Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Arqueología de uno mismo*

 

Considere la más dilatada definición de arqueología; a saber: ciencia que estudia, describe e interpreta una sociedad pasada. Y apostillo: una sociedad pasada aquí significa que ya pasó. Ahora, por favor piénselo, y desde este mirador seguramente coincidirá usted conmigo en que una de las inauditas exigencias que nos depara la vida contemporánea es la de, a la hora de querer comprender medianamente la propia biografía, verse obligado a hacer arqueología de uno mismo. En unos cuantos años, realmente no demasiados, nos volvemos viajeros del tiempo, turistas procedentes de otra era: hoy no es necesario disponer de un DMC DeLorean 1981 adaptado como máquina del tiempo para ser un Marty McFly, basta alcanzar la cuarentena. Todas las personas que nacimos antes de los primeros años de la década de los ochenta del siglo pasado venimos de otro mundo. A lo insólito de dicha condición hay que agregar que muy pocos tienen la fortuna de poder darse cuenta de que la están viviendo. Y no por una cuestión de inteligencia, ni mucho menos, sino de circunstancia: la velocidad del cambio no sólo muta la realidad rotundamente, sino que confina a un puñado de instantes las posibilidades de apunte y recuerdo. Apenas si tenemos ocasión para adaptarnos a lo que es, a lo que está siendo, a lo que viene, así que casi nadie se da oportunidad de registrar lo que va ocurriendo, de guardar testimonios del pasado reciente que pronto se esfuma, de acordarse de qué diferente era todo hace tan poco tiempo.

 

No encarezco el cambio: ya no somos los que éramos, ya no actuamos como actuábamos hace 35 años. Ahora que hay coyuntura de evocar y compartir recuerdos con viejas amistades, debo concluir que los usos y costumbres que en 1987 teníamos en justicia deben ser calificados como arcaicos. Incluso en el INEGI, un organismo que, si bien contaba ya con una tradición centenaria, tenía menos de cinco años de haber sido creado y concretaba varios de los ideales de las nuevas formas de trabajo burocrático que, desde la Secretaría de Programación y Presupuesto, impulsaba en el gobierno federal una joven generación de políticos y funcionarios públicos, la hoy llamada tecnocracia; incluso ahí, en las oficinas de la Coordinación General del Censo de Población y Vivienda de la Dirección General de Estadística del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática nuestros modos de trabajo resultan hoy a todas luces arcaicos. En 1987, en el cuarto piso de Insurgentes Sur 795 nadie tenía una computadora personal en su escritorio, todos usábamos reloj de pulsera y más de la mitad de los que ahí laborábamos fumábamos todo el santo día como chacuacos, y por supuesto, lo hacíamos adentro. Que alguien dijera “voy a salir a echarme un cigarrito” era impensable o ridículo o un pésimo pretexto para cubrir vaya usted a saber qué vergonzantes menesteres. Los jefes fumaban MarlboroViceroyKent…, y entre la tropa circulaban los Fiesta, los Baronet, los Montana… Yo, mucho más raspa, casi siempre traía Del prado… Nadie tampoco salía nunca por un café; no sólo porque no había ni Starbucks ni Oxxos, también porque a ningún local entraba la gente a pedir un café para llevar. Que los locales tuvieran vasos desechables era una extravagancia. Uno no iba por un café, en dado caso uno iba a tomarse un café, lo cual naturalmente significaba sentarse, por ejemplo, en el Vips que estaba a dos cuadras, en Alabama e Insurgentes, a dejar pasar el rato platicando, sin celular en mano, con otra persona de carne y hueso. Un café y una orden de molletes daban para quedarse ahí media tarde, porque, claro, después de los molletes seguía el desfile de cigarros. En la oficina, los que no teníamos secretaria no sólo nos servíamos sino que además teníamos que prepararnos el café. Eran rarísimas las cafeteras automáticas, más bien había mesitas en las que estaban las teteras eléctricas de las que uno podía tomar el agua para prepararse un café soluble tras otro. Sobre los escritorios, además de ceniceros, abundaban los cascos de refrescos. No se vendían botellitas de agua y los ideáticos que preferían tomarla se paraban a servirse en los lavamanos.

 

Para integrar un informe metodológico que en su momento nadie se había preocupado en escribir, entre mis primeras encomiendas en el INEGI se hallaba entrevistar al señor Chavira, quien había participado en la planeación del censo de 1980. A lo largo de la jornada, el hombre, una especie de reliquia institucional, varias veces se preparaba un brebaje con dos bolsitas de té negro, tres cucharadas de café Oro y dos de azúcar. 

 

En mi caso, como en el de otros colegas que igual tenían por chamba elaborar documentos, la dinámica de trabajo consistía en consultar información en otros documentos y publicaciones, y escribir a mano lo que algunas veces luego habría de revisar otro técnico para que, después, anotado y corregido, el texto —a veces garabateado en hojas sueltas, a veces en un cuaderno— pasara a manos de alguna de las secretarias. La legibilidad caligráfica era una habilidad harto valorada entre ellas, quienes, con más o menos dificultades en la lectura de nuestro manuscrito, procedían a pasarlo a máquina.


Dicha alquimia consistía en que la compañera —no había secretarios— tecleara el documento en una máquina de escribir eléctrica, así que en el ambiente de la oficina siempre imperaba la barahúnda de las esferas de las máquinas girando incansables y golpeteando las hojas de papel. Pasado a máquina, el documento regresaba a nuestra cancha y había que revisarlo —la buena ortografía de las secretarias valía oro—, cuidando de señalar con lápiz aquello que podría ser remendado sin necesidad de teclear de nuevo toda la hoja o, en el peor de los casos, tachando y agregando los faltantes ahí mismo o en otras hojas —los post it fueron inventados en 1968, pero no recuerdo que entonces los usara nadie—. Que se tuviera que corregir una hoja —agregar o quitar un acento, una coma, cambiar una letra, en fin—, era lo de menos, lo malo era —y casi siempre era así— cuando de plano había que convertir el documento mecanografiado en un legajo más de trabajo y teclear de nuevo todo. Por supuesto, todo esto implicaba que aquellas oficinas rebosaran de papel, montañas de papeles sobre los escritorios y mesas, en archiveros, cajones, gavetas, credenzas…

 

¿Ven? Arqueología pura…, y falta…


 

* INEGI: casi 40 años (VIII)

jueves, 24 de noviembre de 2022

Insurgentes Sur 795*

 

A Manolo del Castillo Negrete Serredi,

por el pitazo.

 


En 1987 yo tenía un carrazo: un Barracuda 1968, rojo, impecable y ronroneante. Eso sí, casi nunca tenía dinero para ponerle las ciclópeas cantidades de gasolina que consumía el desgraciado. Así que me movía más en metro y trolebús, a pie y en bicicleta. Mis trayectos normalmente iban y venían entre la entrañable colonia Justo Sierra —localizada a unas cuadras del límite entre las delegaciones Benito Juárez e Iztapalapa, flanqueada al norte por los campos deportivos de Tetepilco, al este por la Sinatel, al sur por la Prados Churubusco y al oeste por la Banjidal—, el centro de Coyoacán —por nada me permitía faltar al taller de cuento que Rafa Ramírez Heredia, implacable y generoso, impartía semana a semana en la casa de la cultura Jesús Reyes Heroles, en la plaza de La Conchita—, la Cineteca Nacional, CU —para entonces la FCPyS ya no se hallaba en las peceras, entre Economía y Odontología, sino en sus nuevas instalaciones, más cerca del metro Universidad que de la estación Copilco— y Culhuacán, muy cerca del metro Tasqueña.

 

En febrero renuncié al Poli, dejé de ser profesor de redacción en la vocacional 5, Culhuacán. Desde marzo mi lugar de trabajo pasó a la colonia Nápoles: Insurgentes Sur 795, justo en la equina con Georgia, en un edificio que ahora ocupa la Procuraduría Fiscal de la Federación. Ahí, frente a un negocio —me parece que en aquellos ayeres no se les decían antros— de infaustas memorias que atinadamente se llamaba Los Infiernos, se encontraban las oficinas principales del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI).


 

Entré a trabajar al INEGI gracias a la combinación de un montón de factores, entre los cuales debe destacarse una cena en la que se sirvieron enchiladas potosinas, y a la cual no fui invitado. Tampoco lo fue mi amigo Manuel del Castillo Negrete Serredi, pero a inicios del 87 él transitaba por un tórrido noviazgo con una fémina, llamémosla Ailil, muy amiga de una hermana de quien ofrecía aquel convite, la socióloga Alma Rosa Jiménez. Así que la fortuna metió mano para que aquella noche Manolo conversara un rato con la anfitriona. Ella supo que él estaba cursando los últimos semestres de la licenciatura y que pronto podrían darse trato de colegas. Alma Rosa le dijo que el INEGI estaba contratando sociólogos para embarnecer el equipo que se encontraba planeando el próximo censo de población. Manolo y yo disfrutábamos juntos el Seminario de Sociología de la Cultura que, agudo a rabiar, impartía Julián Meza —tres días a la semana, comenzaba a las seis de la tarde y podía terminar decentemente a las diez de la noche en un aula de la facultad o a gritos en la madrugada del día siguiente en el departamento de las Águilas del académico y escritor o en alguna cantina—. Una tarde Manolo me pasó el pitazo. La noticia resultó para mí un shock: ¿¡alguien en este país contrataba sociólogos!? Él ha de haber entrado en febrero. 

 

El proceso de selección no fue fácil. Recuerdo que todo aquel viacrucis era organizado meticulosamente por Luis Reza Maqueo, y comprendía un arduo examen de conocimientos e intrincadas pruebas psicológicas… Resultó que sabía al menos lo suficiente y que no estaba tan deschavetado como para que no me contrataran. Me ofrecieron un nivel 14, Analista, y rechacé la oferta. Ya me iba cuando me dijeron que la coordinadora quería hablar conmigo. Ese día conocí a la socióloga Paz López Barajas, la jefa más inteligente que he tenido. Por supuesto, no había pedido que subiera a su oficina para tratar de convencerme, sino para amonestarme: ¿cómo era posible que fuera tan inconsciente para no aceptar una oportunidad de trabajo en la benemérita Dirección General de Estadística, si ni siquiera había terminado la carrera? Mi respuesta no fue muy elaborada, pero sí rotunda:

 

— Pues es que gano más ahorita.

 

— ¿Dando una o dos clases en una prepa?

 

— No, bueno, es que también hago corrección de estilo.

 

Ahí, creo, sin darme cuenta, se decidió mi futuro profesional. Paz me dio un oficio y unas cuantas páginas mecanografiadas de un documento: — A ver, corrígelo.

 

Terminado el encargo, me ofreció un nivel 18, Técnico Especializado, y comencé a laborar en el INEGI en marzo de 1987. 

 

Entonces Miguel de la Madrid despachaba en Los Pinos, Salinas de Gortari era el secretario de Programación y Presupuesto —sería destapado siete meses después como candidato del PRI a la Presidencia de la República—, Rogelio Montemayor presidía el INEGI y Humberto Molina Medina era el director General de Estadística —un mes antes había reemplazado en el cargo a Edmundo Berumen Torres—. El XI Censo de Población y Vivienda habría de levantarse justo tres años después y su planeación se realizaba en el cuarto piso de Insurgentes 795. Me tocó pasar por todos los exámenes y pruebas en un grupo en el que también estaba mi amigo Helio Pareja —hoy, experimentado Coordinador Estatal del Instituto en Querétaro—; él se incorporó al departamento de Capacitación, encabezado por Carolina Lugo, y yo al de Operaciones de Campo, a cargo de Alma Rosa Jiménez. Atilia Ramírez estaba al frente del departamento de Comunicación, en el que trabajaban Elizabeth Cabanillas y Elizabeth Pontones. Eduardo Ríos era el jefe de departamento de Tratamiento de la Información y Marcela Eternod comandaba al equipo pesado de Diseño Conceptual —Elizabeth Gutiérrez, Eunice Bañuelos y Luis Rubén Rodríguez, el Chocho—.  Han pasado prácticamente 36 años de aquello y describir cómo trabajábamos entonces es casi un esfuerzo arqueológico. Queda para la próxima semana…


* INEGI: casi 40 años (VII)

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Cinco censos*


2022

Cubierto por una nata de aire de mala calidad —y conmigo unos 25 millones de personas—, me hallo muy cerca del centro geográfico de la Ciudad de México. Al Norte, la plasta de polución atmosférica llega hasta Naucalpan de Juárez, Estado de México; al Sur, cubre más allá de Cuernavaca, Morelos; al Este, roza las inmediaciones de la ciudad de Puebla, y al Oeste abarca hasta Toluca de Lerdo. Un poco más al Sur de donde estoy, el cogollo de contaminantes que el sistema de alta presión ha estancado ha comenzado a expandirse. El mapa que muestra la calidad del aire se está pintando de morado, morado contingencia ambiental.

 

Ando en los albores del siglo XXI, transcurren las postrimerías del año del Tigre, según el calendario chino, y de Ricardo Flores Magón, según el gobierno de México; faltan 49 días para que finalice el 2022. Hoy es sábado 12 de noviembre, y son las dos de la tarde con veinte minutos.

 

Según el reloj demográfico que corre ajustado a las estimaciones de la ONU, justo en estos momentos el planeta Tierra carga a cuestas 7,999,544,400 seres humanos. Si no ocurre una hecatombe, se espera que el martes alcanzaremos el pantagruélico monto de ocho mil millones: ocho gigasapiens.


 

1987

Por estas fechas, hace 35 años, en la radio ya comenzaban a ser transmitidos los anuncios de temporada… Por ejemplo, un comercial hoy impensable: Hay un reloj que comparte tu tiempo… ¡Stilco comparte tu tiempo, comparte tu estilo!, el jingle. Enseguida, la Lotería Nacional promocionaba su Magno sorteo navideño, cuyo Premio Mayor aseguraba un descomunal monto: ¡siete mil millones de pesos! Claro, el kilo de bacalao, de oferta —La estrella de Navidad está en Aurrerá—, costaba 29 mil pesos. En 1987 existían aún la fayuca, los “productos de importación” y todavía valía la pena arreglar las cosas: No se deslumbre, compare precio y calidad. En aparatos eléctricos para el hogar, revise el producto hasta estar convencido de su utilidad… Si es de importación, asegúrese de que existan talleres y refacciones para su reparación. Instituto Nacional del Consumidor. Sector Comercio y Fomento Industrial.

Al finalizar el bloque de comerciales, si el radio estaba sintonizado en una estación de música en español, bien podían entrar las muchachitas de Flans —Me he enamorado de un fan o Corre, corre— o los chavos de Timbiriche —Si no es ahora, será mañana—…

 

En la televisión pasaban promocionales oficiales: “En los últimos cuatro años, México ha construido 28,125 escuelas…” El spot concluía con un slogan que entonces, con un feo gerundio de inicio, el gobierno federal usaba en tono lastimero: “Superando sus problemas, México avanza.” A continuación, Christian Bach podía ocupar toda la pantalla para anunciar medias y pantimedias Elite. Después, un anuncio de chocolates —una barrita de Carlos V estilo suizo costaba 150 pesos—, uno de cigarros —una cajetilla con veinte Montana costaba 660 pesos—, y luego una “demo cápsula” del Consejo Nacional de Población (CONAPO): “La mujer mexicana tiene nuevas opciones para realizarse en la vida. La mujer joven busca una mejor preparación que le permita ser independiente y le permita [sic] ampliar su campo de acción. De esta manera, hombres y mujeres tenemos más posibilidades de vivir plenamente y contribuir al desarrollo de la sociedad”.

 

Otra “demo cápsula”, esta difundida durante el primer semestre de 1987, alertaba: imágenes de niños de varias partes del mundo, todos mirando a la cámara. Voz en off: ¿Sabía usted que a mediados de este año seremos cinco mil millones de habitantes? El rápido crecimiento de la población mundial y sus consecuencias han sido preocupación de la humanidad. Hoy México se esfuerza por tener un crecimiento más equilibrado con su desarrollo.

 


 

Cinco censos

Efectivamente, en menos de 40 años la población del mundo pasó de cinco a ocho millardos. Aquí en nuestro país, según los indicadores demográficos del CONAPO, en 1987 vivíamos 80 millones de personas —el Censo de Población y Vivienda de 1980 había arrojado por resultado una total de 66 millones de habitantes—, mientras que en 2022 somos más de 131 millones. Nuestra estructura poblacional era considerablemente más joven que la que tenemos ahora: la edad mediana era de 18 años, y actualmente es ya de 29. Ya llovió…

 

En 1987 cursé el último semestre de la licenciatura en Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. En febrero renuncié al trabajo que tenía como profesor de asignatura —Taller de Lectura y Redacción— en el IPN, y dejé de ir a dar clases a la vocacional 5, “Ricardo Flores Magón”, Culhuacán, porque en marzo comencé a trabajar en un organismo apenas creado cuatro años atrás, el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI). Tuve mucha suerte: me incorporé al equipo de trabajo que a marchas forzadas se encontraba planeando el XI Censo de Población y Vivienda que habría de levantarse tres años después. De aquel remoto 1987 para acá, el INEGI ya cambió de nombre, pasó de ser un órgano desconcentrado de una secretaría de Estado —primero de la de Programación y Presupuesto, y luego de la de Hacienda— para hacerse un órgano autónomo de Estado, y ha organizado cuatro censos de población —1990, 2000, 2010 y 2020— y tres conteos o encuestas intercensales —1995, 2005, 2015—.

 

Hace 35 años yo aún no había colaborado con la explosión demográfica: no tenía descendencia. Sé que para la demografía cuentan los hijos nacidos vivos por mujer, pero también tengo claro que algo tuve que ver con la existencia de dos mujeres exitosas que hoy bregan del otro lado del Atlántico.

 

Yo me apersoné en este mundo en diciembre de 1964. Aquel año la esperanza de vida al nacer era de 58.76 años. Con suerte, en 2023 los sobrepaso, y con un poco más de fortuna me da tiempo de participar en la organización de por lo menos un censo más.



* INEGI: casi 40 años (VI)

martes, 15 de noviembre de 2022

Ibargüengoitia y el sincretismo toponímico

La geografía no alcanza para caracterizar a un pueblo, pero, junto con la dimensión temporal, ambos ejes conforman sus marcadores más concretos. Es por ello que la toponimia ofrece un generoso muestrario de los estratos que a lo largo de la historia se han venido sobreponiendo para estructurar nuestra rica y diversa identidad. Argumentaba yo lo anterior hace algún tiempo en un ensayo en el que proponía una clasificación de la toponimia de los municipios mexicanos: Santo Tokaitl, rastros de la identidad en la toponimia municipal. En ese entonces, mediados de 2015, el país se integraba por 2,457 municipios; hoy, se invirtieron los dos últimos dígitos y son ya 2,475. Con todo, me parece, la clasificación sigue funcionando —habrá que actualizarla—. Denominé una de las categorías —entonces 19% de los municipios caían en esa bolsa— como “sincretismo”: “… es necesaria una bolsa a la cual despachar los topónimos en los cuales las tradiciones indígena y católica tienen carácter sustantivo, por lo que ambas tradiciones ya no pueden separarse: San Mateo Atenco, Estado de México; Santiago Maravatío, Guanajuato; Nazareno Etla, Oaxaca, y San Andrés Tuxtla, Veracruz, son algunos ejemplos de esta categoría, depositaria de perlas de nuestro sincretismo”.


¿Cómo surgen estos nombres? Jorge Ibargüengoitia lo explicó hace mucho, en junio de 1969… Disfruten:


En algunos casos es más o menos sencillo saber quién inventó los nombres. Por ejemplo, supongamos que hay una colonia que se llama San Mateo Tepetlapa; es lógico suponer que había una comunidad que se llamaba Tepetlapa desde la Edad de Piedra, a la que llegó, recién pasada la Conquista, un misionero español y dijo:

 

— ¡Nada de Tepetlapa, se llama San Mateo!

 

Por eso ahora se llama San Mateo Tepetlapa, para hacer gala de nuestra cultura mestiza, y de nuestro talento para quedar bien con todos.

martes, 8 de noviembre de 2022

INEGI: casi 40 años (V)

  

You say you want a revolution

Well, you know

We all want to change the world

John Lennon, 1968.

 

 

En 1977, en un documento de la Coordinación General del Sistema Nacional de Información (CGSNI), dependencia adscrita a la recién creada Secretaría de Programación y Presupuesto (SPP), Carlos Salmán González, sentenciaba: “A nivel mundial el desarrollo cartográfico ha precedido al desarrollo económico y social de los países. Existe una relación directa entre el grado de desarrollo de un país y el volumen de mapas que produce y utiliza, así como el grado de cultura cartográfica que posee”. Un planteamiento sencillo, contundente y certero…, que en esos momentos no dejaba muy bien parado a nuestro país.


Hace 45 años, el ingeniero Salmán trabajaba como el jefe de la Oficina de Fotogrametría Numérica de la Dirección General de Estudios del Territorio Nacional, la mítica DETENAL. Además de la DETENAL, la CGSNI —dirigida entonces por Sergio Mota Marín— se componía entonces de las direcciones generales de Estadística, de Diseño e Implantación del Sistema Nacional de Información, y de Sistemas y Procesos Electrónicos. Carlos Tello era el titular de la SPP, y Porfirio Muñoz Ledo de la Secretaría de Educación Pública. 

 

En 1977, Juan José Bremer —actual representante de nuestro país ante la UNESCO— fungía como director general del INBA, y había designado al escritor Gustavo Sainz como director de Literatura del Instituto. Ese mismo año, Gustavo publicó Compadre lobo; Carlos Fuentes, La cabeza de la hidra; Jorge Ibargüengoitia, Las muertas, y Fernando del Paso, Palinuro de México.

También en 1977, fue publicada otra novela, Quetzalcóatl, editada originalmente por Porrúa (Biblioteca Mexicana, 1965) y escrita por José López Portillo y Pacheco, un señor que entonces despachaba como presidente de la República. La edición corrió a cargo del gobierno federal, y el editor del libro —publicado en inglés, francés, italiano y ruso— fue el secretario de Asentamientos Humanos y Obras Públicas, Pedro Ramírez Vázquez, un hombre polifacético.

 


Diez años atrás, el arquitecto Ramírez Vázquez se había dedicado a construir museos, estadios, escuelas… —el Museo Nacional de Antropología, el Museo de Arte Moderno (1964), el Estadio Azteca (1966), el Estadio Cuauhtémoc (1967) y un montón de primarias—. En 1968 el hombre seguía atareadísimo: presidía el Comité Organizador de la XIX Olimpiada Moderna, y en mancuerna con Mathias Goeritz, diseñó el corredor escultórico más grande del mundo, la Ruta de la Amistad.

 

Al Comité Organizador de las Olimpiadas México 68 se le deben un caudal de aciertos, entre otros, integró una sección de cinematografía. Para promocionar internacionalmente al país, se produjeron 17 cortometrajes, realizados por destacados directores —Ángel Bilbatua, Paul Leduc, Felipe Cazals, Manuel Michel…—. Una de esas películas, Instantaneas, deCorkidi, iniciaba con una intervención del mismísimo José Revueltas —doblado al inglés—: “No desapareceremos de la Tierra mientras podamos estrecharnos las manos mutuamente”. Terrible ironía: justo cuando se escuchan estas palabras, aparece en pantalla una panorámica de la Plaza de las Tres Culturas… —por cierto, la Torre de Tlatelolco y su entorno habían sido diseñados por Ramírez Vázquez tres años antes—. El corto proyectaba la modernidad y la tradición de México: un joven José Luis Cuevas sonríe mientras un dibujo suyo se quema en la pared / el septuagenario Manuel Álvarez Bravo se ve tomando algunas fotografías; trajineras navegando por Xochimilco / tomas del flamante Museo de Antropología; esculturas prehispánicas / Manuel Felgueres pintando un gallo; Ana Martí haciéndole ojitos a la cámara / Siqueiros firmando un mural; Carlos Pellicer en su biblioteca / Enrique Borja metiendo algunos goles… Al final vemos a Salvador Novo a cuadro, también doblado: The X shape of Mexico seems to symbolize the cross on which many races that project their vigorous life to the four corners of the Earth

 

Pero, bueno, más allá del dichoso simbolismo de la letra equis, ¿qué tanto se conocían en 1968 las formas del país, quiero decir, de nuestro territorio? Lamentablemente, hace apenas 54 años la identidad espacial de México era más bien pobre y desactualizada, únicamente se contaba con dos mapas modernos: uno topográfico escala 1:500,000 de cobertura nacional, y otro parcial, del paralelo 24° hacia el Norte, en escala 1:250,000, según recuerda Luis E. Miranda Villaseñor. “El primero [fue] resultado de una cooperación con el ejército norteamericano después de la Segunda Guerra Mundial y el segundo, [se realizó] en forma similar, en fecha más reciente, por allá de 1960. Ninguno de ellos [era] útil para fines de planeación o anteproyecto de obras de infraestructura…” El diagnóstico no era nuevo. Diez años antes, justo el 24 de diciembre de 1958, el presidente entrante había determinado la necesidad de crear una nueva dependencia, la Secretaría de la Presidencia. Adolfo López Mateos responsabilizó a Donato Miranda de la naciente oficina, la cual, entre otras cosas, recibió el encargo de “recabar datos para elaborar el plan general de gasto público; planear obras…, y proyectar el fomento y desarrollo de las regiones”. Y no, cartografía no había. Tal es el contexto en el cual, en 1961, un grupo de funcionarios de dicha Secretaría propuso realizar un inventario de los recursos naturales de la Nación empleando técnicas de fotointerpretación de imágenes aéreas. Poco después se consideró incorporar también estudios de fotogrametría. Pero eran proyectos, sólo proyectos que no habrían de concretarse sino hasta mediados de la siguiente administración.

 

En efecto, el 21 de octubre de 1968 —esa jornada hubo finales olímpicas de ciclismo, equitación, esgrima, natación, tiro y vela— en la oficialía de partes de Palacio Nacional, el ingeniero Luis E. Miranda Villaseñor firmó su nombramiento como jefe de la Oficina de Procesos de la Comisión de Estudios del Territorio Nacional y Planeación (CETENAP), una nueva unidad administrativa creada al interior de la Dirección General de Planeación de la Secretaría de la Presidencia. Miranda Villaseñor iba a ganar casi tres mil quinientos pesos mensuales, y su jefe sería el primer director de la Comisión, Juan Bautista Puig de la Parra. 

 


La CETENAP, origen de la DETENAL, fue creada gracias a la iniciativa de un pequeño grupo de entusiastas. Miranda Villaseñor recuerda a Gerardo Cruickshank García, Felipe Guerra Peña, Enrique Taméz González, José Alberto Villasana Lyon y, claro, el propio Puig de la Parra. “¿La idea como se fraguó?… El ingeniero Puig se había dedicado a la fotointerpretación geológica y a través de varios trabajos se percató de las ventajas de este método para una rápida exploración superficial de extensas zonas… El ingeniero Villasana tenía experiencia en el área de fotogrametría y un poco en el área geodésica…” Inicialmente intentaron que el proyecto se materializara en la Secretaría de Obras Públicas, enseguida en la de Recursos Hidráulicos y luego en la Comisión Federal de Electricidad. Y nada… “Uno de los últimos intentos fue con el secretario de la Presidencia, Emilio Martínez Manatú, ello a través Emilio Mújica Montoya, por entonces director General de Planeación”. Después de una serie de reuniones en las que participaron varias secretarías y de algunos cambios al proyecto original, en 1967 el presidente Gustavo Díaz Ordaz aprobó la creación de la CETENAP, la cual comenzó a existir el 2 de octubre de 1968.

 

El 2 de octubre de 1968 cayó en miércoles. Un día antes, en la explanada central de Ciudad Universitaria —frente al Estadio Olímpico Universitario, sitio en el cual diez días después se celebraría el acto inaugural de las Olimpiadas—, el Consejo General de Huelga había celebrado una asamblea en la que se presentó un Manifiesto a los estudiantes del mundo. La declaración no se lanzaba al aire, podía tener eco sencillamente porque iba en sincronía con los tiempos. El 20 de febrero, en Roma y Venecia los carabinieri habían disuelto con gases lacrimógenos las manifestaciones de los universitarios italianos. En marzo, había estallado una cadena de protestas de estudiantes e intelectuales polacos en contra el gobierno comunista, y del otro lado del Atlántico alumnos de la Universidad de Howard, en Washington, D. C., había protagonizado algo nunca visto con anterioridad en suelo estadounidense: una protesta estudiantil, en esa ocasión inaugural en contra de la guerra de Vietnam. En abril, en Checoslovaquia, el movimiento civil que pasaría a la historia como la Primavera de Praga se hallaba en pleno apogeo. Y, claro, los ecos del Mayo de París seguían escuchándose… Entre otros posicionamientos, la proclama de los estudiantes mexicanos aducía que el gobierno de su país era antidemocrático y que los atentados en contra los centros de enseñanza superior contradecían el lema de la Olimpiada Cultural: “Ofrecemos la amistad con todos los pueblos”. El Programa Cultural de las Olimpiadas había comenzado desde el 19 de enero: “… ocupó teatros, salas de concierto, vías públicas y explanadas durante once meses…: del Bolshoi a Ella Fitzgerald, y de Maurice Bejart y su ballet a Martha Graham y John Cage y Alicia Alonso y el Ballet del Senegal; Maurice Chevalier y Duke Ellington o la Ópera de Berlín y el Ballet de la Ópera del Rhin…” (Ariel Rodríguez Kuri, “1968, dos historias”. Coordinación de Memoria Histórica y Cultural de México, Historia del pueblo mexicano, 2021). En total, se exhibieron espectáculos procedentes de 97 naciones. Sin duda, otro acierto del Comité Organizador… Otro de los cortometrajes promocionales de las Olimpiadas fue estelarizado por Dolores del Río. Se ve a la actriz caminando en la cancha del Estadio Olímpico mientras su voz en off asevera: “La Olimpiada… será a la vez la fiesta del músculo y de la cultura. Sus escenarios, además de los campos deportivos, serán los museos, los teatros, la pantalla, el aula…”

 

En 1970, comenzó el sexenio de Luis Echeverría Álvarez. Los territorios de Baja California Sur y Quintana Roo se convirtieron en dos estados más de la República Mexicana, se crearon las secretarías de Turismo y de la Reforma Agraria, y, con el cambio diametral de la política poblacional de México, el Consejo Nacional de Población. En el sexenio de Echeverría la CETENAP se transformó en la Comisión de Estudios del Territorio Nacional (CETENAL) y creció en estructura. Un año después se publicó al fin la primera la carta topográfica escala 1: 50,000: la F14A23 “Tanque de Dolores”, correspondiente a San Luis Potosí. El rompecabezas comenzaba a armarse.



En 1977, ya en el sexenio de López Portillo, la Secretaría de la Presidencia se convirtió en la Secretaría de Programación y Presupuesto, y la CETENAL en Dirección General de Estudios del Territorio Nacional (DETENAL). Sus funciones se ampliaron para proveer la información geográfica que requería la integración del Sistema Nacional de Información. En los siguientes años, mientras se continuaba con el cubrimiento de las cartas 1: 50,000, entre 1978 y 1983, se trabajó en los cubrimientos nacionales de dos nuevas escalas: 1: 250 000 y 1: 1 000 000. En 1980, ocurre un nuevo cambio de nomenclatura: la DETENAL pasa a ser la Dirección General de Geografía del Territorio Nacional (DEGETENAL). Permanecería solamente dos años con esa denominación, porque el 6 de mayo de 1982, ya en el sexenio de Miguel de la Madrid, se convierte en la Dirección General de Geografía (DGG). Menos de un año más tarde, el 25 de enero de 1983, se crea el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), órgano desconcentrado de la SPP, al que se incorpora la DGG, entonces encabezada por Néstor Duch Gary.

 


La carta E14D84 “San José del Progreso”, Oaxaca, fue publicada en 1988, ya por el INEGI. Con ella se concluyó, después de veinte años de intensos trabajos, el mosaico nacional de la primera edición de la carta topográfica escala 1: 50,000, —base cartográfica del país—, conformado entonces por 2,295 cartas. El esfuerzo olímpico: entre 1968 y 1988, un período en buena parte marcado por crisis económicas, se generaron en promedio 114.75 cartas por año.

 

El INEGI, como se ostenta en su nombre, tiene dos fundamentos: la estadística y la geografía. La normatividad y coordinación de la primera se realiza actualmente en tres direcciones generales: 1) Estadísticas Sociodemográficas, 2) Económicas, y 3) de Gobierno, Seguridad Pública y Justicia. La tercera surgió hace apenas diez años, las dos primeras remontan su linaje a la antañona Dirección General de Estadística, creada en 1882. Por su parte, la Dirección General de Geografía y Medio Ambiente —nombre que tomó la DGG desde 2010— encuentra su origen en la Comisión de Estudios del Territorio Nacional y Planeación, de tal manera que el próximo 2023 cumplirá su 55 aniversario.

 

miércoles, 2 de noviembre de 2022

INEGI: casi 40 años (IV)



Tapexco

 

Ya muy pocos saben qué es un tapexco. A finales del siglo XX, Carlos Basauri reportaba: “Cuando tienen cama, ésta es de horcones y un tapexco de carrizo. Además, tienen jarros, cazuelas…” (La población indígena de México, v. II. Conaculta, 1990). El vocablo tapexco no aparece en el Diccionario del Español de México (Colmex), en cambio, para variar, la RAE sí da cuenta de él: tapexco, tapesco: “especie de zarzo que sirve de cama, y otras veces, colocado en alto, de vasar”. Y un zarzo, claro, es un “tejido de varas, cañas, mimbres o juncos, que forma una superficie plana”. Dormir en tapexco es, pues, dormir en petate.

 

En 1940, en México más de dos millones y medio de personas —2’514,626—dormían en tapexco, mucho más gente que los 1.7 millones que entonces habitaban el Distrito Federal. Peor, 4.6 millones más dormían en el suelo. En 1940, en nuestro país sólo seis de cada diez personas dormían en catre o cama.

 

 


Guerra

 

El sexto Censo de Población moderno de nuestro país se levantó el 6 de marzo de 1940. En Aguascalientes vivían 161 mil personas, y toda la gente que radicaba en su ciudad capital, 82 mil, no hubiera alcanzado para llenar el Estadio Azteca. La población total de México ascendió a poco menos de veinte millones de habitantes —19’653,552—; es decir, hace 82 años en todo el país vivía menos gente que la que hoy reside en la Zona Metropolitana del Valle de México —más de 22 millones—. En 1940, año en el que formalmente inició la II Guerra Mundial, 2.3 millardos de humanos poblaban la Tierra. La población de Alemania —70.7 millones— superaba por más de 50 millones a la de México. En marzo de 1940 el avance de los fascistas seguía imparable. Japón había ya invadido Manchuria y China; Italia, Etiopía, el sur de Francia y Albania, y Alemania, Austria, Bohemia, Moravia y Polonia. Gran Bretaña y Francia habían declarado la guerra a los nazis, pero ni la Unión Soviética ni Estados Unidos eran aún enemigos declarados del Eje Roma-Tokio-Berlín. En México, faltaban ocho meses para que la banda presidencial pasará del general Cárdenas a otro militar, Manuel Ávila Camacho.



Unos días después del levantamiento del censo de 1940, el 29 de marzo, en el predio en el que se encontraba la Arena Nacional, en el DF, fue inaugurado el cine Palacio Chino. En septiembre, el día 11, fue ahí en donde se estrenó Ahí está el detalle. La cinta, dirigida por Juan Bustillos Oro, fue el primera en el que Mario Moreno usó el sobrenombre de Cantinflas. En abril, Hitler invadió Dinamarca y Noruega, un mes después Países Bajos y Bélgica, y en junio Francia. En octubre, Chaplin estrena The Great Dictator.

El 5 de noviembre Roosevelt gana por tercera ocasión la presidencia de Estados Unidos, y aquí en México, el día 23 del mismo mes, una semana antes del cambio de gobierno, fue inaugurado el nuevo edificio de la Dirección General de Estadística (DGE).

 

 

Balderas 71

 

Como venía ocurriendo desde 1882, la organización del Censo de Población de 1940 había sido responsabilidad de la DGE, para entonces adscrita a la Secretaría de Economía Nacional. 


Su nuevo edificio fue construido en el predio ubicado entre las calles Artículo 123, Balderas y Morelos, a unas cuadras del Zócalo, en un solar que había sido ocupado por un inmueble de la Huasteca Petroleum Company. El acto lo presidió el secretario de Economía y Emilio Alanís Patiño, director general de Estadística. También “hicieron acto de presencia… el ingeniero Juan de Dios Bojórquez, quien fuera director del extinto Departamento de Estadística Nacional,  y Gilberto Loyo, quien… en ese momento era jefe de la Oficina Central de Censos” (INEGI, Los cien primeros años. Dirección General de Estadística). Durante el acto, Alanís Patiño dijo: “… la estadística mexicana ha llegado a tal grado de madurez que el gobierno la ha juzgado merecedora de un edificio especial”. 43 años despúes, el recién creado Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), en cuya estructura se incorporaría la antañona DGE, ocuparía el mismo edificio de Balderas 71. Aquel año, 1983, el mundo seguía en la etapa que pasó a la historia como la Guerra Fría; de hecho, dos días después de que fuera publicado el decreto que formalizó el establecimiento del INEGI, los soviéticos y los norteamericanos reanudaron las negociaciones de desarme. Las pláticas sucedieron en Ginebra. Abordaron el asunto de los cohetes nucleares de alcance intermedio en Europa. Un día antes, en la misma ciudad suiza, se había celebrado una reunión de emergencia de la OPEP. Los países productores de petróleo no logran ponerse de acuerdo sobre los precios del crudo. Arabia Saudita fue acusada de boicotear la reunión en favor de sus intereses. En cualquier caso, los precios del petróleo siguieron a la baja, y México en crisis.

 

Actualmente el edificio de Balderas 71 es parte del patrimonio del INEGI, y está ocupado por las oficinas de la Dirección Regional Centro. Ahí también se encuentra la biblioteca “Gilberto Loyo”.

 

 

Suelo

 

En 1946, Othón de Mendizábal afirmaba: “Dormir en el suelo o en tapexco es una característica indígena que está asociada a la falta de consumo de pan de trigo ...” (Obras completas. Talleres Gráficos de la Nación). Tan eso se pensaba que el tabulado censal así daba cuenta de los resultados: “Población que come y población que no come pan de trigo, y duerme en el suelo, cama, etc.” En 1940, 55% de la población total de México no comía pan de trigo. De la gente que no comía pan de trigo, la mayoría, 54%, dormía en el suelo, en tapexco o hamaca. Desde hace años y hasta la fecha, sobre Artículo 123, entre Balderas y Humboldt, en uno de los costados del edificio histórico del INEGI, es usual encontrar a muchas personas en situación de calle. La mayoría son adictos a una droga que se conoce como piedra. Todos duermen ahí, en el suelo. No sé si coman pan de trigo.