Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Los usos de lo escrito

Tres diferentes usos de lo escrito:

“En un artículo […], Jean Hébrard distinguió tres de esos usos: el primero era el que querían las Iglesias deseosas de formar fieles capaces de leer las Sagradas Escrituras o bien, en la tradición católica, la literatura de devoción y de piedad; un segundo uso era el que necesitaban los mercaderes, cuya práctica comercial supone el dominio del cálculo y, por último estaba el uso que hacían de lo escrito los agentes de la construcción del Estado moderno que, para mantener su justicia y su burocracia, necesitaban de, archivo, la escritura y la correspondencia. A estas tres demandas de alfabetización corresponde el aprendizaje de tres aptitudes y de tres culturas: la lectura, la contabilidad y la escritura. La escuela del siglo XIX, apoyada por primera vez en el Estado, reunirá estas tres culturas de lo escrito en un mismo proyecto pedagógico”.

Roger Chartier. “Educación e historia”. En: Roger Chartier. Las revoluciones de la cultura escrita. Barcelona. Gedisa. 2000. p. 122.

El presente del pasado, de Roger Chartier

jueves, 29 de diciembre de 2011

La verdad en la literatura y en la historia [3 y último]

La relación de quiasmo entre la historiografía y la novela

El subtítulo en inglés: The chiastic relationship between history and the novel. El vocablo chiastic es el adjetivo de chiastic, figura retórica; quiasmo en español. En castellano, la RAE define quiasmo como “Figura de dicción que consiste en presentar en órdenes inversos los miembros de dos secuencias; p. ej., Cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer.” Me parece que no existe el adjetivo quiásmico o quísmico en español.
Ahora echemos un vistazo a nuestro propio tiempo, lo cual será anticlimático ya que no han cambiado mucho las cosas desde los tiempos de Ranke y Flaubert. Además, por supuesto, voy a limitar a una pocas notas marginales. Permítanme comenzar con un análisis de la dinámica contenida en la concepción de la historia de Ranke. Su ideal de la objetividad, su exigencia de que el historiador debe borrarse a sí mismo, ha dado origen desde el siglo pasado a una larga serie de picture-theories de la representación, con las que se trató de abordar la relación entre la representación histórica y la realidad histórica. De acuerdo con estas teorías, lo ideal sería que el lenguaje del historiador fuera una mimesis lingüística del pasado. Desde dicha perspectiva, el historiador es comparable a la aguja de un tocadiscos que sigue el surco en el expediente con la máxima empatía mecánicay de movilidad. La muestra característica de la verdad se encuentra, continuando con la metáfora, no tanto en la capacidad del historiador de tocar todo el registro histórico –porque incluso con una aguja en mal estado se podría hacer–, sino de reproducir hasta el más mínimo detalle, y sólo cuando esto también se ha reproducido es que tenemos la garantía de que el pasado se registró fielmente. En resumen, la aceptación de estas picture-theories de las representaciones históricas siempre estimuló una pasión cognitiva que se concentra en los detalles específicos en lugar de en la totalidad. En consecuencia, la verdad conduce a la fragmentación. Como resultado, la verdad histórica se convirtió, sobre todo, en la verdad de segmentos del pasado. Debido a la pasión cognitiva antes mencionada se generó un torrente de este tipo de verdades históricas, y, en el episteme de separación del lenguaje y la realidad, el historiador debe, precisamente, distanciarse de la realidad histórica con el fin de ser capaz de ver la verdad en conjunto; así, el pasado fue empujado más y más lejos de nosotros. Cada nueva verdad histórica ensanchó esa distancia.

Tanto la historiografía como la filosofía de la historia actuales dan testimonio de la omnipresencia de este tipo de pasión cognitiva. Hace unos cuarenta años, Romein se quejó de lo que él llamó “la pulverización de la imagen histórica”, una consecuencia de la cada vez mayor especialización [Romein, J., (1971), Historische lijnen en patronen, Amsterdam, pp. 147-163]. En la búsqueda de la verdad histórica, como consecuencia, la especialización y la objetivación se refuerzaron entre sí. En cuanto a la filosofía de la historia, su interés respecto a las cuestiones epistemológicas no ha disminuido, mientras que la tropología Hayden White sobre la escritura histórica fue recibida con completo horror. Efectivamente, de una manera muy provocativa White ha recordado en su Metahistoria que la imaginación histórica tiene lugar en la historiografía. White señaló enfáticamente que toda la historiografía contiene un elemento de “ficción”, entendida en su sentido original, esto es, algo que se ha “creado” no “encontrado”. En palabras de LaCapra: “La teoría de White es también ‘constructivista’ en cuanto que afirma que identifica con la poiesis la función de toma de de la conciencia, en contraste con la función de empates de la epistemología mimética, común en el positivismo y la narrativa tradicional [LaCapra, D., (1983), 'A poetic of historiography', in id., Rethinking intellectual history, Ithaca, p. 76]. El hecho de que White identifique la dimensión poiética de la historiografía con las cuatro figuras literarias de expresión, situando así a la historia y a la literatura en un miso plano, significó su ruptura definitiva con la actual filosofía de la historia, ya sea la que opera desde una perspectiva socio-científico o historicista. Por otro lado, el hecho de que White haya dicho estas cosas terribles, y tengan repercusión demuestra que los tiempos están cambiando. Hoy, a uno le gustaría ver la verdad literaria de acuerdo con el conocido aforismo de Oscar Wilde: “enseñándonos a ver sus verdades, la literatura hace que la realidad imite al arte” [textual: by teaching us to see its truths, literature makes reality imitate art]. En su estudio exhaustivo acerca de los puntos de vista actuales sobre la verdad literaria, Cebik explica que esta literatura, esta nueva verdad, es esencialmente de carácter conceptual. Una nueva verdad literaria es, sobre todo, una nueva manera de ver el mundo. Basando sus ideas en autores tan diversos como Hospers, Heidegger y Sartre, Cebik define la verdad literaria de la siguiente manera. Cada vez que se introduce una nueva palabra o un significado alternativo a una vieja palabra, no se está haciendo una declaración propositiva acerca de las cosas en el mundo, sino que se está proponiendo una revisión de las cosas que el mundo contiene; ofrecemos una revisión de lo que somos capaces de decir en términos proposiciones acerca de la realidad. En casos extremos, la verdad literaria incluso puede provocar un cambio en nuestra historia y en nuestra percepción del mundo. En pocas palabras, “las verdades artísticas y propuestas conceptuales no son verdades en en sí, más bien alteran lo que puede ser verdad” [artistic truths and conceptual proposals are not themselves true. Instead, they alter what can be true]. Nos encontramos con ideas análogas en el influyente libro de Nelson Goodman, Ways of worldmaking; tengo en mente en particular el ensayo del cual el libro toma su nombre. Todo esto aún sigue sonando bastante cientificista, incluso si es el cientificismo matizado a la manera de Kuhn.

Finalmente, sobre la base de lo que se ha dicho hasta ahora, podemos usar el adjetivo quiásmico para caracterizar la relación entre las verdades históricas y literarias. Por medio de este adjetivo, me gustaría sugerir el entrelazamiento permanente entre ambas, “para bien o para mal”. Los componentes de la narrativa histórica son verdaderos, pero, al mismo tiempo, la historiografía contiene un elemento de “ficción” que es sumamente difícil de tratar en términos del modelo concordancia entre lenguaje y realidad. Y esto es grave considerando que lo que no se supedita a dicho modelo sólo podría ser un tema secundario del discurso historiográfico. En el caso de la novela sucede precisamente al revés: en ella los componentes no son verdad, o ni falsos ni verdaderos, como nos gusta decir con Strawson. Pero la novela expresa una verdad literaria, cuyo origen, sin embargo, sigue sin estar claro, porque de acuerdo a las concepciones existentes, la ficción no es verdad. En un horizonte cientificista, en el que, al igual que Goodman, se habla en con el mismo aliento de Van Gogh, Canaletto o Piero della Francesca y Galileo o Kepler, uno intenta desvanecer las distinciones en los contornos del arte y la ciencia. La historia hace trivial la verdad, la novela hace que sea un misterio. Y en ambos casos, la situación no es satisfactoria, precisamente ahí en donde se encuentra la esencia de ambos géneros. Es como si cada uno de ellos necesitara el corazón del otro para perfeccionarse. Por tanto, desde una perspectiva transhistórica, existen todas las razones para entender la divergencia entre la historia y la literatura como un devenir trágico para ambos géneros. En conclusión, me gustaría señalar que en el vacío que se produjo por el triple movimiento de cosificación de la lengua –el movimiento en el que el lenguaje se retiró a su ausencia omnipresente, y la novela y la historia siguieron caminos separados– surgió una tradición que en cierto sentido lo ocupa. Me refiero al psicoanálisis. El propio Freud llamó la atención sobre el carácter de personajes de historia como uno de sus hallazgos psicoanalíticos. Así, aceptó en sus estudios sobre la histeria que se sentía incómodo por el hecho de “que las historias clínicas que escribió debían leerse como novelas, y que por ello carecían, por así decirlo, del sello estricto de la ciencia”. Se puede argumentar que el psicoanálisis eliminó los desequilibrios entre la novela y la historiografía. El psicoanálisis es historia y, sin embargo, no es tanto la relación entre la narración y lo que en sí mismo se dijo a sí mismo, sino lo que se dijo por sí mismo determina la verdad del psicoanálisis. El psicoanálisis recita la novela que una persona ha creado sobre su propia vida, pero por muy distorsionada que sea la novela puede ser la verdad misma, sin ser, como en la novela, más que una expresión de la misma. Es la novela de nuestra historia de vida y la historia de la novela de nuestras vidas. El psicoanálisis es capaz de lograr esta síntesis, porque –a diferencia de la historiografía y la novela– no genera la dicotomía o duplicación entre la palabra hablada y el asunto de lo que trata la palabra hablada. Por el contrario, el psicoanálisis se orienta precisamente a la eliminación de tal dicotomía. El psicoanálisis se ocupa de la neurosis en esencia como sentimientos acerca de los sentimientos. Freud estudió el lenguaje generado por esta duplicación; el idioma de los sentimientos acerca de los sentimientos. Desde la perspectiva de la discusión de este artículo, es importante destacar que en este lenguaje [el del piscoanálisis] no es posible separar la sintaxis (la forma) y contenido (semántica). Lo confirma el hecho de que se ha demostrado la imposibilidad de desarrollar la llamada “metapsicología”. Cuando forma y contenido resultan inseparables estamos frente a cosas u objetos en toda su concreción, es decir, antes de que se hayan disuelto en sus atributos generales, formales, y sus contenidos contingentes.

El siguiente ejemplo puede aclarar la cuestión. El analista francés S. Viderman estaba tratando a un paciente que tenía un polo negativo en la ambivalencia de sus sentimientos hacia su padre, quien había muerto de cirrosis. El paciente relató un sueño en el que estaba caminando con su padre en un jardín, mientras le ofrecía un ramo de seis rosas. Viderman respondió con la pregunta: Six roses ou de cirrhose? [¿Seis rosas o cirrocis?]. Los escritos de Freud, por supuesto, ofrecen innumerables ejemplos de este tipo. Lo que nos sorprende aquí es que la asociación del paciente –vamos a suponer que la interpretación Viderman sea correcta– no se produce a través de los atributos generales, formales de la cirrosis (por ejemplo, “causada por el alcoholismo”, “enfermedad del hígado”, “puede provocar la muerte”, etc.). La asociación se basa en la afinidad de sonido entre las dos palabras, y no en lo que las palabras que se utilizaron denotan. En el contexto de esta afinidad de sonido, el lenguaje es visto como una cosa (el sonido). Al parecer, en el caso de los niños esta situación es aún más perceptible, por lo que Freud habla de die Sprachkunste der Kinder, die zu gewissen Zeiten die Worte tatsächlich wie Objekte behandeln [el arte del lenguaje de los niños que en realidad es el tratamiento en determinados momentos de las palabras como objetos]. Se puede bosquejar la siguiente conclusión. En el lenguaje del psicoanálisis, la expresión emblemática de la lógica de la asociación se categoriza en: 1) las cosas “normales” de la realidad (en este caso, la vida, las experiencias y los sentimientos de la persona que está siendo analizado) y 2) los “objetos lingüísticos”, que se interrelacionan en un proceso de asociación. Estos objetos lingüísticos no tienen tanto un significado (ya sea por extensión o intención), no se hablan acerca de la realidad, no encontramos aquí los dos niveles paralelos conocidos de la lengua y la realidad, más bien existe una relación de analogía. La realidad no tiene, por así decirlo, dos formas análogas de expresarse. Los objetos lingüísticos no se refieren a la realidad, sino que forman una segunda realidad que simboliza la primera. Esta idea fue expresada notablemente por Freud cuando comparó el proceso de asociación del sueño con un jeroglífico: ein solches Bilderrätsel ist nun der Traum, und unsere Vorgänger auf dem Gebiete der Traumdeutung haben den Fehler begangen, den Rebus als zeichnerische Komposition zu beurteilen. Als solche erschien er ihnen unsinnig und wertlos [un rompecabezas es ahora el sueño, y nuestros predecesores en el ámbito de la interpretación de los sueños han cometido el error de juzgar el jeroglífico como una composición gráfica. Como tal, ha parecido a ellos sin sentido y sin valor]. El lenguaje y la realidad están muy cerca aquí, y en el mismo nivel, y su convenientia, para usar el término correcto siglo XVI, teje una más firme y fuerte red de contactos íntimos entre ambos respecto a lo que ocurre en nuestro mundo consciente. Aquí, solamente por medio de las palabras que usamos, todo es y se convierte en familiar para nosotros. La realidad es un pensamiento y el pensamiento es una realidad. Y, en efecto, como acabamos de ver, en el psicoanálisis nuestro pasado es una novela y una novela específica es nuestro pasado. La similitud entre los procesos de asociación, el pensamiento psicoanalítico y la descripción de Foucault del episteme siglo XVI ya no sorprende ahora. Volvamos una vez más a Foucault: Le langage fait partie de Ia grande distribution de similitudes et des signatures. Par conséquent, il doit être étudié lui-même comme une chose de nature. (...) Le langage n'est pas ce qu'il est parce qu'il a un sens; son contenu représentatif, qui aura tant d'importance pour les grammairiens du XVIIe et du XVIIIe siecle qu'il servira de fil directeur a leurs analyses, n'a pas ici de rôle à jouer [Google: El lenguaje es parte de Ia similitudes al por menor y las firmas. Por lo tanto, debe ser considerada en sí misma como una cosa de la naturaleza. (...) El lenguaje no es lo que se debe a que tiene un significado, y su contenido de representación, a ser tan importante para los gramáticos del siglo XVII y XVIII que servirá como hilo conductor para su análisis, n no tiene ningún papel que desempeñar en este]. La afinidad entre el psicoanálisis y la concepción del siglo XVI de la relación entre el lenguaje y la realidad puede dar cuenta de la naturaleza “pre-moderna” del psicoanálisis, y el hecho de que mucha gente se sienta intelectualmente incómoda ante el psicoanálisis.

Fuera del psicoanálisis, la memoria del episteme siglo XVI se ha mantenido viva sólo en la historiografía. Cada visión histórica es en este sentido de carácter estereoscópico, y sólo se hace identificable y adquiere contornos gracias al contraste con otras ideas.
En el psicoanálisis, contrastes similares sirven de guía para el neurótico. Una visión histórica o psicológico encerrada en sí misa es una contradictio in adjecto. Sólo en el contexto de la confrontación entre varios objetos lingüísticos (es decir, la interpretación histórica o psicológica) puede alcanzarse la comprensión. En el siglo XVI, toda la ciencia y el conocimiento fueron esencialmente comentario, y todavía lo sigue siendo gran parte de la verdad acerca de la historiografía, incluso contemporánea, y sobre del proceso piscoanalítico.

El origen de las neurosis se encuentra en la duplicación de sentimientos acerca de los sentimientos, y tomar conciencia de ello es, por lo tanto, el primero y más importante de los pasos del psicoanálisis. Parte esencial de este paso es el reconocimiento de las huellas dejadas por el proceso de duplicación. Importantes conclusiones se desprenden de esta consideración. Lo que es “dado” en psicoanálisis funciona no como una prueba o evidencia de otra cosa que se encuentra detrás o debajo, sino más bien como una colección de 'escalones' en la que uno avanza o como un indicador que muestra la dirección en la que el análisis está avanzando o se ha progresado. Lo que se ofrece no es la evidencia para reconstruir la realidad de la que se deriva (como los testimonios del historiador o el tipo de pistas con las que el detective trabaja), ni la base para la formulación de una teoría o hipótesis por medio de la cual se puede explicar (como en las ciencias exactas). Se debe agregar aquí una observación sobre la metáfora del psicoanálisis como suma de peldaños que puede ser engañosa. La metáfora sugiere que la persona que se analiza es llevada de vuelta a través de este camino a su original punto de partida, por ejemplo, a un período crucial en su infancia. Sin embargo, la memoria de la duplicación y las huellas que este ha dejado atrás no desaparecen. La verdad interpretativa del psicoanálisis radica en la conexión entre las huellas, y no en el punto de partida o punto final de la cadena que aquéllas forman. Es precisamente la fijación en una cierta fase de la cadena lo que ha llevado a la neurosis. Y esto nos lleva a una segunda conclusión. La verdad en el psicoanálisis no tiene nada que ver con la correspondencia, de hecho, del psicoanálisis se opone precisamente a la duplicación sugerida por las teorías de la correspondencia. Tampoco es la coherencia la cuestión principal, toda vez que la ruta que marcan los rastros dejados es un contraste de auto-interpretaciones incoherentes. Es más exacto hablar de lo que Spence describe como “ajuste narrativo” [narrative fit]: “la verdad narrativa se puede definir como el criterio que usamos para decidir si una determinada experiencia –que se recuerda durante una sesión de psicoanálisis– ha sido capturada a nuestra satisfacción; depende de la continuidad y el cierre, y en la medida en que el ajuste de las piezas se lleva a cabo con una finalidad estética. La verdad narrativa es lo que tenemos en mente cuando decimos que tal o cual es una buena historia, que una explicación dada conlleva convicción, que una solución a un misterio debe ser [must be] verdad. Una vez que una construcción dada ha adquirido el rango de verdad narrativa, se vuelve tan real como cualquier otro tipo de verdad, esta nueva realidad se convierte en una parte importante de la cura psicoanalítica”.
La cita proviene de: Spence, D.P., (1982), Narrative truth and historical truth. Meaning and interpretation in psychoanalysis, New York, p. 178.
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Cuando escribió acerca de Adler, De Boer define la verdad psicoanalítica incluso con mayor precisión: Adler “argumenta que, de hecho, los recuerdos traumáticos que eran tan importantes para Freud se conforman en la neurosis. El estado actual de la paciente dio a luz al pasado. Puede ocurrir que un evento sólo se experimenta como algo traumático después de que otro evento haya tenido lugar. ¿Cuál es entonces, en el primer evento, el verdadero curso de los acontecimientos? ¿Cuál es la verdad histórica? ¿Es la verdad la del primer evento antes de que ocurriera el segundo? ¿O es que el segundo evento revela el verdadero significado del primero? En mi opinión, debemos asumir como respuesta la segunda, y, por otra parte, que no podemos distinguir entre lo que ha sucedido realmente, el “hecho”, y las interpretaciones que de él se den más adelante”. De Boer indica muy claramente aquí hasta qué punto el psicoanálisis tiene la naturaleza de un camino, y cómo la distinción entre el lenguaje (interpretación) y la realidad (hecho) pierde su sentido cuando seguimos tal camino. Teniendo en cuenta el alto grado de realidad de su neurosis, el neurótico tiene pocas razones para dudar que las ficciones pueden ser muy reales y que la distinción entre los dos ámbitos es meramente académica, desde su punto de vista. Finalmente, con este desdibujamiento de la distinción entre el lenguaje y la realidad en la historia y el psicoanálisis, la distinción entre el idealismo y el realismo también pierde su significado. La idea es demasiado obvia para desarrollarla aquí.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

La verdad en la literatura y en la historia [2]

Una historia de la verdad histórica y de la verdad literaria

Hubo un tiempo en cual el lenguaje era una cosa en medio de todas las otras cosas en el mundo. En su Les mots et les choses, Foucault se refiere a esta época: au 16me siècle, le langage réel n'est pas un ensemble de signes indépendants, uniforme et lisse où les choses viendraient se refleter comme dans un miroir pour y énoncer une à une leur verité singulière. Il est plutôt chose opaque, mystérieuse, refermée sur elle-même; masse fragmentée et de point en point énigmatique, qui se mêle ici ou là aux signes du monde, et s'enchevêtre à elles. (...) Par conséquent il [language (F.A.)] doit être etudié lui-même comme une chose de nature.
La traducción al castellano, cortesía de Pedro Díaz de la Vega: En el siglo XVI, el lenguaje real no era un conjunto de signos independientes, uniforme y liso donde las cosas venían a reflejarse como en un espejo para enunciar una a una su verdad singular. Se trata más bien de algo opaco, misterioso, encerrado en sí mismo; una masa fragmentada y enigmática en cada una de sus particularidades, que se mezcla aquí y allá con los signos del mundo y se enmaraña con ellos. (…) Consecuentemente el [lenguaje (F.A.)] debe ser estudiado él mismo como un objeto de la naturaleza.
La cita proviene de Foucault, M., (1966), Les mots et les choses, Paris, pp. 49, 50. Una versión en pdf de la traducción al castellano editada por Siglo XXI aquí.

En otras palabras, no hay una frontera clara, ni ontológica ni epistemológica, entre el lenguaje y la realidad, ambos están entrelazados entre sí. Es por eso que, para el siglo XVI, la etimología y el comentario podrían ser las fuentes cognitivas más características, por los cuales se buscaba la verdad a través de la semejanza entre el lenguaje y la realidad; el análisis de una palabra (etimología) o el estudio de un texto (comentario) podían producir inesperadas nuevas verdades sobre la realidad. Esta es una visión interesante no sólo por su pertinencia respecto a la relación entre el lenguaje y la realidad en el siglo XVI, sino porque al parecer tiene cierta plausibilidad en la actualidad. Las investigaciones histórico-intelectuales del propio Foucault, desde su Surveiller et punir, sugieren que, por lo menos en parte, él asumía que para analizar el poder de discurso se requiere una reificación del lenguaje, y que incluso dentro de los parámetros de la filosofía analítica del lenguaje el carácter objetual del mismo se puede demostrar.
Aquí el autor marca una referencia a otro trabajo de él mismo: Ankersmit, F.R., (1983), Narrative logic. A semantic analysis of the historian's language, The Hague.

De cualquier forma, debemos ser conscientes de que desde tal perspectiva la diferencia entre la novela y la historiografía, que es tan obvia para nosotros, se torna significativamente menos marcada. Si el lenguaje es un objeto en el mundo tal como los son los objetos a los que se refiere el propio lenguaje, la categorización de objetos en el mundo ya no puede, como se hacía tradicionalmente, distinguir entre realidad y ficción, entre la historia y la novela; la brecha entre el lenguaje y la realidad ya no puede funcionar como el criterio de distinción fiable entre ambos discursos. “La vida escolar era una cuestión de aprendizaje, aprendizaje de los libros, aprendizaje de los textos, y el conocimiento se adquiría de la lectura”, en palabras de la señora Bulhof, características de este paradigma de la relación entre lenguaje y realidad; y ella pasó a apuntar que como resultado de la distinción entre la narrativa histórica y la ficción de la novela resulta ser menos natural de lo que actualmente se considera. Así pues, hasta bien avanzado el siglo XVIII, la palabra novela podría referirse a una historia real o una de ficción -y lo que no es menos sorprendente, todavía en la mitad de ese siglo, Kant no dudaba en recitar poemas durante sus clases . Obviamente, desde este episteme, la novela y la historia no podían entenderse de manera independiente una de la otra, y el carácter literario de la historiografía fue aún más intensificado por las aspiraciones literarias de los historiadores franceses y británicos del siglo XVIII. La naturaleza retórica, argumentativa y apologética con que se pronuncia la literatura histórica de Voltaire, Hume o Gibbon retrasó con éxito el desarrollo de una brecha insalvable entre la novela y la historiografía.

Todo esto cambió para bien en el curso del siglo XIX, sobre todo gracias al trabajo de Leopold von Ranke (1795-1886), con quien, como se suele decirse, “la historiografía científica” surgió por primera vez. Es ilustrativo respecto a la estrecha relación que hasta ese momento había existido entre la historia y la literatura que incluso para Ranke resultaba difícil hacer una ruptura definitiva. En un fragmento fechado al comienzo de los años treinta del XIX, Ranke explica en términos claros: “la historia se distingue de todas las otras ciencias, ya que también es un arte”. La historia es una ciencia en lo que se refiere a la recopilación, fundamentación y análisis, y es también un arte, ya que recrea y describe lo que ha encontrado y reconocido. Otras ciencias quedan satisfechas simplemente con el testimonio de lo que encuentran, en cambio la historia requiere la capacidad de recrearlo”. E incluso Ranke cita a Marco Fabio Quintiliano: historia est proxima poesis et quoddammodo carmen solutum -la historia es la más cercana a la poesía y es, por así decirlo, un poema en prosa-.

La historiografía contiene tanto el componente científico –asociado con la “investigación histórica”– como el poético –que se denota con el término “escritura histórica” [o de la historia]–. Pero visto con detenimiento, parece que Ranke no sabe cómo dar un mayor contenido a la capacidad que requiere el historiador para "recrear" el pasado (lo sorprendente en sí mismo es que prefiera el mimético “recrear” al directo “crear”). [Pero] en su explicación más detallada sobre la forma en que el historiador debe realizar su obra, Ranke no otorga ningún espacio a la dimensión poética de la historiografía; así, establece seis requerimientos: 1) amor a la verdad, 2) reproducción exacta de las fuentes, 3), apertura total con el pasado, 4) análisis en las relaciones causales, 5) imparcialidad y 6) búsqueda de un panorama general de la zona en el pasado objeto de estudio. En este resumen –al igual que en otras reflexiones de la historiografía de Ranke– lo que se pide al historiador es una rendición pasiva frente al pasado –wie es eigentlich gewesen [como lo que realmente fue]–, sin que aporte nada de sí mismo. Mirando al pasado, el historiador debe, como Ranke declaró más tarde, borrarse a sí mismo (erlöschen) con el fin de ser capaz de representar el pasado en su estado original. Y, obviamente, esto no deja espacio alguno para la dimensión estética de la escritura de la historia que él mismo había reconocido inicialmente.

Hay otra perspectiva que nos puede arrojar luz sobre la ambivalencia de Ranke. Alfred Dove, el editor de los restos literarios de Ranke, nos dice cómo Ranke llegó al estudio de la historia. Como un maestro de escuela secundaria, Ranke tenía que enseñar historia. Contrariamente a la práctica general de la época, Ranke quería hablar durante sus clases de diversos aspectos de lo que había sucedido en el mundo después de la caída de Roma. Había llegado a esto como resultado de la lectura de las novelas históricas de Scott –por lo tanto, el desarrollo de los modernos historiadores, los llamados “científicos” de la historiografía, se debe al menos en parte a la novela histórica–. Y, en efecto, como se ha señalado a menudo por muchos teóricos, en la primera mitad del siglo XIX, la conciencia histórica fue más evidente en la novela histórica que en la historiografía. Sin embargo, cuando Ranke estudió las fuentes sobre el final de siglo XV y los albores del XVI, descubrió para su asombro que lo que había sucedido en el pasado por sí mismo era mucho más interesante y emocionante que el pasado sugerido en las novelas de Scott. Así, Luis XI, como se aparece en las memorias de Philippe de Commynes, ha demostrado ser una personalidad mucho más fascinante que el Luis XI recreado en Quentin Durward de Scott. Como Ranke llegó a decir: das wusste der würdige und gelehrte Autor wohl auch selbst; aber ich konnte ihm nicht verzeihen, dass er in seine Darstellungen Züge aufgenommen hatte, die vollkommen unhistorisch waren, und sie doch so vortrug, als glaube er daran. Bei der Vergleichung überzeugte ich mich, dass das historisch Überlieferte selbst schöner und jedenfalls interessanter sei, als die romantische Fiction.
La traducción directa del alemán, con el motor de Google: El autor se enteró de la atmósfera se sienten y, probablemente, ni siquiera conocía, pero yo no lo podía perdonar, que había recibido en el curso de sus presentaciones, que fueron completamente antihistórico, y sin embargo, por lo que cantó, como él creía. En la comparación que me convence de que históricamente se ha dictado aún más hermoso y sin duda es interesante, ya que la ficción romántica.
En otras palabras –y que esto es crucial para mi argumento–, Ranke descubrió que la realidad histórica es en sí misma más poética que la ficción, que la poesía pertenecía a la estética del mundo de los hechos y no a su representación histórica. Esta inversión increíble de los dominios de la realidad y de la estética tuvo por resultado Ranke proyectara la poesía en las cosas mismas en lugar de encerrarla en el dominio de la lengua. Así, la ciencia de la historia se convirtió en representación científica, en la representación no poética de la poesía de las cosas, de la realidad. Y esto dio lugar a la aparición de una imagen completamente nueva. La contribución de la retórica argumentativa o ética del historiador, que en el siglo XVIII y de conformidad con la episteme del Renacimiento no se consideraba como una violación o como discontinuo con el pasado en sí misma, es etiquetada ahora como tal por Ranke. Pero en lugar de eliminar esta dimensión o importarla al lenguaje –lo que hubiera sido lo más natural– Ranke la exportó al pasado. El pasado en sí mismo fue poetizado ahora, para Ranke el pasado mismo se convirtió en un fenómeno estético de una belleza auténtica y sublime. Y esto, sin duda, no es característica accidental o subordinada de la concepción de la historia de Ranke. Debemos tener en cuenta, por ejemplo, en qué medida el Weltfrömmigkeit de Ranke, destacada tanto por su biógrafo Krieger, y su fe en la armonía de los eventos del mundo, estimula y expresa esta necesidad de estetizar la historia y la realidad histórica. Además, ¿no es característica la metáfora favorita de Ranke del pasado europeo como una sinfonía interpretada por el concierto de las naciones europeas? La estética o la verdadera poesía es la categoría trascendental que Ranke proyecta en un movimiento cuasi-kantiano hacia el pasado mismo para así ser capaz de entenderlo. Como resultado, Ranke puede mantener la dimensión estética de la historiografía y, al mismo tiempo, instar a la total sumisión de la historia al método científico y a la presentación “objetivista” del pasado. De esta manera, Ranke fue capaz de, por un lado, rechazar al historiador ético y filosófico, y a los de la historiografía de la Ilustración o a Hegel, mientras que, por el otro lado, ahora libremente podía proyectar de nuevo en el pasado en sí mismo conceptos estrechamente relacionados con tales dimensiones, como si su presencia fuera empíricamente demostrable. El idioma que al principio había sido la prosa del mundo en el mundo, entonces se convirtió en la prosa como lo opuesto a la poesía del mundo y del pasado.

En el siglo XIX no sólo surgió la historiografía moderna, también lo hizo la novela moderna, y este hecho no es en absoluto una coincidencia. De acuerdo con la descripción que hace Foucault del Renacimiento y del episteme clásico, la posible existencia de la novela ya estaba presente desde entonces. Para ilustrar esto, Foucault se apoya en El Quijote de Cervantes. Don Quichotte est la première des oeuvres modernes puisqu'on y voit la raison cruelle des identités et des différences se jouer à l'infini des signes et des similitudes, puisque le langage y rompt sa vieille parenté avec les choses, pour entrer dans cette souveraineté solitaire d'où il ne réapparaîtra, en son être abrupt, que devenu littéraire.
La traducción al castellano, directa del motor de Google: Don Quijote es la obra moderna en primer lugar porque ve la razón cruel de las identidades y las diferencias de jugar siempre y similitudes de los signos, ya que el lenguaje de romper su parentesco con las cosas viejas, para entrar en este soberanía solitaria de la que volverá a aparecer en su abrupta ser, que se convirtió en la literatura.
El argumento de Foucault es que en el episteme clásico por primera vez el lenguaje se hace independiente respecto a la realidad, y por ello, por primera vez también, adquirió la capacidad de crear entidades ficticias en la novela, como Don Quijote. No estoy seguro de que seguir en todo momento la línea de pensamiento de Foucault , pero es cierto que lo que se requiere para la creación de personajes novelescos es por lo menos cette pelos et Constante relación Que les marques d'elles verbales tissent mêmes à elles memes [esta relación fina y constante de las marcas denominativas se tejió a sí mismos], y que el lenguaje no ganó esta autonomía con respecto a la realidad sino hasta después de la muerte del episteme del Renacimiento. Sin embargo, la novela moderna no surgió sino hasta el siglo XIX. Esto sin duda representa un problema para el concepto de Foucault, que no voy a tratar de resolver aquí. Es como si el episteme renacentista hubiera mantenido su ascendiente en los dominios de la historia y la novela hasta el XIX, mientras que dede los siglos XVII y XVIII de el episteme clásico fue capaz de conquistar el mundo de la ciencia y de la filosofía. Hablando de la novela del siglo XIX, me gustaría llamar la atención sobre Madame Bovary de Flaubert (1856) y su fuertemente autobiográfica La educación sentimental (1869). La razón es que, en cierto sentido, el tema de ambos libros es la novela misma, y por lo tanto pueden ser considerados como expresiones de la conciencia de sí misma de la novela del siglo XIX. Como es bien sabido, ambos libros fueron críticas de los tiempos, y como tales fueron reconocidos pero también, como Swart demostró en su The sense of decadence in 19th century, y France y Pierrot en su L'imaginaire décadent, fuentes de inspiración para la convicción de finales del siglo XIX, de que se estaba viviendo en un mundo de decadencia y destrucción. Madame Bovary y Frédéric Moreau, el protagonista de La educación sentimental, fueron víctimas de la lectura de novelas románticas sobre el amor, la felicidad y el anhelo de las fantasías que inspiraban. Lo que Flaubert y sus contemporáneos, como Taine, temían, y no sin razón, era la destrucción de la integridad personal y la autenticidad. Madame Bovary y Frédéric Moreau son el prototipo de hombre moderno, en la medida en que sus ideas son prestadas, y viven las pequeñas verdades que funcionan como el pequeño cambio intelectual y social de nuestra sociedad. La sociedad ya no es un atributo del hombre, sino que el hombre se convirte en un atributo de la sociedad. La personalidad individual se ha perdido, se ha disuelto en el estado informe de la personalidad moderna en la que toda auto-definición, conciencia de la propa identidad y de la realidad han desaparecido. El hombre moderno se ha desnaturalizado, para convertirse en una función de la opinión pública, en la encarnación de alguna selección o de otro tipo universalmente accesible en el Dictionnaire des idées reçues, que Flaubert escribió al final de su vida con devoción y asco. A través de la asimilación de verdades literarias, la identidad de Madame Bovary se perdió en el anonimato y su historia nos muestra el nacimiento del hombre de masas moderno. Incluso la posibilidad de contacto directo con las propias emociones había sido coartada –la réflexion, en anticipant sur le plaisir, le vide de toute substance– un diagnóstico de lo más preciso, ya que es desesperado, y ha sido formulado también por psicólogos modernos, como Mitscherlich, con respecto al hombre contemporáneo.

Además de estos ejemplos franceses, hay otras referencias que puedan presentarse para ilustrar la presencia de la idea de la degeneración de la personalidad moderna. Así, Paul Lagarde, uno de los eruditos más sorprendentes del siglo XIX de Alemania, se lamentaba de que das Wort nicht mehr die Bezeichnung der Sache, sondern nur das Echo irgendwelches Gerede über die Sache ist [Google: la palabra ya no es el nombre de la cosa, sino sólo el eco de lo que es una charla sobre el tema]. La comunicación entre las personas [Interhuman communication] ha perdido su autenticidad y rara vez se eleva por encima del nivel de un simple intercambio de clichés. Y si hemos de creer Anton Zijderveld, tales clichés en nuestros días incluso se han convertido en el requisito mismo de la posibilidad de comunicación interhumana. De acuerdo con Zijderveld, el lenguaje para el hombre moderno tiene una función más que un significado, y es la "micro-institución" del cliché la que todavía ofrece una especie de último refugio en la movilidad continua de nuestra lengua, que es mucho más orientada hacia la función.
Cita a Zijderveld: in fact, we could view cliches as micro-institutions, while the institutions of modern society tend to grow into macrocliches, esto es: de hecho, podemos entender los clichés como micro-instituciones, mientras que las instituciones de la sociedad moderna tienden a convertirse en macro-clichés. Zijderveld, A.C., (1979), On clichés. The supersedure of meaning by function in modernity, London, p. 17 and passim.
No es gratuito que mencione aquí las opiniones de Lagarde y Zijderveld; ambos nos pueden ayudar a definir la diferencia entre el siglo XVI y la Modernidad. Porque, a primera vista, parece que la descripción de Lagarde de la lengua de la Modernidad como das Echo irgendwelches Gerede über die Sache [el eco que cualquier conversación sobre el asunto] encajaría excelente en el episteme siglo XVI. ¿No estaba la verdad encarnada allí también, en el comentario y las referencias cruzadas entre los textos? Hay, sin embargo, una diferencia fundamental. La red de la intertextualidad de las personas en el siglo XVI estaba en la realidad, la red de la lengua y de la verdad estaba, por así decirlo, inscrita en las cosas mismas. Por otro lado, los clichés y los discursos vacíos que Flaubert y Lagarde vieron como la maldición de la Modernidad, formó una nueva realidad con nuevas verdades a la que el hombre moderno podría recurrir en su sabiduría mundana. El contraste se puede aclarar si se compara Don Quijote con Madame Bovary. Y hay muchas razones para tal comparación, Don Quijote es en un sentido relevante el atecesor de Madame Bovary. Por el momento, vamos a señalar las las similitudes que saltan a primera vista: después de todo, tanto Don Quijote como Madame Bovary perdieron la cabeza por las novelas que leyeron, ambos perdieron de vista la frontera entre la novela y la realidad. Pero, una vez más, el dato real se encuentra precisamente en la diferencia. Para decirlo en términos del siglo XVI, Don Quijote, en su interpretación romántica de la realidad, leía los signos de la realidad en forma extraña, mientras que Madame Bovary añadió un nuevo y fantástico mundo novelado a la realidad existente y, hasta cierto punto, hizo del mundo de la novela una realidad al vivir de acuerdo a él. Don Quijote, visto a través de los espectáculos del episteme clásico de Cervantes, simplemente no estaba en su sano juicio: veía en los molinos de viento “un gran número de imponentes gigantes” a quienes debía matar. Don Quijote lee la prosa de la realidad en forma incorrecta, y fue desde la perspectiva del episteme clásico que por primera vez pudo confrontarse al Renacimiento consigo mismo. Por su parte, Madame Bovary no padece una forma inocua de la locura, ella no reemplaza la realidad existente por otra, sino que superpone [superimposes] una nueva realidad sobre la antigua. Ella no ve gigantes en donde hay molinos de viento, sin embargo creó para ella misma un mundo en el que las dos realidades existen, y por eso se encuentra en un estado mental mucho peor que el de Don Quijote. Don Quijote interpreta el mundo erróneamente; Madame Bovary, como todos nosotros desde el siglo XIX, era totalmente consciente de la diferencia entre la novela y la realidad, pero eso no impide que ni ella ni cualquiera de nosotros pueda vivir en la cuasi realidad de la novela como si se tratara de la realidad misma. Y no se trata de una situación inofensiva, ya que la nueva verdad y la realidad fueron la causa eficiente del suicidio de Madame Bovary, y, si hemos de creer a Flaubert, del hombre moderno mismo.

Vamos ahora a tratar de vincular las distintas líneas de pensamiento. En el curso del siglo XVI, la lengua se liberó del mundo de las cosas de la realidad a fin de retirarse dans cette Soberanía solitario [su soberanía en solitario], en palabras de Foucault. El lenguaje se convirtió en un mundo en sí mismo y la verdad una cuestión de correspondencia entre el mundo del lenguaje y el mundo de los objetos. Este divorcio de la lengua y la realidad tenía que conducir a una división de ámbitos entre la historia y la novela. Ahora, el problema –y este es el punto de mi argumento– es que esta división de ámbitos no se llevó a cabo de manera limpia, por lo que no ha sido posible entender la relación entre historia y novela dentro del nuevo modelo de relación entre la realidad y el lenguaje. La línea de demarcación entre la historia y la novela se negó obstinadamente a correr en paralelo respecto a la frontera entre la nueva realidad y el lenguaje –y es muy posible que no pueda ser de otra manera–. Ranke podía proyectar la literatura en el pasado mismo y ahí poetizar la realidad histórica, sin embargo, al mismo tiempo tenía la necesidad y la inclinación, inspirado por el nuevo estatus de la realidad y el lenguaje, de suprimir la dimensión poética del pasado tanto como le fuera posible. La novela creó por sí una realidad y una nueva verdad, sin preocuparse demasiado de su dimensión cuasi-histórica . En resumen, Ranke, y los historiadores después de él, sin darse cuenta novelaron la realidad, mientras que Madame Bovary y la novela moderna a su vez hicieron realidad la novela sin preguntarse sobre la naturaleza de esta nueva esfera de la realidad. Como resultado, el elemento estético o creativo de la historiografía, así como la verdad de la novela fueron quedando en el aire. En su Unzeitgemässe Betrachtung, Nietzsche señaló que el desequilibrio observado había destruido la posibilidad de que la conciencia histórica moderna lograra un contacto auténtico con el pasado. Flaubert, por su parte, resumió la situación de la novela en sus dos libros mencionados anteriormente. Así, para emplear la terminología de Hegel, la unglückliches Bewusstsein [¿conciencia de la mala suerte?] del lenguaje, que había sido expulsado de la realidad, dejó un legado que desbalanceó tanto a la historiografía como a la novela. Finalmente, llama la atención que, más que el historiador, el novelista es más merecedor de nuestro respeto por su devoción a la verdad y la veracidad. Para Ranke, no es el soñador quien ve la poesía incluso en donde no la hay, mientras que es un novelista, Flaubert, quien se atreve a expresar la verdad cínica y amarga sobre el hombre nuevo y moderno. Y desafortunadamente esta no fue la última vez que los historiadores iban a quedar satisfechos con puntos de vista ingenuos sobre sí mismos y su campo.

martes, 27 de diciembre de 2011

La verdad en la literatura y en la historia [1]

El siguiente texto es una traducción comentada del ensayo Truth in Literature and History, del holandés Frank Ankersmit, publicado en 2009. Sobre el autor, profesor de historia de las ideas y de teoría de la historia en la Universidad de Groningen, recomiendo el texto autobiográfico publicado originalmente en Rethinking History (7:3, 2003, pp. 413–437).

Agradezco a Pedro Díaz de la Vega la ayuda que me dispensó en la traducción de los pasajes que en el texto original aparecen en francés, y claro, al traductor en línea de Google por los saltos suicidas del alemán al español; con todo, los errores de la versión en castellano que presento en esta entrada y en las tres siguientes seguramente irán por mi cuenta. Una nota más: todos las negritas van por mi cuenta.




La verdad en la literatura y en la historia

Difícilmente queda alguien que pueda poner en duda la existencia de una verdad literaria [literary truth] o que la novela sea capaz de expresarla. Hoy en día, ya no es muy popular la afirmación categórica de Hume de que todos los novelistas son “mentirosos de profesión”.
En realidad, en su Tratado sobre la naturaleza humana (1739-1740), David Hume (1711-1776) habla de los poetas, sustantivo con el cual se refiere a todos los literatos: Poets themselves, though liars by profession, always endeavour to give an air of truth to their fictions; and where that is totally neglected, their performances, however ingenious, will never be able to afford much pleasure. La cita completa es reveladora: el filósofo escocés considera que los literatos, pese a que su profesión es mentir, “siempre se esfuerzan en dar un aire de verdad a sus ficciones”, ya que si no lo hiciera sus obras “no serían capaces de producir mucho placer”.
David Hume, A Treatise of Human Nature. Book one. Athenaeum Library of Philosophy.

Más bien, uno puede estar de acuerdo con Mellor en que ciertas verdades son siempre reveladas en la novela, o con Heidegger en que la novela es capaz de mostrar una nueva visión de nosotros mismos, y que expresa verdades sobre el hombre y la “condición humana”.
[cita a Cebik, L. B. Fictional narrative and truth: an epistemic analysis, University Press of America, 1984. 250 pp. Un texto agotado incluso en Amazon a precio escandaloso].
Resulta interesante que las verdades literarias pueden expresarse en la novela de diferentes maneras y, por ello, pueden ser de diferente tipo. Para ejemplificar, podemos contrastar la novela anglosajona con la novela francesa; con toda la cautela que se pide al hacer ese tipo de generalizaciones, sigo pensando que una diferencia sistemática puede ser comprobada. Ante todo, esto tiene que ver con las diferentes perspectivas desde las cuales los dos tipos de novelas han sido escritas. Respecto a las novelas anglosajones, las francesas –pienso en autores tan diversos como Mauriac, Sartre, Camus o Sagan, incluso– consiguen un efecto de contacto más íntimo entre el lector y los personajes. El lector es capaz de identificarse más fácilmente con el personaje. Dos tipos distintos de verdad corresponden a esta diferencia, sin embargo, no es fácil de definir la distinción. La novela anglosajona crea una impresión de veracidad y verosimilitud [an impression of truth and credibility], ya que parece conformarse como una especie de permutación aceptable de algunos elementos tomados del mundo que conocemos. Es como si el mundo se hubiera desarticulado en sus distintos componentes y, luego, estos mismos componentes se hubieran ensamblado de nuevo en la novela, de un modo nuevo, pero posible. Por su parte, la novela francesa crea una verdad que, me parece, no se asocia tanto con el adjetivo “creíble” sino con el adjetivo “auténtica”. La novela anglosajona es objetivista, externalista; la novela francesa es internalista y subjetivista. Puesto que las verdades literarias son, en su mayoría, verdades sobre la naturaleza humana, la psicología puede ayudar a aclarar la diferencia. Se podría defender la idea de que la novela anglosajona tiene más afinidad con el enfoque de la psicología conductista, centrado en el comportamiento observable, mientras que la novela francesa muestra una mayor afinidad con el psicoanálisis.

Esta diferencia en el enfoque psicológico también es válida para el cine anglosajón y el francés. Si se compara, por ejemplo, una película como Equus u Ordinary People con una película como la muy conmovedora Un Dimanche à-la-Campagne, y si se considera que las tres películas fueron realizadas a partir de un instrumental psicológico sofisticado, parece que las anglosajonas permanecen, si no me equivoco, más en el ámbito de historias fascinantes. Equus es, por así decirlo, un documental sobre un tipo particular de la psicopatología, y si hemos visto la película, sabremos que estas cosas realmente pueden ocurrir. Hemos aprendido algo: un hecho acerca de la psicología humana. Pero después de ver una película como Un Dimanche à-la-Campagne decimos “¡Claro, así es!”, como si hubiéramos sabido siempre lo que el film nos ha mostrado, aun cuando no sea el caso. La película logra el efecto de una reorganización de los hechos conocidos sobre la condición humana, en lugar de que se agregue algo a estos hechos. Considerando que se trata de la reorganización de los hechos que están en juego en el film, la película francesa es “acerca de” sí misma, no “sobre” una realidad extra-textual. Para decirlo usando la conocida terminología de Goodman: la película y la novela francesas son un ejemplo de 'sí mismas', en cambio la novela anglosajona es una representación de algo que está fuera de ella. El examen de la película inglesa lleva a la consulta de manuales de psicología, y en el caso de la película francesa a la reflexión sobre la propia película.

Obviamente estamos hablando aquí de dos tipos diferentes de verdad. El carácter provisional de mi intento de hacer una distinción entre ambos tipos de verdad en sí mismo sugiere lo difícil que es identificar la diferencia exacta. Y es precisamente aquí en donde se encuentra el propósito de esta introducción. Mi intención con esta comparación de las novelas anglosajona y francesa es indicar que cuando hablamos de discursos literarios e historiográficos nos referimos, de hecho, a diferentes tipos de verdades. Con esto quiero decir que no hay un paradigma único de verdad, ya sea tomado de la teoría de la correspondencia, de la teoría de la coherencia o cualquier otra, y que por tanto podemos investigar cualquier tipo de discurso -literario, historiográfico y científico- con el fin de establecer su contenido de verdad. El hecho de que resulta tan difícil contrastar entre sí las verdades de la novela francesa y de la anglosajona hace que uno se dé cuenta de que no existe un nivel más profundo de verdad capaz de explicar los dos tipos.

No existe, por tanto, ningún argumento concluyente para inclinarse en favor de uno u otro de estos dos tipos de verdad literaria. Todo lo que podemos hacer es entender cada uno de ellos desde la perspectiva del otro. ¿Qué criterio podría permitirnos decidir entre diferentes clases de verdad? ¿Qué criterio va más allá del criterio de la verdad misma? Imposible encontrar una opción neutral, porque siempre habrá que elegir un criterio como punto de partida, y entonces es obvio que un determinado tipo de verdad resultará la mejor; pero tal decisión sólo puede acarrear el costo de la circularidad. La verdad no es un criterio para resolver este dilema, sino la cuestión qué está en juego.

Ahora se podría señalar que el término “vida” -tal como lo entienden los vitalistas como Dilthey, Nietzsche o Bergson- puede ofrecer un soporte neutral [para resolver el dilema]. Pero el problema es que ambos tipos de verdad -como el tipo de verdad que se verá más adelante- tienen sus funciones dentro de la “vida” como se entiende por los vitalistas, y que esta situación supuestamente neutral más bien muestra una ambigüedad que es análoga a los dos tipos de verdad de los que estamos hablando. “La vida” no nos ofrece una raíz común a los diversos tipos de verdad, pero es, por así decirlo, la tierra o el suelo en el que se han plantado. La apelación a la “vida” sólo consigue desplazar a nuestro problema original a un nivel aún más problemático y no lo resuelve, antes bien lo complica.


Aproximación

Lo anterior permite tener una idea de cómo enfoco el problema de la verdad histórica y la verdad literaria. Difiero de los enfoques más convencionales; usualmente se comienza con la observación de que la novela y la historiografía se diferencian entre sí, y luego, apoyándose en el concepto de verdad, se busca enumerar las diferencias y las similitudes potenciales entre ambos discursos. Desde esta perspectiva tradicional, la diferencia entre la historia y la literatura actúa como explanandum [explanandum = lo que se quiere explicar]. Me propongo hacer lo contrario y consideran dicha diferencia no como un explanandum, sino como un hecho dado. No hay que preguntarse cómo es que la historia y la literatura difieren entre sí desde la perspectiva de una cierta noción de verdad que se da a priori, sino más bien cómo es que la verdad se manifiesta en la historia y en la literatura, asumiendo el supuesto de que en cada caso se trata de una forma específica de la verdad. En realidad, la propuesta no es tan extraña como pudiera sonar, porque, después de todo, esa diferencia no representa un problema: hasta un niño sería capaz de decir, después de leer sólo unas pocas frases, si está ante una novela o ante una pieza historiográfica. ¿Qué sentido tiene explicar lo obvio? Es más productivo ahondar en el hecho de que tanto la novela como la escritura de la historia pueden ser verdaderas; se trata de una postura interesante que nos permite aprender más sobre el concepto mismo de verdad. Me gustaría añadir que el enfoque que defiendo no se puede equiparar con una aproximación al concepto de verdad de acuerdo con “la filosofía del lenguaje ordinario”. Mi propósito no es tanto determinar qué concepción de verdad está implícita en el hecho de que asociemos la palabra verdad tanto con la historia como con la literatura. Mi objetivo no es tanto, por lo menos no es mi propósito exclusivo, conocer cómo funciona el concepto de verdad en nuestro idioma, sino sobre todo distinguir entre los dos tipos o categorías de verdad, una histórica y otra literaria. Tal como se sugirió en la introducción al otorgar una mirada libre de prejuicios a la verdad en la novela anglosajona y en la francesa, no vamos a asumir aquí como cierto un “estándar de oro” de la verdad que permita legítimamente comparar la historia y la literatura. La afirmación en el sentido de que tanto la historia como la literatura contienen un elemento de verdad no será legitimada o justificada, sino que servirá como punto de partida para problematizar el concepto de la verdad y, posteriormente, para dar al concepto de un contenido semántico más rico.

Ciertamente, el enfoque que propongo ofrece muy poco trecho por el cual avanzar. Por ahora, sólo tenemos una palabra -verdad- y dos géneros -historiografía y la literatura-, y hemos renunciado a todos los instrumentos de análisis que plausiblemente podríamos haber empleado. En tal situación, en una situación en la que las palabras y los temas que estamos tratando de aclarar se hallan flotando uno junto a otro, la perspectiva histórica ofrece una salida. ¿Cómo se relacionaban la verdad, la literatura y la historiografía en el pasado, y de qué manera lo hacen ahora? En otras palabras, ¿cómo ha evolucionado la historia de la verdad ha durante los últimos siglos?



miércoles, 14 de diciembre de 2011

ADVERTENCIA

Si toca a usted en suerte (mala, pésima), encontrar un banner propagandístico del señor Ernesto Cordero, quede dicho que se trata de publicidad que gestiona Google, de la cual no sólo me deslindo: afirmo que me retuerce el hígado ver al susodicho en mi blog.

GC

ProLEE

viernes, 9 de diciembre de 2011

Al menos en la ficción

Sobre las verdades inverosímiles, la narradora de Los enamoramientos de Javier Marías (Alfaguara, 2011), una editora que me inclino a imaginar muy maja, sentencia: “la vida está llena de ellas, mucho más que la peor novela”. Cierto, por caso…

El edificio donde laboro está sobre Patriotismo. Del otro lado de la acera hay un supermercado, de los descomunales. A diferencia de todos nuestros compañeros, VH jamás sale a “comprar algo a la Comer”. La semana pasada me sorprendió cuando por primera vez en los cuatro años que lleva trabajando conmigo pidió permiso… ¡Pobre!: mientras cruzaba la avenida, se desató una balacera. Eran las dos de la tarde; como otros muchos transeúntes que a esas horas abarrotan la calle, VH no encontró mejor estrategia que tirarse al suelo, rogando que uno de los estruendosos e invisibles proyectiles no le cercenara el futuro. El tránsito se detuvo; los automovilistas se arremolinaron en el rincón más recóndito que encontraron en sus vehículos: “Una muchacha estaba histérica: le pegaron tres balazos en el tablero del coche”. Durante diez minutos la policía se agarró a tiros con un fulano, quien acabó herido de muerte en medio de la calle. VH cuenta que, al parecer, el delincuente había robado una camioneta que salía del estacionamiento del súper: “Imagínese, una pareja que llevaba un bebé de brazos”. Del azoro, VH pasó al disfrute de una hora de protagonismo: todos en la oficina quisieron escuchar su crónica: “la gente no quiere saber por qué pasó nada, sólo qué pasó y que el mundo está lleno de imprudencias, peligros, amenazas y mala suerte que a nosotros nos rozan y en cambio alcanzan y matan a nuestros semejantes descuidados, o quizá elegidos”, explica la protagonista de Los enamoramientos, de nombre nada causal: María. Al día siguiente, ya nadie tuvo oídos para VH; el asunto estaba agotado: “Precisamos no ahondar en nada ni quedarnos largo rato en ningún hecho o historia… como si después de cada una pensáramos: ‘Ya, qué espanto. Y qué más. ¿De qué otros horrores nos hemos librado? Necesitamos sentirnos supervivientes e inmortales a diario”.

En su más reciente libro, Marías (Madrid, 1951) no suelta la preocupación que cunde las páginas de Tu rostro mañana –trilogía que constituye su anterior entrega–: la narrativa, y más, la ficción, como el único mecanismo para darle sentido a lo que nos sucede. Los personajes de Los enamoramientos, lectores ellos mismos, buscan en otras novelas ordenar lo que les ocurre –El coronel Chabert de Balzac y Los tres mosqueteros de Dumas–: “Lo que pasó es lo de menos. Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo o se olvida… Lo interesante son las posibilidades que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios…”

Inicio de novela: sin motivo aparente, un viene-vieneaparcacoches les dicen en España– acuchilla a un hombre. En nuestra realidad bochornosamente inverosímil hechos así ocurren diariamente; en una buena novela no, y Los enamoramientos lo es: los acontecimientos suceden por algo, al menos en la ficción.

martes, 27 de septiembre de 2011

Actos de ficción

Dicta el misterioso profesor Ebisuno: “Lo que pase a partir de ahora es territorio ignoto para todos. No hay un mapa. Lo que nos espera a la vuelta de la próxima esquina no lo sabremos a menos que vayamos ahí”, una perogrullada, ciertamente, pero de aquéllas que preferimos relegar al olvido, para poder tirarnos a la ficción de las agendas y los planes. Actos de ficción como el que sigue: recomendar una novela de más de 700 páginas. En México, menos de tres de cada diez personas leen un libro completo al año. Durante doce largos meses, el 68% de la gente no lee un solo libro, mientras que el 13% apenitas uno. Decir esto en estas páginas no es muy efectivo que digamos: únicamente 7% de los que dicen leer revistas afirma que prefiere las que versan sobre Arte y Cultura, porque, claro, tres quintas partes se van por las de Espectáculos, las Deportivas, y las Femeninas. Los anteriores no son datos que me saque de la manga, los difundió hace poco el CONACULTA; son algunos de los tristes resultados de la Encuesta Nacional de hábitos, prácticas y consumo culturales, 2010. Así que si tú me estás leyendo debes considerarte parte de un grupo minoritario…, de ello hay que partir para decirte que muy probablemente seas tan excéntrico como para dedicarle horas de lectura a 1Q84, en lugar de seguirle la pista al Conejo en el San Luis, por caso…
La más reciente novela de Haruki Murakami (Kioto, 1949) es ya un bestseller, lo cual en términos absolutos no es gran cosa en un país en donde casi el 60% de la población en un año nunca se paró en una librería o comercio donde vendan únicamente libros; en un mercado como el mexicano, en el cual, consecuentemente, ocho de cada diez conciudadanos, ¡uy!, no compraron un solo libro en todo un año. A sabiendas, pues, de que es una ingenuidad, conmino al hipotético lector a que se haga de 1Q84. Desde marzo Tusquets distribuye el volumen que integra los dos primeros libros de la más reciente obra del escritor japonés, una trilogía ambiciosa con la cual Murakami insiste: quizá la realidad no tenga sentido, quizá la única salida sea otorgárselo narrándola, tramando: “La mayoría de la gente no busca una verdad demostrable…, la verdad, en la mayor parte de los casos, conlleva un fuerte dolor… Lo que la gente necesita es una historia hermosa y amena que lo haga sentir que su existencia es, al menos, un poco relevante”. Quien dice es el líder de una lunática secta religiosa, personaje que horroriza pero también aporta los pespuntes para hilvanar los hechos inconexos que todos percibimos. Aomame, una cachonda asesina serial, y Tengo, un novelista obligado a tramar su propia historia, protagonizan 1Q84, un novelón de fantasía metafísica que en la que al final de cuentas sólo queda claro algo: “Si no crees en el mundo o si careces de amor, todo será una mera falsificación”. Advierto: te vas a quedar picado…

jueves, 5 de mayo de 2011

El pasado que nunca se acaba

 


El 13 de septiembre de 2006, con el sello de la prestigiada editorial Gallimard, salió a la venta en París el primer libro en francés de un autor desconocido, desconocido allá y aquí y en todo el orbe, un tal Jonathan Littell. El libro, Les Bienveillantes. Sólo durante las primeras seis semanas, se venderían poco más de 280 mil ejemplares de la obra. Un trimestre fue suficiente para que Les Bienveillantes se colocara sin problemas como el libro del año en tierra gala; no sólo el más vendido, también el mejor valorado por la crítica. Académicos, reseñistas y escritores se volcaron en elogios. La cosecha fue a más: Les Bienveillantes le valió a Littell los dos premios literarios más importantes de Francia: el Premio Goncourt y el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa..., nada más.

Uno de los notables que integraron el jurado que le concedió a Littell el Premio Goncourt fue el escritor y guionista Jorge Semprún, nacido en España pero cuya obra ha sido escrita casi por completo en francés. Semprún, refiriéndose a Les Bienveillantes, afirmó: “Dentro de una, dos o tres generaciones, los jóvenes sabrán qué pasó a mediados del siglo XX gracias a una novela como ésta”. Según Semprún, quien hace algún tiempo fungió como ministro de Cultura en el gobierno español de Felipe González, la novela es “el acontecimiento literario del siglo”.

En su edición del 29 de diciembre de 2006, Le Figaro —que ya antes había calificado a Les Bienveillantes como una pieza “brillante, fascinante” y también como “una broma gigantesca”— no escatima y declaró al sorpresivo novelista como “el hombre del año”. La distinción no es poca cosa, sobre todo para las pulgas de los franceses, tratándose Littell de un joven escritor oriundo de Estados Unidos.

¿Pero quién diablos es Jonathan Littell? En principio habrá que decir que es una especie de híbrido, el producto del cruce de varias culturas. Littell me recuerda al galo-ibero Manu Chao cantando regaee en árabe, wolof o gallego ante un público sudamericano que le aplaude a rabiar, o a la barranquillera Shakira Isabel Mebarak Ripoll rapeando en inglés y moviendo las ingles como bailarina libanesa. Los antepasados de Littell, de origen judío, llegaron a América procedentes de Polonia a finales del siglo XIX. Su padre, Robert Littell, es autor de más de quince novelas de espionaje, casi todas ellas relacionadas con los estira y aflojes entre la CIA y la KGB durante Guerra Fría. Jonathan Littell nació en Nueva York el 10 de octubre de 1967. Buena parte de su formación escolar la realizó en Francia, pero regresó a Estados Unidos para estudiar en la Universidad de Yale. Actualmente vive en Barcelona, luego de haber viajado durante varios años por el Congo, Afganistán, Bosnia y Chechenia, trabajando para la ONG Action Against Hunger. Jonathan había intentado ya durante 2006 que se le otorgara la nacionalidad francesa, sin conseguirlo, pero luego de la celebridad que su novela le acarreó, en marzo pasado lo logró “por su contribución a la brillantez de Francia”. Antes de Les Bienveillantes, Jonathan Littell no había publicado prácticamente nada, apenas un libro previo, una novelita ciberpunk de escaso impacto, Bad Voltage (Signet Books, 1989). 

Gracias a la traducción de María Teresa Gallego Urrutia, es posible leer Les Bienveillantes primero en español que en inglés —el propio Littell está trabajando la versión en inglés, misma que saldrá a la venta en los primeros meses de 2008 distribuida por Harper-Collins—. Las Benévolas, editado por RB libros, se puede conseguir en México desde noviembre de 2011.  

Para decirlo fácil, la novela de Jonathan Littell narra, desde la perspectiva de un nazi, el holocausto cometido en Europa contra los judíos durante la II Guerra Mundial. Pero expresarlo así es limitar los alcances de Las Benévolas, porque aunque es evidente que el autor hizo la tarea y se soporta en sólidas bases históricas, la obra va mucho más allá de las contingencias que cuenta y problematiza asuntos de carácter universal. Cuestionado por Ruiz Mantilla para una entrevista que se publicó hace unas semanas en el suplemento Babelia de El País, Littell dijo que la gran pregunta que trató de responderse al escribir su novela fue “la naturaleza del crimen de Estado”. Desde la perspectiva privilegiada del lector, contradigo al escritor y opino que Las benévolas indaga no en torno al crimen de Estado sino en torno al crimen, y más incluso, porque el gran tema es en todo momento la naturaleza del mal, el mal del que somos capaces los seres humanos.

Como ocurre con todas las buenas novelas, el incipit de Las benévolas es certero, no defrauda... —y, ojo, hay que recordar que da entrada a un texto de casi mil páginas—:

Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió. No somos hermanos tuyos, me replicaréis, y nos importa un bledo. Y es muy cierto que se trata de una tenebrosa historia, aunque también edificante, un auténtico cuento moral, os los aseguro. Existe el riesgo de que resulte largo, porque, bien pensado, sucedieron muchas cosas, pero a lo mejor no tenéis mucha prisa; con un poco de suerte no andáis mal de tiempo. Y además no es algo ajeno a vosotros; y veréis como no es algo ajeno a vosotros. 

Desafortunadamente, es cierto: no es algo ajeno a nosotros. 

El narrador nos contará sus propios recuerdos: Maximilian Aue escribe sus memorias para contarnos los años durante los cuales fue parte activa, como oficial de alto rango de las SS, del III Reich. ¿Por qué lo hace? ¿Arrepentimiento, afán de disculpa, cargas de conciencia...? Al parecer no:

... no estamos en la tierra para andar jugando. ¿Para qué entonces? No tengo ni idea; para durar, seguramente, para matar el tiempo antes de que nos mate. Y, en tal caso, como forma de emplear los ratos perdidos, escribir es una ocupación tan buena como otra cualquiera.

Y sin embargo, líneas más adelante el mismo Aue, lapidario, apunta:

... las únicas cosas indispensables para la existencia humana son respirar, comer, beber, defecar y buscar la verdad. El resto es facultativo.

Subrayo: la búsqueda de la verdad. Aunque varias veces el narrador muestra que la versión hegemónica de lo ocurrido durante la II Guerra Mundial es necesariamente imparcial —“... la hierba crece muy espesa encima de las tumbas de los vencidos y nadie le pide cuentas al vencedor...”—, la verdad por la cual indaga no es la histórica. Ciertamente, la novela de Littell bien puede leerse como una gran pesquisa, de aliento épico: Aue no Littell, persigue la verdad entre los vivos y entre los muertos —a quienes está dedicada la novela—, su verdad que también es la nuestra. 

Entre otras razones, Las benévolas es una novela magistral porque su autor consigue perderse, pasar desapercibido: quien lleva la voz cantante no es un tal Jonathan Littell, un grinco cosmopolita, sino en efecto un viejo llamado Max Aue, quien décadas antes de escribir sus memorias fue un oficial SS, hijo de madre francesa y padre alemán, doctorado en leyes, culto, inteligente, un homosexual diletante y políglota que asesinó a muchos inocentes, hombres, ancianos, mujeres y niños... ¿Un monstruo? No, desafortunadamente tan sólo un ser humano como tú y como yo:

El auténtico peligro para el hombre soy yo, y sois vosotros... ( )... Vivo, hago lo que es factible, eso es lo que hace todo el mundo... ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!

¿Y cómo somos los hombres? Por supuesto, el veredicto del protagonista de Las benévolas no nos deja bien plantados: “Todo hombre desea satisfacer sus necesidades y las de los demás le resultan indiferentes.” ¿Qué queda entonces? ¿Sólo la ley del más fuerte? La respuesta por la cual apuesta el doktor Maximilian Aue es precisamente la organización social a partir de normas, el afán civilizatorio: 

Y, para que los hombres puedan vivir juntos, para evitar el Estado hobbesiano del “todos contra todos” y, antes bien, poder satisfacer una suma mayor de sus deseos, merced a la ayuda mutua y al incremento de la producción que de ella se deriva, se precisan procesos reguladores que pongan límites a esos deseos y es preciso que los hombres egoístas y flojos acepten el imperio de la Ley y ésta debe, pues, referirse a una entidad externa al hombre y debe basarse en una potestad que el hombre sienta superior a él.

La entidad superior durante mucho tiempo fue, claro, dios, y luego sus sucesivas potestades terrenas y bípedas, desde el chamán y el rey, hasta el Führer... Porque muerto dios, sólo quedó el hombre y sus ideas: el humanismo o el ideal igualitario de los revolucionarios burgueses del siglo XVIII, pero también el nazismo, el comunismo y todos las ideologías.  

Los hombres siempre necesitan que los guíen, no tienen ellos la culpa... ¿Y quién sabe dónde está la Ley? Todos deben buscarla, pero no resulta fácil, y es lógico plegarse al consenso común. No todo el mundo puede ser legislador.

La cultura que persigue construir la armonía social contra la naturaleza egoísta del hombre, sí, pero la cultura que también yerra. En la misma entrevista ya referida, Jonathan Littel explica una de las grandes verdades que el protagonista de Las benévolas descubre “a solas con el tiempo y la tristeza y la pena del recuerdo”:

La cultura no nos protege de nada. Los nazis son la prueba. Puedes sentir una admiración profunda por Beethoven o Mozart y leer el Fausto de Goethe, y ser una mierda de ser humano. No hay conexión directa entre la cultura con C mayúscula y tus opciones políticas. 

Efectivamente, ni el refinamiento cultural ni el progreso en términos de civilización son por sí mismos una garantía ética. Y, por supuesto, tampoco el mero transcurrir del tiempo significa necesariamente avance alguno. Así, por muy lejana que aprecies la época en la que para mucha gente resultó perfectamente válido asesinar a miles y miles de congéneres indefensos sencillamente por una supuesta condición de raza, cualquier cosa que eso pudiera significar, en realidad no lo es tanto. La vertiginosa aceleración del cambio que ha experimentado la humanidad desde mediados del siglo pasado hasta nuestros días, así como el horror mismo de los testimonios que muestran la capacidad de despliegue de maldad humana, contribuyen a que la gran mayoría de nosotros podamos sentirnos cómodamente ajenos a ese pasado. Por eso mismo, hoy, en los albores del siglo XXI, a lo largo de las páginas de Las benévolas los lectores quizá se vean obligados a revalorar la distancia que supuestamente nos separa de la II Guerra Mundial, de aquellos años durante los cuales casi un centenar de países, no sólo Alemania, se organizaron con el fin de destruir, de matar. La novela de Littell viene a recordarnos algo que más valdría mantener presente: en esencia, los seres humanos que habitamos el planeta en el segundo milenio después de Cristo somos iguales a los hombres y mujeres que participaron en el conflicto armado más grande de la historia, víctimas y victimarios todos. En sus memorias, Aue insiste: aunque no se tenga conciencia de ello —conciencia histórica—, “el pasado..., cuando te ha hincado los dientes en la carne, ya no te suelta”. Para él, lo dicho es un certeza dolorosa. Max y Una, su hermana gemela, hablan luego de varios años de no verse; ella, lectora de Freud y Jünger, intenta amonestarlo: “... El mundo cambia y hay que saber cambiar con él. Tú sigues prisionero del pasado... El pasado se acabó, Max”. Pero él responde: “El pasado nunca se acaba”.  

Claro, tal noción tiene un doble rostro: el pasado que nunca acaba implica continuidad, y si la continuidad del transcurrir de los eventos es de doble vía entonces necesariamente aparece el poderoso concepto de destino: en tanto nada surge de nada, nada sucede por azar; lo que ocurre, pues, acontece porque necesariamente tiene que pasar. Razona Aue:

Después de la guerra, para intentar explicar qué había sucedido, se habló mucho de lo inhumano. Pues lo siento una barbaridad, pero lo inhumano no existe. Sólo existe lo humano... La necesidad, ya lo sabían los griegos, es una diosa no sólo ciega, sino además cruel.

Y aquí Aue se refiera al sentido filosófico del concepto de “necesidad”, esto es, a lo que no puede no ser. Vale recordad que en la mitología griega, Ananké, madre de las Moiras y diosa de la necesidad, desde el principio de todo ha permanecido entrelazada con Cronos, con quien conforma el destino.

La influencia del pensamiento griego en la novela de Littell es evidente, desde el título: las benévolas no son otras que las Erineas, las diosas que personificaban la venganza, también conocidas por su antífrasis, las Euménides (las benévolas). Y aquí vale recordar que Las Euménides de Esquilo (525 a. C. – 456 a. C.) cuenta como estas diosas punitivas persiguen a Orestes, quien había dado muerte a su propia madre, Clitemnestra, porque ella había a su vez dado muerte a Agamenón, padre del perseguido. Si con la tragedia los griegos inventaron la catarsis estética, con la novela moderna Cervantes inventa el gran areópago simbólico en el cual el hombre se juzga a sí mismo a la luz de la experiencia literaria que permite vivir en otras vidas. En ese sentido, Las benévolas de Jonathan Littell es gran novela, una novela necesaria…