del cual Ciro erigió el imperio aqueméndia fue el imperio medo.

Recordemos que, persiguiendo el orden, Deyoces había organizado grupos semi-nómadas para fundar una ciudad, Ecbatana. Desde ahí, sus sucesores, Fraortes y Ciáxares, abuelo y padre de Astiages, unificaron tribus las medas, se sacudieron el yugo asirio y conquistaron otras regiones iraníes para consolidar el imperio. Lo que vino a hacer Ciro fue innovador: unificar imperios. Un enorme salto, cualitativo. Conjuntar se hace más y más complejo conforme se agrega diversidad, pero al final la dificultad está en mantener un orden. “Los rebaños son más ariscos con cualquier extraño que con quienes los gobiernan y sacan provecho de ellos —sentencia Jenofonte—. Los hombres, en cambio, contra nadie se levantan más que contra aquellos en quienes noten intención de gobernarlos”.

Después de apoderarse de Media, la fortuna empujaría a Ciro a conquistar el riquísimo imperio lidio, gobernado por el rey Creso —hoy creso, por alusión, significa “hombre que posee grandes riquezas”—. Desconfiado por el ascenso de Ciro, Creso consultó al oráculo de Delfos si debía atacar a los orientales, supuestamente sus aliados —una de las esposas de Astiages, Aryenis, era, como Creso, hija del finado rey Aliates—. La pitia respondió que si mandaba un ejército al este y cruzaba el río Halis, destruiría un imperio. Corría el año 547 a. C. Envanecido, Creso atacó a los persas, y un imperio fue eliminado…, el suyo. Después del imperio Lidio —que abarcaba enteramente Anatolia, incluidas las colonias griegas—, Ciro se adueñaría del imperio neobabilónico con todos sus dominios. El impetuoso persa también extendió su imperio hacia oriente, hasta lo que hoy es Tayikistán.

“Ciro consiguió la obediencia de muchísimos hombres, muchísimas ciudades y muchísimos pueblos” —subraya Jenofonte—; “le obedecían de buen grado gentes que, unos distaban de él muchos días de camino, otros incluso meses, otros que no lo habían visto nunca y otros que sabían que ni siquiera lo verían jamás, y, sin embargo, estaban dispuestos a serle sumisos”.


III

Creso había también preguntado al oráculo si sería largo su reinado. Heródoto consignó la respuesta que obtuvo: “Cuando el rey de los medos fuere un mulo, huye…, oh, lidio delicado”. Al escuchar esto, el monarca “holgóse…, persuadido de que nunca por un hombre reinaría entre los medos un mulo”. Quiso entender literalmente la sentencia de Apolo, y perdió el imperio y fue apresado, “pues este mulo cabalmente era Ciro, el cual nació de unos padres diferentes en raza y condición, siendo su madre meda…, superior en linaje a su padre, que fue un persa, vasallo del rey de Media”.
           
Un mulo, un híbrido, un cruce de distintos, se alzó en el primer gran monarca de los diversos: “el rey escita, aun siendo numerosísimos los escitas, no sería capaz de extender su dominio sobre ningún otro pueblo y se daría por satisfecho simplemente con mantenerse en el gobierno del suyo propio. Lo mismo le ocurriría al rey tracio con los tracios, al rey ilirio con los ilirios y a todos los otros pueblos de los que tenemos noticia”, explica Jenofonte. “Sin embargo, Ciro… se hizo caudillo de los medos y de los hircanios con su consentimiento; sometió a sirios, asirios, árabes, capadocios, los habitantes de ambas Frigias, lidios, carios, fenicios y babilonios, gobernó a bactrios, indios y cilicios y, asimismo, fue soberano de sacas, paflagonios, magadidas y un elevado número de pueblos cuyos nombres no se podrían ni decir; y tuvo poder sobre los griegos de Asia, y, bajando hacia el mar, sobre chipriotas y egipcios. Gobernó sobre todos estos pueblos que no tenían la misma lengua que él ni una lengua común entre ellos…”

Diversidad es complejidad, y complejidad evolución.

sábado, 20 de julio de 2019

Nuestra caducidad


Olivar de olvido


… no hay nada más relativo que ese falso absoluto
que llaman, a falta de mejor nombre, eternidad.
Martín Caparrós, Los Living.

El sábado que telefoneé al conde Serredi lo hallé fuera de la ciudad, en Cuernavaca:
           
— Venimos por El Greñas…, te acuerdas de mi cuate El Greñas, ¿no? Pues se murió. Un infarto. Lo cremaron y él había pedido que echáramos sus cenizas en un olivo…

¿Así nomás, encima o enterradas?, me pregunté, pero no lo verbalicé: — ¿Un olivo?

— Sí, uno que está plantado acá.

¿En la casa de algún familiar, en un parque, en el jardín de alguna ex novia? ¿Quedarán las cenizas del amigo del conde dispuestas al olvido en un olivar o en un olivo solitario? A saber.


Tierra y polvo


Con el sudor de tu rostro comerás el pan
hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado;
pues polvo eres, y al polvo volverás.
Génesis, 3:19

Como El Greñas, cada vez más gente opta por la cremación. ¿Saben qué…? Mejor me incineran y sanseacabó, me salto la tierra y vuelvo directo al polvo. En abril de 2018, La Jornada informaba que en México, “de acuerdo con cifras oficiales, hay más de 650 mil fallecimientos al año, y se inhuma aproximadamente el 80%; el 20% restante se incinera”. En realidad, en 2017 se registraron 703 mil defunciones (INEGI); en cuanto al método para deshacerse de los cadáveres, ninguna institución capta cifras oficiales. Con todo, seguramente a nivel nacional sigue respetándose mayoritariamente el precepto bíblico del enterramiento, aunque en las metrópolis la situación ha cambiado. En la capital del país la proporción se invirtió; hace un mes, el señor Vélez, presidente de la Asociación de Propietarios de Funerarias y Embalsamadores de la Ciudad de México, aseguró que del total de servicios que ofrece su gremio el 80% corresponde a cremaciones.


Convivencia

Leo en una nota de Diana Higareda y Daniela Hernández (El Universal; 01/11/2017): “Desde hace más de 20 años, Enrique, de 62, se traslada todos los días desde el kilómetro 20 de la carretera a Toluca hasta el Panteón Español, al norte de la capital. Su trabajo: cuidar de aquellos que muchos han olvidado: ‘La gente ya no viene como antes. Las tumbas están olvidadas. Antes había una tradición de que las familias venían seguido, traían flores y convivían un rato con sus difuntos, pero cada vez es menos. Ahora los creman porque ya no quieren venir…”


Echarse a perderse

Porque de eso se trata todo esto:
de estar lleno de potencia e ir perdiendo.
Martín Caparrós, Los Living.

¿Cuánto tiempo convivirán con mis despojos? ¿Y tú, cuánto tiempo crees que estarás muerto? Nuestra era cada vez corre más a prisa; su aceleración atañe a todo y a todos, incluso a los difuntos. Casi todos los que hoy vivimos tendremos una muerte de pronta caducidad.

Con Los Living, en 2011 Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) ganó el Premio Herralde de Novela. Si bien es poliédrica, la obra, me parece, desarrolla la siguiente tesis: “… nadie está muerto mucho tiempo. Él, por ejemplo, seguiría muerto unos años más, los que yo viviera, quizá incluso los que vivieran mis hijos si es que alguna vez me resignaba a hacer hijos como serían los míos. Después ya no estaría más muerto: dejaría de existir, volvería a no haber existido”. La muerte no es, como suele creerse, el fin absoluto, sino apenas la breve antesala del verdadero final definitivo, el olvido, la pérdida absoluta en la inexistencia. Muy poco después de muertos dejarán de convivir con nosotros. Morir es echarse a perderse.


De paso

El tiempo no pasó:
aquí está.
Pasamos nosotros.
Sólo nosotros somos el pasado.
José Emilio Pacheco, Aves de paso.

Sobrellevamos la continuidad del tiempo con la ilusión de nuestra continuidad en el tiempo. Lo hacemos con la memoria y sus enmarañadas mañas. Lo hacemos tramando historias. Juan Domingo —nació el mismo día que murió Perón, por eso le pusieron su nombre— o Nito, el protagonista de Los Living, no duda de la indefectible falibilidad de la memoria: “La memoria es una incertidumbre permanente —y nada es más fácil que olvidar lo que queríamos recordar, y viceversa—, pero en general nos las arreglamos para olvidar también que queríamos recordar tal o cual cosa, y quedamos en paz”.

Experimentamos la vorágine del tiempo no sólo en el imparable desbarrancarnos en el pasado, también en la perplejidad con la que somos arrojados al futuro. La madre de Nito, un monumento literario a la madre latinoamericana, es consciente de ella y la sufre: “Mamá vivía con el temor de no saber cómo seguía la historia. O debería decir terror… O, quizás, en la duda: mamá vivía entre el temor y el terror de no saber cómo seguía la historia…”



Los Living

Como Sterne en Tristram Shandy, Caparrós hace que Nito cuente su vida desde la pre-existencia —“Mis padres, si es que podemos llamar mis padres a quienes todavía no me habían concebido, definiéndolos por una condición que entonces no existía…”—, y luego de algunos años de accidentes bien eslabonados —“el accidente… es la fuerza central que gobierna las vidas, o sea: el desgobierno más extremo”— se convierta en un juglar experto en narrar fallecimientos… La sexta parte de la novela, “Las Muertes” integra un ramillete de textazos —“Usted va a lamentar no haberse muerto antes”—. Y ahí no termina la novela, quedan los living.…

Diamantes

En México usted ya puede embelecar la caducidad de la muerte dejando dicho —y el dinero— que quiere que conviertan sus restos mortales en un diamante. Por el precio más accesible, $18,705, conseguirá que su cadáver sea transformado en un diamante naranja-amarillo de 0.015-0-04 quilates. Disponiendo de $431,337 para ello, de sus restos se obtendrá un diamante blanco de 0.90-1.19 quilates. La empresa asegura que los diamantes están garantizados de por vida.

sábado, 13 de julio de 2019

Presagio adulterado


…no encuentro pueblo alguno
—por muy formado y docto, o muy salvaje y muy bárbaro que sea—
que no estime que el futuro puede manifestarse a través de signos,
así como ser predicho por algunas personas.
Cicerón, Sobre la adivinación.



Es feo pero obligado evocar de entrada que Astiages, cuarto rey de los medos, castigó el desacato de Harpago, su súbdito, engañándolo para que, durante un banquete en el palacio de Ecbatana, el infeliz, sin saber lo que estaba haciendo, se comiera muy ufano, asado y aderezado, buena parte del cadáver su propio hijo. Recordarán que, gracias a la desobediencia de este señor Harpago, el recién nacido producto del matrimonio entre el rey persa Cambiases y la princesa meda Mandane se salvóde ser asesinado. Superado el antropófago episodio y reincorporado el muchachito Ciro al camino real de su propia biografía, Astiages quiso creer que sus funestos sueños ya no tenían por qué angustiarlo, así que reculó en sus planes nepticidas y despachó a su nieto a Pasagrada, ciudad en la que residían sus padres.
           
Fiel a la ideología dominante del mundo antiguo, Heródoto cuenta que, ya en Persia, “conforme se iba haciendo hombre, Ciro era el más valiente y afable entre los muchachos de su edad”. Mientras tanto, en Media, bullendo en rencor, Harpago urdía su venganza. Por un lado, regularmente enviaba regalos y cartas al joven Ciro, y por el otro “se fue entrevistando en privado con cada uno de los principales personajes de Media, y los fue convenciendo de que debían ponerse a las órdenes de Ciro y deponer a Astiages” (Historia; I). Para persuadir al muchacho persa de que en su momento comandara la revuelta, Harpago ideó una estratagema para darle un giro al cauce de los hechos, adulterando para ello la previsión del destino…
           
Se valorará mejor la agudeza del ardid si antes recordamos que, entre las muchas artes adivinatorias empleadas durante la Antigüedad, además de la oniromancia —el atisbo del futuro en los sueños— y la ornitomancia —“el vuelo y el grito, la actitud y el movimiento de las aves eran fuente de muchos presagios”—, para predecir el porvenir era muy socorrido la observación de las entrañas de ciertos animales. El nombre de esta mancia, auruspicina, proviene de la lengua etrusca, por intermediación del latín, puesto que las técnicas de adivinación de los arúspices de Etruria fueron adoptadas por los romanos. La creencia de que en las vísceras era posible vislumbrar el futuro se basa en el postulado de que todo lo que sucede en el macrocosmos se expresa también en determinados microcosmos. Tal principio es mucho más antiguo que la civilización etrusca; en Mesopotamia y Anatolia, se ha hallado registro arqueológico que lo acredita (Raymond Bloch, La adivinación en la Antigüedad. FCE). Seguramente tanto medos como persas, influidos por los asirios, tuvieron también arúspices. Dicho esto, continuemos…

Para comunicar su plan a Ciro, Harpago mandó a Persia a un cazador, quien entre sus presas llevaba una liebre que debía entregar al joven. Previamente había abierto el vientre del orejón lepórido para ocultar entre sus vísceras un escrito. Heródoto da testimonio de lo que el mensaje decía:

Hijo de Cambises, ya que los dioses velan por ti, trata… de vengarte de Astiages… Pues, en lo que de su empeño ha dependido, muerto estás… Te encuentras con vida gracias a los dioses y a mi intervención. Me figuro que estás ya…  al corriente de todo, de cómo se obró con tu persona y de lo que yo he sufrido a manos de Astiages, porque, en lugar de matarte, te entregué al boyero. Pues bien. Si quieres hacerme caso, tú reinarás sobre todo el territorio en que lo hace Astiages. Convence a los persas para que se subleven y marcha con un ejército contra los medos. Tanto si yo soy el general designado por Astiages para hacerte frente como si lo es otro cualquiera de la nobleza meda, conseguirás tu propósito, pues ellos serán los primeros en abandonar a Astiages y pasarse a tu bando para tratar de destronarlo…


Ciro actuó valiéndose igualmente de un escrito: “redactó una carta adecuada a sus propósitos, convocó a una junta de persas, abrió en ella la carta y, dándole lectura, dijo que Astiages le nombraba general de los persas”. El pretendido nombramiento no carecía de lógica: además de nieto de Astiages, Ciro era bisnieto del rey Aquemenes, fundador de la dinastía aqueménida. Ya ungido, pidió que los persas se presentaran al otro día, armados con una oz, “en un gran paraje lleno de cardos”. A la mañana siguiente, en el terreno, Ciro les ordenó que desbrozaran el paraje, en una jornada, sin descanso. Luego los citó para que acudieran, pero bien bañados, a una comilona. “Cuando terminaron el festín, Ciro les preguntó qué preferían, si el trabajo de la víspera o lo de entonces”. Después de escuchar la obvia respuesta, arguyó: “Persas, ésta es vuestra situación: si estáis dispuestos a obedecerme, a vuestro alcance están, sin tener que realizar ningún trabajo servil, estos y otros mil placeres; pero si no estáis dispuestos a obedecerme, os esperan innumerables trabajos parecidos a los de ayer”. Los conminó entonces a levantarse en contra de los medos. Como era de esperarse, Artiages nombró a Harpago para enfrentarlo, encomienda que el sañoso súbdito no atendió. Pronto, muchos medos se pasaron con los persas. Ciro se apoderaría fácilmente de Ecbatana; para entonces su abuelo ya había sido apresado por Harpago. Dos mil años después, Maquiavelo condensaría tanto cuento en un par de líneas: “Para hacerse soberano suyo, era menester que Ciro hallase a los persas descontentos del imperio de los medos, y a éstos afeminados por una larga paz” (El Príncipe). El resultado es el mismo: nacía así el imperio más grande que hasta entonces había existido en el mundo.


sábado, 6 de julio de 2019

Oniromancia

No es el futuro ni su irreal presencia
lo que nos tiene lejos, divididos.
Es el lento desastre, la existencia,
en donde triunfan todos los olvidos.
Sólo en el sueño, azogue y transparencia,
Caminamos desiertos pero unidos.
José Emilio Pacheco, Estancias.


Me resulta imposible retomar el hilo de la historia en donde lo dejamos la semana pasada… Antes de narrar cómo fue que el joven Ciro, persa aqueménida él por parte de padre, logró arrebatarle un imperio, el medo, a Astiages, su abuelo materno, me veo obligado a abrir un paréntesis… En esta ocasión la culpa no es mía, la tienen dos ciegos, Borges y Homero, y mi amigo el conde Serredi, que, en la antípoda, más bien es un mirón contumaz.

A ver, ¿cómo fue?… Andaba yo muy disciplinado documentándome sobre el arte de la aruspicina, en especial sobre una de sus variantes, la extispicina —de la cual por ahora sólo diré que ya vendrá a cuento—, y en general acerca del vasto inventario de técnicas adivinatorias empleadas en el mundo antiguo, cuando volví a toparme con la oniromancia, la predicción del futuro por medio de la interpretación de los sueños. La evocación de los sueños de Astiages fue obligada, y la remembranza ahora sí activó las sinapsis que antes no había experimentado: ¡Borges! Recordé que en su Libro de los sueños el porteño había incluido el relato sobre las pesadillas del rey medo. En la edición príncipe de la obra (Torres Agüeros; Argentina, 1976), Borges arranca con la “Historia de Gilgamesh”, el “Sueño infinito de Pao Yu” de Tsao Hsie-king, y después inserta catorce narraciones bíblicas, continúa con un cuento hitita, luego con un montón de piezas inscritas en la tradición grecolatina, y así avanza, con sorpresas y obligados, Nietzsche y Quevedo, Antonio Machado y Kafka, entremete varios textos propios y de algunos coetáneos suyos, como “Infierno V” de Juan José Arreola, hasta colocar en el lugar 68 “Los sueños de Astiages” de Heródoto de Halicarnaso… Pues releyendo su Prólogo al Libro de los sueños, encuentro que Jorge Luis de Buenos Aires sostiene que en una “historia general de los sueños y de su influjo sobre las letras”, sería conveniente separar los sueños inventados por el sueño y los sueños inventados por la vigilia”. ¡Otra sorpresiva sinapsis!: mi memoria aventó a primer plano una anécdota que hace varios años me contó el conde Serredi…

Debió de haber sucedido a finales del siglo pasado. Por aquellos ayeres, mi buen amigo acudía perseverantemente —y no escribo “religiosamente” nada más para que no se me acuse de mala leche— a sesiones semanales de terapia —psico terapia, se entiende— con una analista experta en la interpretación de los sueños. Sus pacientes, imagino que desde las profundidades del diván, reseñaban a la facultativa sus más recientes experiencias oníricas, intentando no autocensurarse y más bien esforzándose en detallar. Por supuesto, el relato daba pie a la glosa por parte de la susodicha terapeuta:

— Ella te explica qué significa todo. Quién es quién, qué cosa representa cada agente, cada agencia…, cómo hay que leer la trama y, sobre todo, cómo tus sueños pueden guiarte en el camino hacia adelante… Lo malo es que no siempre me acuerdo de qué soñé…

— Sesión perdida.

— Pues no, eh. Cuando eso pasa, pues improviso, me invento ahí mismo un sueño…, ¡e igual resulta muy atinada la interpretación de la doctora!

¡Sueños inventados en vigilia! Para Borges ambos son dignos de consideración, tanto los sueños que se tienen dormido como los que uno idea despierto. Eso sí, la oniromántica acreditada que socorría a mi amigo el conde Serredi jamás lo escuchó dormido, mientras soñaba, de tal suerte que sus exégesis, si el sueño no era de los que él improvisaba despierto, siempre eran a toro pasado hacía mucho tiempo. Pero… ¿podría ser de otra manera? Hace más de dos mil quinientos años, Homero cantó en la Odisea un caso…

Habían pasado veinte años de que Ulises, “el rico en ardides”, partió de la isla de Itaca. Su mujer, Penélope, sin saber que con quien hablaba —en apariencia un anciano visitante— era en realidad su esposo vuelto a casa después de tremebundo periplo, le cuenta:

Escuchádme y juzga el sueño que voy a contarte… Tengo aquí una veintena de ocas que comen el trigo en la artesa del agua: me da gozo verlas. Soñaba con que un águila grande y de pico ganchudo, viniendo desde el monte, rompíales el cuello y matábalas; muertas todas ya y en montón, voló el águila al éter divino, mas yo en sueños lloraba y gemía, y al par las aqueas bien trenzadas juntábanse en torno al oír mis lamentos de dolor por la muerte que el águila diera a mis ocas. Pero aquélla, viniendo de nuevo, posóse en la viga del salón y me habló en lengua humana, contúvome y dijo: ‘Ten valor, tú, nacida de Icario, famoso en el mundo. Lo que ves no es un sueño, es verdad que tendrá de cumplirse: son las ocas tus propios galanes; yo, el águila antes, y ahora tu esposo que vuelve y que a todos aquellos pretendientes habré de imponer su afrentoso destino’. Tal me dijo y entonces a mí me dejó el dulce sueño y, mirándolo todo, hallé dentro de casa a las ocas que picaban el trigo en la misma gamella de siempre (XI, 535-553).

¡Un sueño interpretado durante el propio sueño! Claro, ya despierta, Penélope duda: “son los sueños ambiguos y oscuros, y lo en ellos mostrado no todo se cumple en la vida”.