Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 5 de enero de 2019

Desprejuiciados y perjudicados


In fact, much of what we believe to be true
about the world is actually taken on trust…
William Davies







Tenemos una opinión prejuiciada acerca de los prejuicios: de entrada pensamos que todos son malos. Quizá algo tenga que ver su cercanía fónica con la palabra perjuicio —vocablo que, exactamente igual que prejuicio, viene del latín praeiudicium, es decir, “juicio previo, decisión prematura”, porque, en efecto, en un ámbito judicial, presuponer o presumir delitos sin juzgar la situación puede resultar muy pernicioso: aquí el prejuicio perjudica—. Pero un prejuicio no es más que un parecer que se tiene sin juicio previo: “Acción y efecto de prejuzgar”, define con precisión la RAE, aunque en su siguiente acepción ya emite un veredicto prejuiciado y se carga a lo negativo: “Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal” —en su Diccionario panhispánico de dudas agrega “idea preconcebida”, todo un oxímoron—. Sin embargo, habrá que aceptar que no todo prejuicio es nocivo. Particularmente hay uno que no sólo no es dañino sino que constituye un componente indispensable de cualquier sociedad.


Actualmente, en México a todos los recién nacidos se les aplican dos vacunas, la BGC, que proporciona inmunidad contra la tuberculosis, y otra contra la Hepatitis B; para que ello ocurra —y no es poca cosa: la tuberculosis mata más gente en el mundo que el VIH—, es necesario que los padres crean en la bondad de la substancia, que confíen plenamente en que quienes la produjeron lo hicieron bien, en que la enfermera que se la va administrar a su bebé no se haya confundido dosis y sepa hacerlo…, en fin. Antes de que me fregara la rodilla —meniscopatía grado III—, salía a correr casi todas las tardes, y siempre, independientemente de cómo se mirara el cielo, checaba el reporte atmosférico del gobierno de la Ciudad, de tal suerte que varias veces me tocó quedarme con las ganas, luego de enterarme de que más allá de las apariencias la calidad del aire era pésima. Para que cada niño o niña sea vacunado son indispensables una serie de prejuicios, y para que yo me haya quedado encerrado haciendo elíptica fue necesario que confiara más en una serie de estaciones de monitoreo y en un grupo de burócratas que en mis propios ojos. O sea, y dicho en corto, resulta que la confianza es un prejuicio.


Abundan certezas, más o menos razonables, que aceptamos sin ver, acríticamente, y desde las cuales tomamos decisiones. En la mayoría de las ocasiones, el constructo al que nos referimos como la ‘verdad’ es realmente una inversión de confianza: Lleva chamarra porque va a entrar un frente frío / Este año la economía creció apenas por encima del crecimiento demográfico / El agua que te acaba de servir el mesero es potable / El invierno comenzó el 21 de diciembre a las 16:23 horas / La gasolina más cara tiene menos plomo… “Una sociedad liberal moderna es una red compleja de relaciones de confianza, unidas por informes, cuentas, registros y testimonios”.


The Guardian, en su sección The long read, publicó en noviembre pasado el ensayo Why we stopped trusting elites, en el que su autor, el sociólogo William Davies, afirma: “En momentos en que las instituciones públicas, incluidos los medios de comunicación, las agencias gubernamentales y las profesiones, cuentan con una confianza generalizada, rara vez cuestionamos cómo la consiguen. Y, sin embargo, en el corazón de las democracias liberales exitosas se encuentra un notable acto de fe colectivo, que consiste en que cuando los funcionarios públicos, reporteros, expertos y políticos comparten una información, el gran público presume que lo están haciendo de honestamente”.


William Davies imparte clases de Sociología y Ciencia Política en el Goldsmiths college de la Universidad de Londres, en donde también codirige el Centro de Investigación de Política Económica. Escribe para  The Guardian, The New Statesman, London Review of Books, New Left Review, openDemocracy, The New York Times y The Atlantic. Ha publicado tres libros: The Limits of Neoliberalism. Authority, Sovereignty and the Logic of Competition (Sage, 2014), The Happiness Industry: How Government and Big Business Sold Us Well Being (Verso, 2015) y apenas en septiembre de este año moribundo Nervous States: How Feeling Took Over the World (Jonathan Cape, 2018). Durante toda su trayectoria académica se ha mantenido cerca de la llamada Historia de las Ideas.


Si bien es cierto que a lo largo de toda la historia de la humanidad resulta impensable una sociedad en la cual sus integrantes se hayan visto obligados a someter a juicio sistemáticamente las verdades y los acuerdos que le dan cohesión, en el mundo moderno los requerimientos de aceptación prejuiciada son mucho mayores. Davies no exagera: “La noción de que las figuras públicas y los profesionales son esencialmente confiables ha sido necesaria para la salud de las democracias representativas. Después de todo, en el núcleo de la democracia se halla la idea de que un pequeño grupo de gente, los políticos, puede representar a millones de personas. Para que este sistema funcione debe haber un mínimo de confianza básica de que un minúsculo grupo actuará en representación de los intereses de uno mucho más amplio, al menos buena parte del tiempo”. De ahí que el descrédito de políticos tradicionales, instituciones y líderes de opinión esté poniendo en riesgo el establishment en su conjunto… Pero de ello ya habrá ocasión de hablar el próximo año. Feliz 2019.

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