Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 26 de enero de 2019

Ciencia ficción y fantasía


Rumor de follajes inciertos
Como ciegos que buscan su camino
Octavio Paz, Ejemplo.


El hallazgo se lo debo a Google Earth, pero no fue gracias a sus funcionalidades geomáticas sino a la casualidad. Leyendo el perturbador ensayo Google’s Earth: how the tech giant is helping the state spy on us, de Yasha Levine, me enteré de que el EarthViewer 3D —que terminaría siendo Google Earth— fue inspirado en el globo terráqueo virtual que describe Neal Stephenson (1959) —quien antes de dedicarse a las letras estudió Geografía en la Universidad de Boston— en su novela posciberpunk de 1992 Snow Crash:
… un globo del tamaño de una toronja, una representación perfectamente detallada del planeta Tierra… Es un software de CIC llamado, simplemente, Earth. Es la interfaz de usuario que usa CIC para realizar un seguimiento de cada bit de información geoespacial que posee: todos los mapas, datos meteorológicos, planos arquitectónicos e imágenes de vigilancia satelital…
 El texto de Yasha Levine —escritor ruso-norteamericano que en 2018 publicó Surveillance Valley: The Secret Military History of the Internet— conduce a la certeza de que el Panopticon ideado por Jeremy Bentham (1748-1832) es un juego de párvulos comparado con el sometimiento a la vigilancia total al que estamos avanzando voluntaria y felizmente mientras googleamos todo…: There is no escape…, everything that people do online leaves a trail of data… En fin, tan pronto terminé la lectura regresé a los primeros párrafos para tomar nota del título de la novela…, pero resulta ahí había un hipervínculo… Click: el ancla-destino resultó la tercera y última parte de la lista de las novelas de “ciencia ficción y fantasía” que, según un grupo de expertos convocado por The Guardian, “todos debemos leer”; 43 títulos, entre ellos, Snow Crash.

La relación inicia con Fight Club (1996), del Chuck Palahniuk (1962) —un libro opacado por su adaptación cinematográfica—, y cierra con la imprescindible y poco conocida novela distópica soviética Nosotros (1924), de Yevgueni Zamiatin (1884-1937)… Bueno, vamos a ver, me dije, ¿cuántas he leído?


 Pues ninguna del top eight; la novena sí: Gargantúa y Pantagruel —en realidad cinco novelas—, del galeno renacentista galo François Rabelais (1494-1553). Tendría que llegar hasta el decimoséptimo escaño para encontrarme con un librito que cuando lo leí siendo un puberto me pareció hartamente farragoso y cursi, El principito (1943), de Antoine de Sainte-Exupéry —de hecho sigo pensando lo mismo, ¡y es el libro francés más traducido y leído de todos los tiempos!—. Enseguida, aunque me parece descabellado que la hayan embolsado en la categoría “ciencia ficción y fantasía”, una obra maestra: Ensayo de la ceguera (1995), de Saramago (1922-2010). Después de How the Dead Live de Will Self —una novela británica del 2000 que pienso leer un día de estos—, un viejo conocido, Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley (1797-1851). Tres títulos más y luego, de Robert Louis Stevenson, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886). Ya entre los últimos, La guerra de los mundos, de H. G. Wells (1866-1946)… Así que, contando la novela de Yevgueni Zamiatin, ¡de estos 43 libros sólo he leído siete! —no estoy considerando narraciones que todos conocemos, pero que, como muchos, me temo, no he leído, como Drácula (1897) de Bram Stoker y Ada or Ardor (1969) de Nabokov, e incluso otros que jamás pienso leer, como Harry Potter and the Philosopher's Stone (1997) de JK Rowling, The Lord of the Rings (1954) de Tolkien o The Chronicles of Narnia (1956) de C. S. Lewis—.

Ya encarrerado, decidí revisar el listado completo. En total 149 novelas, de las cuales únicamente he leído 13 por ciento. Además de las ya mencionadas, Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury; El barón rampante (1957), de Calvino; Alice's Adventures in Wonderland (1865) y Through the Looking-Glass, and What Alice Found There (1871), de Lewis Carroll; El péndulo de Foucoult (1988), mi novela favorita de Umberto Eco; la clásica del Nobel William Golding, Lord of the Flies (1954; Las partículas elementales (1998), del francés Michel Houellebecq; Brave New World (1932), de Aldous Huxley; The Turn of the Screw (1898), de Henry James; El proceso (1923), de Kafka; The Road (2006), de Cormac McCarthy; Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995), de Murakami, y la alucinante y cada vez más actual Nineteen Eighty-Four (1949), de George Orwell.

Más allá de mi ignorancia, que como cualquier ignorancia es inconmensurable, quiero pensar que he leído tan pocos títulos de esta relación debido a que la ciencia ficción no es un género al que yo sea muy afecto, pero sobre todo a que se trata de un canon francamente angloparlante, por no decir británico —56% son obras de súbditos del Reino Unido—. ¡No hay una sola novela escrita en español! Quizá pueda alegarse que exista poca producción de ciencia ficción en nuestro idioma, pero en esta categoría los editores de The Guardian consideraron también otros subgéneros, por ejemplo, las novelas distópicas, de las cuales, sin mucho esfuerzo me viene a la cabeza un novelón de un autor mexicano que sin dudarlo consideraría imprescindible: El dedo de oro, de Guillermo Sheridan (1996) —por cierto, debería reeditarse—. En fin, el caso es que de los 149 títulos únicamente 14 fueron escritos en un idioma distinto al inglés: cuatro en fránces, tres en alemán, dos en ruso, dos en italiano, uno en japonés, uno en polaco y otro en portugués.

Pero, ¡bueno!, me quedo al menos con dos pendientes: de Paul Auster no he leído In the Country of Last Things (1987), y me da curiosidad la obra de Margaret Atwood, quizá comience con The Blind Assassin (2000).

martes, 22 de enero de 2019

Apocalípticos y catastrofistas

En su más reciente libro, 21 lecciones para el siglo XXI, el historiador Yuval Noah Harari describe la lastimera situación en la que se halla buena parte de las élites liberales luego de que, sorpresivamente, ¡no se acabó la historia!… y resultó que su modelo no era perfecto sino que está haciendo agua por todos lados… ¿No les resulta familiar el retrato? ¿Cuántos opinócratas no suenan así desde julio de 2018 en México?
No es extraño que las élites liberales, que dominaron gran parte del mundo en décadas recientes, se hayan sumido en un estado de conmoción y desorientación. Tener un relato es la situación más tranquilizadora. Todo está perfectamente claro. Que de repente nos quedemos sin ninguno resulta terrorífico. Nada tiene sentido. Un poco a la manera de la élite soviética en la década de 1980, los liberales no comprenden cómo la historia se desvió de su ruta predestinada, y carecen de un prisma alternativo para interpretar la realidad. La desorientación los lleva a pensar en términos apocalípticos, como si el fracaso de la historia para llegar hacia su previsto final feliz solo pudiera significar que se precipita hacia el Armagedón. Incapaz de realizar una verificación de la realidad, la mente se aferra a situaciones hipotéticas catastróficas.

sábado, 19 de enero de 2019

Confianza afianza


… el presente…, un filtro estacionario
construido en el río del tiempo
transformando lo posible en verdadero.
Niklas Luhmann.


Hace quince días me referí a un componente social imprescindible, el prejuicio de la confianza. Por supuesto, no sólo es un ingrediente necesario para la cohesión social, también resulta indispensable para cualquier individuo. Tú, yo…, cualquier persona afronta continuamente una incontable cantidad de momentos en los cuales debe decidir si confía o no… Imagina a alguien que, de pronto, en todos y cada uno de los casos, optara por desconfiar… ¿Qué sucedería? ¡Quedaría atrapado en un horripilante estado similar a la catatonia!; “una completa ausencia de confianza le impediría incluso levantarse por la mañana”, afirma el sociólogo alemán Niklas Luhmann. Quien experimentara tal condición “sería víctima de un sentido vago de miedo y temores paralizantes. Incluso no sería capaz de formular una desconfianza definitiva y hacer de ello un fundamento para medidas preventivas, ya que esto presupondría confianza en otras direcciones. Cualquier cosa y todo sería posible”.

Niklas Luhmann (1927-1998), destacado discípulo del pensador estructural-funcionalista por excelencia, el norteamericano Talcott Parsons (1902-1979), publicó en 1968 Vertrauen: Ein Mechanismus der Reduktion sozialer Komplexität (Confianza: un mecanismo de reducción de la complejidad social), ensayo en el cual reflexiona en serio sobre el asunto. Explica que, si bien es cierto que “la confianza se da dentro de un marco de interacción que está influenciado tanto por la personalidad como por el sistema social…, en condiciones de mayor complejidad social, el hombre puede y debe desarrollar formas más efectivas para reducir la complejidad”. Si la desconfianza absoluta condenaría a cualquiera a un pasmo rotundo e infranqueable, toda pérdida de confianza provoca atascos en la dinámica comunitaria, y viceversa: “donde hay confianza hay aumento de las posibilidades para la experiencia y la acción, hay un aumento de la complejidad del sistema social…, porque la confianza constituye una forma más efectiva de reducción de la complejidad”. La confianza lubrica la convivencia.

El domingo anterior insistía en que una sociedad moderna liberal se constituye a partir de una intrincada red de relaciones de confianza, y cerraba mi texto señalando que, de acuerdo con una reciente encuesta de El Financiero, prácticamente ocho de cada diez en México creen que en general al presidente López Obrador le va a ir bien en 2019. Esa confianza, ese prejuicio, es algo que hoy celebro. Cuatro días después, el jueves, se daba a conocer que en diciembre de 2018 el Indicador de Confianza del Consumidor (ICC) —mismo que calculan el INEGI y el Banco de México con base en la Encuesta Nacional sobre Confianza del Consumidor— ascendió a 43.8 puntos, su mayor nivel desde diciembre de 2006, es decir, ¡durante los dos últimos sexenios! Tal resultado resulta consistente con la tendencia que se ha presentado desde mediados de 2018: “El indicador, que se encarga de medir el pulso mensual de la confianza de los consumidores mexicanos, recibió un fuerte impulso desde el pasado julio, fecha en la que se dio a conocer el resultado electoral para elegir al próximo presidente de México”, escribió Héctor Usla en su nota para El Financiero. Dicho en corto y de manera prosaica, el ICC mesura el optimismo/pesimismo de la gente en cuanto a la/su situación económica, en un horizonte anual, desde el ahora, para atrás y para adelante. El ICC es un indicador que se construye nivelando el promedio ponderado de las respuestas expandidas a cinco preguntas referentes a:

  1. Situación económica de los miembros del hogar en la actualidad comparada con la de un año antes.
  2. Situación económica esperada de los miembros del hogar dentro de 12 meses, respecto a la actual.
  3. Situación económica del país hoy, comparada con la de hace 12 meses.
  4. Situación económica del país esperada dentro de 12 meses, respecto a la actual.
  5. Posibilidades en la actualidad de los integrantes del hogar comparadas con las de hace un año para realizar compras de bienes durables (como muebles, televisor, lavadora, etcétera).

Es decir, se explora la percepción de la población sobre el presente respecto al pasado (1 y 3), el futuro desde el presente (2 y 4), y el futuro desde el pasado y el presente. En suma, se la mide confianza de la gente.

Mostar confianza, argumenta Luhmann, no es otra cosa que anticipar futuro, “comportarse como si el futuro fuera cierto”. Y evidentemente, la confianza únicamente puede ocurrir en el presente, el presente entendido no como un punto fijo, un instante fugaz, sino como un estado actual: “la base de toda confianza es el presente como un continuo intacto de sucesos cambiantes…” Así pues, la confianza que hoy por hoy testimonian encuestas e indicadores como el ICC no sólo prospecta un mejor futuro, también testimonia el establecimiento de un presente más extendido y, al menos en esa medida, con mayor estabilidad. Otra vez Niklas Luhmann: “Cada presente tiene su propio futuro… Concibe un presente del cual solamente una selección puede, en el futuro, convertirse en presente. En el progreso hacia el futuro, estas posibilidades abren paso a la selección de nuevos presentes y con ello a nuevas perspectivas futuras. En la medida en la que los presentes verdaderos y los futuros permanecen idénticos, esta selección provee estados; en la medida en la que generan discontinuidades, da origen a sucesos”.

Hasta aquí, de los datos y del análisis decanto optimismo: confianza afianza. Sin embargo, no quiero terminar sin explicitar la situación paradójica en la que nos encontramos en México: si Luhmann está en lo correcto, “la confianza emerge en las expectativas de continuidad”; siendo así, ¿cómo entender la confianza en medio de la manifiesta coyuntura de cambio, incluso de cambio radical, por la que transitamos?

sábado, 12 de enero de 2019

Prejuicio a celebrar


La confianza —“esperanza firme o seguridad que se tiene en que una persona va a actuar o una cosa va a funcionar como se desea”, según la RAE— es un prejuicio —argüía yo aquí la semana pasada—, un prejuicio indispensable para el funcionamiento de cualquier sociedad. Necesariamente así ha sido desde las primeras comunidades humanas, las hordas primitivas —Yo asumo que si cazamos juntos habremos de compartir la presa, tú te fías de que puedes quedarte en la cueva con el resto de nosotros y que no te asesinaremos mientras duermes…—, aunque los requerimientos de confianza han ido aumentando y complicándose conforme hemos hecho más y más complejas nuestras organizaciones sociopolíticas. La intrincada red de relaciones de confianza que a final de cuentas y de cuentos resulta ser una sociedad moderna liberal tiene sus cuerdas axiales, las que le confieren su fuerza vital de tensión, no en relatos comprobables en testimonios fehacientes, sino en determinadas ficciones, esto es, en narrativas tramadas mediante la imaginación. Por ejemplo, un mito fundacional para ser funcional tiene que ser verosímil no veraz. El Pipila no tuvo que existir para simbolizar la importancia del patriotismo de los parias. En nuestro mundo contemporáneo, las cosas marchan igual. Traigamos a colación dos de sus tres narrativas fundamentales: el Estado nación y el dinero. En cuanto al primero, basta recordar las enseñanzas del profesor Benedict Anderson (1936-2015), quien hace más de tres décadas aportó la definición ya clásica de nación: “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana” —“imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión”— (Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión del nacionalismo). En cuanto al dinero —“un medio universal de intercambio que permite a la gente convertir casi todo en casi cualquier cosa”—, basta enunciar enseguida una obviedad: ninguna moneda, ningún  billete es una realidad material: “Los cauris y los dólares sólo tienen valor en nuestra imaginación común. Su valor no es intrínseco de la estructura química de las conchas y el papel, ni de su color, ni de su forma. En otras palabras, el dinero… es un constructo psicológico” (Yuval Noah Harari, De animales a dioses). En ambos casos —la abstracción República Popular China o Estados Unidos de Norteamérica y la abstracción yuanes o dólares—, todo depende de que la gente esté dispuesta a confiar en las invenciones de la imaginación colectiva.

           
Prácticamente todas las grandes narrativas en las que descansan los acuerdos fundamentales de la sociedad moderna occidental fueron tramadas a mediados del siglo XVII, “cuando los científicos y comerciantes establecieron por primera vez técnicas para registrar y compartir datos y cifras”, explica William Davies en su ensayo Why we stopped trusting elites. Tales conjuntos de procedimientos y protocolos “pronto fueron adoptados por los gobiernos, con el propósito de recaudar impuestos y de ordenar las rudimentarias finanzas públicas. Pero desde el principio, se tuvieron que establecer estrictos códigos de conducta para garantizar que los funcionarios y los expertos no quisieran obtener ganancias personales o gloria (por ejemplo, exagerando sus descubrimientos científicos) y estuvieran sujetos a estrictas normas de honestidad”. De ahí surgió buena parte del entramado de narrativas que da soporte a la cosa pública moderna, el cual sólo puede mantenerse en pie si la mayoría de los ciudadanos está dispuesta a creer y tener confianza en aquellas.

           
A principios de 2016 me emaileaba con el Maestro del Pueblito, y hablábamos sobre la urgente necesidad que tenía entonces nuestro país no de un diagnóstico sino de un pronóstico en el cual confiar. Prognosis es conocimiento anticipado y por ello mismo está tan cercano al sueño. “México: la pesadilla cotidiana de la falta de sueños —escribía hace dos años—. Percibo que por todos lados cunde la resignación: aquí nos tocó vivir, así somos, ya ni modo, todos son iguales, es cultural, es estructural, así siempre han sido las cosas en México, esto, la corrupción y el desorden, viene de muy atrás… Un amigo me dijo hace poco que le recomendó a su hijo, quien tiene un año trabajando en Puerto Rico, que mejor trate de echar raíces por allá: Ellos que todavía pueden, porque uno ya no tiene alas para volar. Es decir, el país como una cárcel, como una jaula de la que no todos pueden escaparse”. Y apostaba entonces: “Hay que soñar de nuevo, pero, para hacerlo, me late que primero hay que enfrentar hartos monstruos. Creo que nomás no se va a poder tramar nuevos sueños si no pagamos antes varias deudas. Tenemos que echar por la borda a mucho hijo de la chingada, quemar en leña verde una caterva de brujas, espantar un montón de parvadas de zopilotes que desde hace rato nos sobrevuelan… Tenemos varias hostilidades postergadas, y no solamente con el presente, también con el pasado: nos urge olvidar un montón de tarugadas y echar al descrédito costales de historias que no nos ayudan. La otra no es alternativa, es fatalidad: la aniquilación..., destino que en dado caso y para acabarla de amolar todavía está muy lejos”.

           
De entonces, marzo de 2016, para acá el panorama y sobre todo las perspectivas han cambiado mucho…, afortunadamente. La semana pasada leí una encuesta de El Financiero, según la cual el 79% de la gente cree que en general a López Obrador como presidente le va a ir bien en 2019. Esa confianza, ese prejuicio, es algo que hoy celebro.

sábado, 5 de enero de 2019

Desprejuiciados y perjudicados


In fact, much of what we believe to be true
about the world is actually taken on trust…
William Davies







Tenemos una opinión prejuiciada acerca de los prejuicios: de entrada pensamos que todos son malos. Quizá algo tenga que ver su cercanía fónica con la palabra perjuicio —vocablo que, exactamente igual que prejuicio, viene del latín praeiudicium, es decir, “juicio previo, decisión prematura”, porque, en efecto, en un ámbito judicial, presuponer o presumir delitos sin juzgar la situación puede resultar muy pernicioso: aquí el prejuicio perjudica—. Pero un prejuicio no es más que un parecer que se tiene sin juicio previo: “Acción y efecto de prejuzgar”, define con precisión la RAE, aunque en su siguiente acepción ya emite un veredicto prejuiciado y se carga a lo negativo: “Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal” —en su Diccionario panhispánico de dudas agrega “idea preconcebida”, todo un oxímoron—. Sin embargo, habrá que aceptar que no todo prejuicio es nocivo. Particularmente hay uno que no sólo no es dañino sino que constituye un componente indispensable de cualquier sociedad.


Actualmente, en México a todos los recién nacidos se les aplican dos vacunas, la BGC, que proporciona inmunidad contra la tuberculosis, y otra contra la Hepatitis B; para que ello ocurra —y no es poca cosa: la tuberculosis mata más gente en el mundo que el VIH—, es necesario que los padres crean en la bondad de la substancia, que confíen plenamente en que quienes la produjeron lo hicieron bien, en que la enfermera que se la va administrar a su bebé no se haya confundido dosis y sepa hacerlo…, en fin. Antes de que me fregara la rodilla —meniscopatía grado III—, salía a correr casi todas las tardes, y siempre, independientemente de cómo se mirara el cielo, checaba el reporte atmosférico del gobierno de la Ciudad, de tal suerte que varias veces me tocó quedarme con las ganas, luego de enterarme de que más allá de las apariencias la calidad del aire era pésima. Para que cada niño o niña sea vacunado son indispensables una serie de prejuicios, y para que yo me haya quedado encerrado haciendo elíptica fue necesario que confiara más en una serie de estaciones de monitoreo y en un grupo de burócratas que en mis propios ojos. O sea, y dicho en corto, resulta que la confianza es un prejuicio.


Abundan certezas, más o menos razonables, que aceptamos sin ver, acríticamente, y desde las cuales tomamos decisiones. En la mayoría de las ocasiones, el constructo al que nos referimos como la ‘verdad’ es realmente una inversión de confianza: Lleva chamarra porque va a entrar un frente frío / Este año la economía creció apenas por encima del crecimiento demográfico / El agua que te acaba de servir el mesero es potable / El invierno comenzó el 21 de diciembre a las 16:23 horas / La gasolina más cara tiene menos plomo… “Una sociedad liberal moderna es una red compleja de relaciones de confianza, unidas por informes, cuentas, registros y testimonios”.


The Guardian, en su sección The long read, publicó en noviembre pasado el ensayo Why we stopped trusting elites, en el que su autor, el sociólogo William Davies, afirma: “En momentos en que las instituciones públicas, incluidos los medios de comunicación, las agencias gubernamentales y las profesiones, cuentan con una confianza generalizada, rara vez cuestionamos cómo la consiguen. Y, sin embargo, en el corazón de las democracias liberales exitosas se encuentra un notable acto de fe colectivo, que consiste en que cuando los funcionarios públicos, reporteros, expertos y políticos comparten una información, el gran público presume que lo están haciendo de honestamente”.


William Davies imparte clases de Sociología y Ciencia Política en el Goldsmiths college de la Universidad de Londres, en donde también codirige el Centro de Investigación de Política Económica. Escribe para  The Guardian, The New Statesman, London Review of Books, New Left Review, openDemocracy, The New York Times y The Atlantic. Ha publicado tres libros: The Limits of Neoliberalism. Authority, Sovereignty and the Logic of Competition (Sage, 2014), The Happiness Industry: How Government and Big Business Sold Us Well Being (Verso, 2015) y apenas en septiembre de este año moribundo Nervous States: How Feeling Took Over the World (Jonathan Cape, 2018). Durante toda su trayectoria académica se ha mantenido cerca de la llamada Historia de las Ideas.


Si bien es cierto que a lo largo de toda la historia de la humanidad resulta impensable una sociedad en la cual sus integrantes se hayan visto obligados a someter a juicio sistemáticamente las verdades y los acuerdos que le dan cohesión, en el mundo moderno los requerimientos de aceptación prejuiciada son mucho mayores. Davies no exagera: “La noción de que las figuras públicas y los profesionales son esencialmente confiables ha sido necesaria para la salud de las democracias representativas. Después de todo, en el núcleo de la democracia se halla la idea de que un pequeño grupo de gente, los políticos, puede representar a millones de personas. Para que este sistema funcione debe haber un mínimo de confianza básica de que un minúsculo grupo actuará en representación de los intereses de uno mucho más amplio, al menos buena parte del tiempo”. De ahí que el descrédito de políticos tradicionales, instituciones y líderes de opinión esté poniendo en riesgo el establishment en su conjunto… Pero de ello ya habrá ocasión de hablar el próximo año. Feliz 2019.