Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 26 de enero de 2020

La fijación métrica


En esta misma columna, justo hace cinco años, señalé que la OCDE, encabezada ya desde entonces por el paisano José Ángel Gurría, nada más andaba tratado de marearnos con un documento —Estudios económicos de la OCDE. México—, un documento que, por más plagado que estuviera de números y gráficas estadísticas, en realidad no era más que una depurada expresión del pensamiento mágico contemporáneo. Agorero, Gurría había venido en 2015 a cantar la nueva: las llamadas reformas estructurales impulsadas por Peña Nieto estaban a punto de llevarnos al primer mundo. Por supuesto, no me equivoqué: todas las predicciones que hacía la OCDE fallaron. En ese mismo texto —El pensamiento mágico de la OCDE—, yo proponía un neologismo: datamancia.

Desarrollaría el concepto de datamancia en un ensayo publicado un par de años más tarde: “Datamancia, una superstición superdotada” (Nexos; febrero, 2017). En corto, defino la datamancia como la técnica de adivinación a partir de datos, sobre todo de números y de estadísticas. Una técnica de adivinación, esto es, una superstición. Y explicaba entonces: “Es un despropósito entender la estadística y ahora el dichoso Big Data como instrumentos para predecir el futuro. En realidad, atrás de la datamancia se oculta un fatalismo primitivo, desde el cual el individuo se pregunta qué va a pasar en lugar de qué debo hacer. Como la astrología, igual que las artes de los augures romanos o el de las gitanas que leen las cartas, la datamancia es una superstición… Claro, una superstición extraordinariamente bien dotada. Sin embargo, como las más antiguas, se fundamenta en el pensamiento mágico y en la misma ingenuidad: creer que el futuro existe. Termino pregonando con Perogrullo: el futuro no existe, si acaso existirá”.

Muy cercano al concepto de datamancia, me topé hace unos días con la noción de metric fixation. Jerry Z. Muller, profesor de historia en la Universidad Católica de América de Washington, quien acuñó el término, firma un pequeño ensayo publicado en la revista digital aeon: Against metrics: how measuring performance by numbers backfires (Contra la métrica: cómo es que medir el rendimiento con números fracasa), en el que explica —traduzco—: “Los componentes clave de la fijación métrica (metric fixation) son la creencia de que es posible, y deseable, reemplazar el juicio profesional (adquirido a través de la experiencia personal y el talento) con indicadores numéricos de desempeño comparativo basados en datos estandarizados (métricas), y que la mejor manera de motivar a las personas dentro de las organizaciones es otorgando recompensas o sanciones a su desempeño medido”. Claro, hasta aquí podría pensarse que quizá convendría mejor no traducir fixation como fijación, sino como obsesión. Opto por usar fijación considerando que la segunda acepción que aporta el diccionario de la RAE del vocablo es precisamente “obsesión o idea fija”. Además, valga recordar que, de acuerdo a la teoría psicoanalítica, la proyección de la libido puede provocar una fijación, esto es, una dependencia emocional, generalmente con connotaciones erótico-sexuales, hacia algo. Así, en un sentido existencial se entiende una fijación como “una adhesión incondicional a un ideal, que ya no permite adherirse al flujo normal de la experiencia, sino que requiere que ésta se incline ante las exigencias establecidas por el ideal fijado” (Diccionario de Psicología. Plethora).

La fijación métrica a la que se refiere Jerry Z. Muller está ligada a recompensas por el desempeño. Tales recompensas pueden ser ya sea económicas —en forma de pago de bonos o aumentos, por ejemplo—, o simbólicas —premios, difusión de resultados para acrecentar la reputación de un trabajador en la empresa—, o en forma de calificaciones y clasificaciones universitarias, puntajes hospitalarias y quirúrgicas, etcétera.

Establecido el concepto, Jerry Z. Muller alerta: “… el efecto negativo más dramático de la fijación de métricas es su propensión a incentivar el gaming: es decir, alentar a los profesionales a maximizar sus métricas de manera que estén en desacuerdo con el propósito más amplio de la organización”. Desafortunadamente, algunos de los ejemplos que pone el autor nos resultan bien conocidos en México: “Si la tasa de delitos graves en un distrito se convierte en la métrica según la cual se promueve a los oficiales de policía, entonces algunos oficiales responderán simplemente no registrando delitos o rebajándolos de delitos mayores a delitos menores. O tome el caso de los cirujanos. Cuando las métricas de éxito y fracaso se hacen públicas, lo que afecta su reputación e ingresos, algunos cirujanos mejorarán sus puntajes métricos al negarse a operar a pacientes con problemas más complejos, cuyos resultados quirúrgicos son más propensos a ser negativos. ¿Quién sufre? Los pacientes que no son operados”. Según Muller, cuando la recompensa se vincula al rendimiento medido, la fijación métrica incentiva este tipo de juegos. “Pero la fijación métrica también conduce a una variedad de consecuencias negativas no intencionales más sutiles”. En concreto, el desplazamiento de objetivos. Cuando el rendimiento se juzga sólo por determinadas medidas y hay mucho en juego —mantener el empleo, obtener un aumento de sueldo, en fin—, “las personas se enfocan en satisfacer esas medidas, a menudo a expensas de otras metas organizacionales más importantes que no se miden. El ejemplo más conocido es ‘enseñar a la prueba’, un fenómeno generalizado que ha distorsionado la educación…”

La fijación métrica, además, fomenta la perversión social que el sociólogo Robert K. Merton llamó en 1936 “la imperiosa inmediatez de los intereses”, esto es, el actor se preocupa nada más por las consecuencias inmediatas previstas, y deja de ver cualquier otra. Una miopía que hoy por hoy cunde…

domingo, 19 de enero de 2020

El callo del Peje


Where there is power, there is resistance.
Michel Foucault, The History of Sexuality.


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Hoy por hoy, en México, el político más atacado por los medios masivos de comunicación —prensa, radio y televisión—, la llamada comentocracia y la clase política es, por mucho, el presidente de la República. El primer mandatario es también el político más criticado y agredido en línea —me refiero al ámbito comunicacional conocido como las redes sociales—; sin embargo, en este caso hay una diferencia importantísima: en el ciberespacio, el presidente es al mismo tiempo el político más defendido y el más halagado.

Actualmente, en México, el político con más capacidad de convocatoria y que concita más interés y muestras de apoyo popular en las calles, las plazas públicas, los caminos, las terminales de transporte, los actos públicos, en fin, en el ágora, es el presidente de México.

Todo lo anterior puede afirmarse sin necesidad de soporte estadístico alguno; es una situación evidente, testimoniada todos los días de frontera a frontera. Tal es la situación desde que inició el sexenio, el primero de diciembre de 2018.


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Quien funge como presidente de la República desde el primero de diciembre de 2018 es un señor a quien muchos le dicen el Peje y lleva por nombre Andrés Manuel López Obrador (Tepetitán, Macuspana, Tabasco, 1953). Ese mismo señor, a quien también solemos referirnos como AMLO, sus siglas, es desde hace mucho tiempo, el político más atacado de México por los medios masivos, la comentocracia y la clase política. Esta situación prevalece desde hace poco más de quince años, cuando desde el gobierno federal, en ese entonces encabezado —es un decir— por Vicente Fox, se impulsó un proceso judicial para desaforar al susodicho Peje. Por aquel entonces, él era jefe de gobierno del Distrito Federal (2004), y la intención evidente era obstaculizar su candidatura a la Presidencia de la República. A lo largo de los años, López Obrador ha sido denostado incesantemente, sin tregua.

Durante las elecciones de 2006 por la Presidencia de la República, se puso en marcha una guerra sucia en contra el candidato de la coalición de izquierda, quien entonces se mantenía como puntero en todas las encuestas: como mensaje central de su campaña, el PAN difundió masiva y machaconamente la idea de que Andrés Manuel López Obrador era un “peligro para México”. Por su parte, el Consejo Coordinador Empresarial se sumó a la guerra sucia, asegurando reiteradamente que “apostarle a algo distinto es retroceder”. En junio de 2006, Enrique Krauze, en un texto publicado en su revista, Letras libres, le plantó al Peje una etiqueta que sirvió para que todos sus enemigos sumaran a las críticas del ataque, la burla: el mesías tropical. Desde entonces los embates no han parado. Seis años después, durante toda la campaña presidencial de 2012, los medios masivos y la comentocracia se volcaron disciplinados y felices en respaldo a la candidatura de Enrique Peña Nieto, y dispersaron un mantra en la sociedad: el Peje es el “Hugo Chávez mexicano”. En el siguiente proceso electoral, 2018, los ataques siguieron, claro, cada vez más desgastados, y se sumaron otros, algunos palmariamente ridículos. AMLO seguía siendo un peligro para México, iba a convertir al país en Venezuela, significaba una vuelta al pasado…, y era el pelele de una conspiración rusa o gringa o evangélica o todas juntas…

Hace casi un año, Octavio Islas escribió en Proceso: “no buscamos aquí victimizar a quien se ha dicho perseguido y atacado durante lustros, sino documentar en forma somera y fáctica que ningún actor político como él ha concitado en la historia del país tanto descomunal gasto en recursos humanos, materiales, institucionales y económicos, todo lo cual suma miles de millones de pesos”.


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Andrés Manuel López Obrador, el presidente de la República, es el político más atacado del país; él es a quien se critica y se agrede con más furia, con más frecuencia. AMLO se ha mantenido como el blanco obsesivo de políticos, opinócratas y medios masivos. Con el triunfo electoral de julio de 2018, la pejefobia no se le curó a nadie que la padeciera. Los medios, la comentocracia y los políticos tradicionales no han dejado de atacar al Peje, antes bien (mal) han endurecido sus mensajes. Pero sucede algo extraño: conforme han pasado los primeros meses del gobierno, los números señalan que entre la ciudadanía el apoyo ciudadano que llevó a AMLO a la Presidencia se ha mantenido. “La aceptación de Andrés Manuel López Obrador es la más alta de un presidente al primer año, de acuerdo con el ponderado de encuestas que realiza el sitio especiaizado Oraculus —reporta el sitio Sin embargo—. López Obrador cerró diciembre de 2019 con un 70 por ciento promedio de aceptación y con un 26 por ciento que desaprueba su mandato”.

A lo largo de casi veinte años, el Peje ha sido el político más atacado de todo el país. Con todo, en su tercer intento, ganó la Presidencia, sobradamente. Hoy sigue siendo el gran blanco de los medios, los comentócratas y los políticos —incluso recientemente se han sumado políticos de otros países—. Pero el callo que tiene AMLO parece ya de una dureza que lo vuelve invulnerable, y quienes se lo han formado son sus atacantes de siempre…

sábado, 11 de enero de 2020

A la vuelta de la esquina


La vida cambia lo que fue primero
y lo que más tarde es no lo asegura,
y la memoria, que el rigor madura,
no defiende su fruto duradero.
Jorge Cuesta, No aquel que goza, frágil y ligero.



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Fulminante, la instrucción bajó desde la cumbre del organigrama. Después de un telefonazo, una reunión de menos de cinco minutos con su jefe directo —un señor de corbatas carísimas recién llegado a la institución—, en la que, sin previo aviso y de sopetón, mi amigo Galio Filio fue enterado de que había perdido su empleo. Una resolución incontestable: a todas luces, una destitución inmerecida. Quienes decidieron echarlo no aquilataron que Galio realizara bien su trabajo, en particular su última encomienda. Unos cuatro años atrás, de emergencia —el anterior directivo había desaparecido súbitamente—, Galio Filio había sido promovido para encabezar una de las oficinas de zona del organismo, en el cual, por cierto, llevaba más de un decenio laborando. Con alrededor de dos mil empleados y complejos operativos en puerta, había que evitar que cundiera la desorganización en aquella unidad. Mi amigo asumió el cargo, tomó el timón y ajustó el rumbo. Con todo, fue cesado: a nadie pareció importarle los indicadores que evidenciaban una gestión correcta, destacada incluso, mejor al menos que la de otras oficinas de zona de la misma institución. ¿Entonces qué pasó? Una purga; todo apunta a que el único motivo por el que lo despidieron fue porque, en su momento, lo había nombrado el director general precedente: era un puesto de confianza, y los nuevos jerarcas del organismo público en el cual prestaba sus servicios le tenían más confianza a otra persona que a Galio. Punto: fin de ese tramo de la historia.

Naturalmente, no fue necesario que transcurriera mucho tiempo para que Galio Filio pasara del pasmo al desconcierto, enseguida a la frustración y de ahí al enojo. Un enojo doliente, pendular entre el saberse injustamente tratado y la certeza de la propia impotencia frente al hecho. Todo esto que cuento sucedió hace algunos años, pero recuerdo perfectamente la plática que sostuvimos en un café uno de los primeros días posteriores a su despido. Galio andaba de capa caída, y no era para menos. Luchaba por concentrar sus ánimos en trazar una ruta hacia derroteros desconocidos: otro empleo, nuevas metas profesionales, una dinámica de vida distinta… Desde ahí, el futuro no presentaba más que dudas. Por aquel entonces, yo acabada de leer los primeros tomos de 1Q84, de Haruki Murakami (Kioto, 1949); traía fresco el aliento de aquellas páginas y, la verdad, no hallaba qué decirle a mi afligido amigo, así que me pareció oportuno referir la tajante afirmación del misterioso profesor Ebisuno, uno de los personajes de la novela: “Lo que pase a partir de ahora es territorio ignoto para todos. No hay un mapa. Lo que nos espera a la vuelta de la próxima esquina no lo sabremos a menos que vayamos ahí”. Creo que Galio me miró desconcertado, quizá hasta algo molesto, porque, claro, bien pensado, aquello no es más que es una perogrullada bien redactada: ciertamente, con certeza no sabemos lo que va suceder mañana, pero preferimos olvidarlo para poder tirarnos de lleno a las reconfortantes ficciones de las agendas y los planes, a la ilusión de la seguridad y la estabilidad.

— Lo que quiero decir es que, en estricto sentido, hoy no podemos saber si la trastada que te hicieron va a terminar siendo algo bueno o malo para ti…

— ¿No sabemos?

— No, no sabemos, porque no sabemos qué nos espera a la vuelta de la esquina…




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No sabemos qué nos espera. Además de lo que te pasa —que te echen injustamente de tu trabajo o que recibas una herencia—, lo mismo puede decirse de lo que nosotros mismos provocamos que nos suceda, es decir, de las decisiones que tomamos. ¿Optamos adecuadamente? ¿Me caso o no me caso? ¿Estudié realmente la carrera que me convenía?
¿Hice bien en no involucrarme en aquel negocio? ¿Te hubiera ido mejor si tw hubieras quedado a vivir con tus padres? En buena medida de todo esto trata la más reciente novela del norteamericano Paul Auster (Nueva Jersey, 1947), 4 3 2 1 (Seix Barral, 2017). El protagonista, el joven Archie Ferguson —uno de los cuatro—, plantea el siguiente problema a su amigo Noah:

“Tienes que ir a un sitio en coche. Es una gestión importante y no puedes llegar tarde. Hay dos formas de llegar: por la carretera principal o por la secundaria. Resulta que es hora pico, y en ese momento del día suele haber bastantes embotellamientos en la carretera principal, aunque si no se produce un accidente o una avería, el tráfico tiende a ser lento pero fluido, y puede calcularse que el trayecto dura unos veinte minutos, con lo que llegarías justo a tiempo a tu cita; en punto, sin que te sobre un segundo. La carretera secundaria supone mayor distancia, pero hay menos coches de que preocuparse, y si todo va bien puedes calcular la duración del trayecto en unos quince minutos. En principio, la carretera secundaria conviene más que la principal, aunque tiene un defecto: sólo hay un carril en cada dirección, y si por casualidad te encuentras con un accidente o una avería, es posible que te quedes atascado durante bastante tiempo, con lo que llegarás tarde a la cita”.

Noah interrumpe; hace algunas preguntas de orden práctico que no vienen al caso, puesto que la situación que se está esbozando es teórica, así que Ferguson resume: se trata de una disyuntiva, ¿tomas la vía principal o la secundaria?

“Digamos que eliges la carretera principal y llegas a tiempo a la cita. Ya no pensarás si has elegido bien, ¿verdad? Y si vas por la carretera secundaria y llegas a tiempo, una vez más, ningún problema, y nunca volverás a pensar en el asunto durante el resto de tu vida. Pero ahora es cuando la cosa se pone interesante. Tomas la carretera principal, hay un choque múltiple de tres vehículos, el tráfico queda colapsado durante más de una hora, y mientras estás sentado en el coche lo único que piensas es en la carretera secundaria y en por qué no has ido por ese camino. Te maldecirás a ti mismo por no haber elegido bien y, sin embargo, ¿cómo ibas a saber que no era la elección acertada? ¿Acaso puedes ver la carretera secundaria? ¿Saber lo que está pasando allí? ¿Te ha dicho alguien que una enorme secuoya [la conífera más alta que existe: llega a alcanzar 115 metros] se ha caído en medio de esa carretera y ha aplastado a uno coche que pasaba, matando al conductor y parando el tráfico durante tres horas y media? ¿Ha consultado alguien el reloj y te ha dicho que si hubieras ido por la carretera secundaria el coche aplastado sería el tuyo y el muerto serías tú? O de otro modo: no se ha caído ningún árbol y tomar la carretera principal ha sido la elección errónea. O si no: tomas la carretera secundaria y el árbol cae sobre el conductor que va justo delante de ti, y mientras estás sentado en el coche deseando haber ido por la carretera principal, no sabes nada de la colisión en cadena de los tres vehículos que de todas formas te había hecho llegar tarde a la cita. O incluso: no se ha producido ningún accidente múltiple y tomar la carretera secundaria ha sido la mala elección”.

Noah le dice a su amigo no entiende a dónde quiere llegar…

“Te estoy diciendo que nunca sabes si has elegido bien o mal. Para saberlo, tendrías que conocer todos los hechos de antemano, y la única forma de conocer todos los hechos de antemano es estar en dos sitios a la vez, cosa que es imposible”, concluye Archie Ferguson.



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Tiempo después de aquella plática, Galio Filio fue contratado por una secretaría de Estado para que realizara un diagnóstico sobre la situación en la que se hallaba cierto organismo. Un trabajo bien pagado, pero eventual. Semanas después de que entregó el documento, lo volvieron a llamar: lo contrataron entonces para que elaborara una propuesta de reestructuración del mismo organismo que había evaluado. Una vez concluido el nuevo encargo, a la vuelta de unos días, lo llamaron otra vez, ahora para proponerle que se hiciera cargo de dirigir la institución y comandara los cambios que había sugerido. No vaciló antes de aceptar: era una posición mucho más relevante que la que había perdido, y sobradamente mejor remunerada.

— ¿Ya ves? Uno nunca sabe… —o algo así habría de decirle meses después de su nuevo nombramiento.

— ¡Seguro!, resultó que terminó yéndome mejor, ¿no?

Desde entonces eso queremos pensar ambos. En realidad, no sabemos, nunca sabemos…