To lose the sense of repugnance from one thing,
or regard for another, is exactly so far as it goes
to relapse into the vegetation or to return to the dust.
G.K. Chesterton, As I Was Saying.
Nos tocó habitar un mundo en descomposición. En buena parte del orbe, gobernar no pasa de normalizar el desastre: los políticos occidentales dejaron de prometer el paraíso y se limitan a exigir que la gente acepte las condiciones del purgatorio. En Occidente, el mérito del líder contemporáneo no es tener razón, sino tener el suficiente descaro para repetir una mentira con voz firme. De Berlín a Washington, de Mar-a-Lago a París, de Bruselas a Buenos Aires, de Londres a Kiev, la desvergüenza se ha convertido en un dispositivo ideológico al servicio de las élites económicas y sus esbirros gubernamentales… Y quizá no uno, quizá el más importante.
Encarnada en los operadores políticos de la oligarquía global, la desvergüenza se despliega como es, desvergonzada, por las estructuras de poder de las potencias occidentales y sus satélites. Y si no es el dispositivo ideológico más importante, dada su naturaleza, la desvergüenza es el más escandaloso. En las mesas de negociación europeas, en las elegantes salas de juntas de los magnos rascacielos neoyorquinos, la desvergüenza ya no es un defecto: es algo así como un mérito estratégico que se presume. Actuar sin escrúpulos, exhibirse plenamente clasista o monstruosamente racista o depravadamente sexista, mentir descaradamente, contradecirse un día sí y media hora después también, que te agarren en la maroma o con las manos en la masa ya no está mal, al contrario, se volvió modelo a seguir. El burro hablando de orejas es hoy estrella mediática. El más eficaz no es quien persuade, sino quien distrae, el que entretiene. Mostrar la ignorancia propia, incluso quedar como un idiota, pasa ya como un ardid muy perspicaz. El más convincente no es quien argumenta, sino el que más rápido olvida lo que dijo hace diez minutos. Darse uno mismo un pastelazo en la cara o envenenase solo tomando cloro para grabarlo y después subirlo a TikTok dejó de ser estupidez de adolescente en búsqueda furiosa de atención: ahora es comportamiento normalizado entre primeros ministros, CEOs y altos ejecutivos.
Este desgraciado cambio en los usos, costumbres y criterios en el ágora y la arena pública, desde hace unos diez años, ha encontrado un paladín en el megalómano y mega-anómalo, narcisista obcecado, mitómano desbocado, bocazas, gárrulo, patán, soez e incivil, zafio, golfo, vulgar, altanero, grotesco y ridículo, chabacano, macarra, bravucón y pendenciero, pervertido, sexista, machista, homófobo, racista, clasista, chovinista, retrógrado y prejuiciado, alevoso, fullero, autoritario y vil personaje que ocupa hoy, y por segunda vez, el cargo de presidente de Estados Unidos de América. Míster Donald Trump, el septuagenario anaranjado ha inspirado a legiones. Todo indica que una caterva de hombres de negocios y políticos profesionales en todo el planeta se preguntan: Bueno, y si él pudo y puede, ¿por qué no voy yo a hacerlo?
Glen BledsoeSiguiendo. It's going to be a Beautiful Recession.
Entonces, claro, bien puede ser que los reporteros te agarren en el tren con la bolsita de polvos blancos sobre la mesa que el descuido a tu estatus de primer ministro de país europeo, ejemplo civilizatorio, no le hará ninguna mella. O usted puede ganarse la vida como secretario general de una organización multinacional de adictos a la guerra, representar formalmente los intereses militares de 32 países dizque soberanos, usted puede llamarse pues Mark Rutte y encabezar la OTAN y decirle Daddy, “papi”, al presidente Trump, y decírselo no en la intimidad de sus tejes y manejes, sino en público, ante cámaras, y no va a pasar nada. Es más, puede ser que hasta una reportera le pregunte si no le parece carente de toda dignidad lo que hizo… ¿Y? Total, su Daddy había en esa mismita ocasión puesto el desvergonzado ejemplo: Trump acababa de comparar a Israel e Irán con “dos niños en el patio de la escuela” que habían tenido “una gran pelea”. "Ya sabes, pelean como locos. No puedes detenerlos. Déjalos pelear durante dos o tres minutos, luego es fácil detenerlos”.
O igual puede llamarse usted Ursula von der Leyen y presidir la Comisión Europea y salir con toda vehemencia a medios a exigir al gobierno iraní que, después de que su territorio, infraestructura y población fueron agredidos a misilazos por Israel y a bombazos por Estados Unidos, busque de inmediato una salida diplomática al conflicto. O qué tal la señora Kaja Kallas, Alta Representante de la UE para Política Exterior, quien con toda bajeza y muy segura de sí misma acaba de declarar que la Unión Europea ve “indicios” de que Israel viola los derechos humanos de los hombres, mujeres y niños que lleva meses masacrando en Gaza. O ya como cereza podrida del pastel de bosta, qué me dicen del congresista republicano Buddy Carter, quien tuvo la cara de titanio para presentar ante el Comité Noruego del Nobel la candidatura del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, para el Premio Nobel de la Paz, por el “histórico y extraordinario papel” que ha desempeñado en el acuerdo de alto al fuego entre Israel e Irán…, país, por cierto, al que ordenó bombardear hace apenas unos días. En la diplomacia de nuestros tiempos, la vergüenza es sólo una carga; el desparpajo, una palanca.
La desvergüenza es, claro, una falta, la falta de vergüenza. La palabra “vergüenza” tiene un origen interesante. Proviene del latín vulgar verentia, que significa “temor, respeto”. A lo largo del tiempo, el sentido de verentia se fue matizando y comenzó a asociarse más específicamente con una forma de temor que surgía de la percepción de un mal comportamiento o de la deshonra, lo que acabó dando lugar al concepto moderno de vergüenza. Este cambio semántico se debe en parte a cómo la vergüenza pasó de ser vista como un sentimiento de respeto hacia normas sociales, a un sentimiento de incomodidad personal frente a la idea de haber transgredido esas mismas normas. En este proceso, la palabra fue adquiriendo una connotación más moral y emocional que refleja la interacción entre el individuo y el juicio social, la opinión de los otros. En suma, la vergüenza comenzó como un respeto general hacia las normas, pero se fue transformando hasta convertirse en una respuesta emocional a la posible transgresión de esas normas. Freud no se equivoca cuando conceptualiza la vergüenza como una emoción que refleja el conflicto entre los deseos internos y las expectativas sociales o morales. Así que parece evidente que el feroz individualismo atizado por el capitalismo se apareja de las mil maravillas con la extinción de la vergüenza: yo soy quien soy y la opinión de los demás me importa un bledo. El nuevo héroe no ofrece disculpas a nadie: monetiza su ego y a eso lo llama autenticidad. El pudor se volvió obsoleto; el recato, una discapacidad. En el altar del individuo absoluto, la empatía es el primer cordero sacrificado.
Valga subrayar que la vergüenza sólo se entiende en la dimensión social de la humanidad. Es cultura, no natura. Y voy a decir algo muy peligroso en estos tiempos de perrhijos: lo siento, pero los animales no sienten vergüenza, no en el mismo sentido complejo y social que los humanos. La vergüenza implica procesos psicológicos sofisticados como: autoconciencia e ideal del yo, juicio moral o normativo, percepción amplia de los demás y teoría de la mente —la capacidad de atribuir a otras personas y a uno mismo estados mentales, como creencias, deseos, intenciones, emociones o conocimientos—, internalización de las normas sociales. Estas capacidades están estrechamente ligadas al lenguaje y a la cultura, por lo que debemos considerar la vergüenza como una emoción típicamente humana. Y ya sé, seguro no faltará el lector que esté ahora mismo recordando alguno del titipuchal de videos en los que un perro parece avergonzado después de haber perpetrado alguna travesura. Ciertamente, algunos mamíferos sociales como los perros, los elefantes y los primates, pueden mostrar comportamientos que parecen vergüenza —como agachar la cabeza, evitar la mirada o esconderse—, pero estos comportamientos se interpretan mejor como sumisión, temor al castigo y, sobre todo, condicionamiento aprendido… ¿Aprendido de quién? De nosotros, los humanos.
Así que no es una exageración decir que el triunfo de la desvergüenza es deshumanizante. ¿Se puede eso? ¿Un ser humano puede deshumanizarse? Por supuesto, recordemos que un cacomixtle nace cacomixtle, tanto como un faisán nace faisán y una rata, rata, en tanto que usted y yo debemos humanizarnos… No es sólo un proceso que comienza quizá incluso desde que fuimos procreados y tiene una fase crítica en las etapas más tempranas de nuestra vida, cuando el yo psíquico se conforma en relación con los otros. También es una tarea constante, de por vida. Es muy fácil desbarrancarse, hacerse bestia, deshumanizarse.
Glen BledsoeSiguiendo. A Concept of a Plan.
Y hablando de bestias, termino, y termino proponiendo algunos términos para mentar a las nuevas formas de gobierno que están propagándose por Occidente, formas de gobierno caracterizadas justamente por eso, por la desvergüenza, por el desapego franco a la verdad, por un abierto rompimiento respecto a los valores civilizatorios.
1. Recuerdo a las hordas de policías alemanes o gringos o franceses golpeando rabiosamente a grupos de manifestantes que han tenido la osadía de salir a las calles a pedir pacíficamente la paz en Gaza… ¿Qué tipo de gobierno representan? Ya no a una dictadura, ahora una Descaradura: la dictadura del descaro.
2. Recuerdo a Trump declarando que, si la jefa de Inteligencia de su propio gobierno dice que Irán no estaba a punto de producir armas nucleares, ella es la mentirosa. Y sugiero: Impudentato. Forma de gobierno de los impúdicos, en que la falta de autocontrol y la total ausencia de decoro son meritorias.
3. Y la que más me gusta: pienso que varios estados nacionales occidentales están hoy tomando la forma de obscenocracias, regímenes en los que lo indecente se vuelve canon, y lo obsceno, doctrina.
No estamos simplemente ante una crisis política o moral. Estamos presenciando una catástrofe de sistema, y quizá hasta un cambio antropológico: la inversión de los afectos civilizatorios. Lo que alguna vez fue señal de humanidad —el pudor, la empatía y la simpatía, el autocontrol— hoy es sinónimo de debilidad. La desvergüenza no es ya una patología de algunos individuos aislados: es el molde de subjetividad que las nuevas formas de gobierno promueven, celebran y reproducen. Y mientras más obsceno es el poder, más exige que nos adaptemos a su lógica. En nombre de una autenticidad sin escrúpulos, lo humano corre el riesgo de volverse inhumano.
Poco o nada podemos hacer usted y yo para evitar que una pandilla de deschavetados siga asesinando gente, monetizando el dolor, amasando fortunas martirizando seres humanos. Incluso poco o nada podemos hacer para evitar que esos mismos obscenócratas vuelen el planeta. Con todo, aún nos queda la capacidad de avergonzarnos, de apenarnos, de sentir pena ajena: esa es quizá, junto con el amor al prójimo, una última línea de resistencia en la que vale la pena militar.
Coda en defensa de los cínicos
En este ensayo no he usado la palabra cinismo como sinónimo de desvergüenza, y no es un descuido, sino una toma de posición. El cinismo filosófico, el de Antístenes, Diógenes y Crates, no es el germen de la obscenocracia sino su antídoto. En el ideal cínico, la anaideia —la insensibilidad frente a la vergüenza convencional— no es una estrategia de poder, sino una forma de resistencia ante los simulacros sociales; y la parresía, esa franqueza radical, no se pone al servicio del ego, sino de la verdad. Confundir la desvergüenza narcisista del poderoso con la desobediencia austera del cínico es no entender ni a uno ni a otro. Jamás llamaría cínico a Trump: sería un insulto al Perro. La obscenocracia no bebe del cinismo filosófico, sino de su parodia grotesca; no reivindica la libertad frente al artificio, sino la impunidad frente al juicio. Donde el cínico desmantela las convenciones en nombre de la verdad, el obscenócrata las viola para lucrar con la mentira.