Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

martes, 29 de noviembre de 2016

El olvido y la futilidad

All people know the same truth.
Our lives consist of how we choose to distort.
Woody Allen

¿Recuerdan aquella anécdota que Milán Kundera (Brno, Checoslovaquia; 1929) narra en el capítulo inicial de El libro de la risa y del olvido? Seguramente quedará como una de las estampas más representativas del siglo XX. El novelista cuenta en apenas cuatro párrafos cómo el poder estatal totalitario checo desapareció a un hombre de la memoria colectiva. El episodio inicial ocurrió en febrero de 1948, cuando Klement Gottwald, el hombre fuerte del comunismo estalinista checoslovaco, dirigía una arenga a los miles y miles de sus conciudadanos que abarrotaban la Plaza de la Ciudad Vieja de Praga. El aguerrido líder se encontraba acompañado por sus principales colaboradores, entre otros, junto a él, Vladimir Clementis. “La nieve revoloteaba, hacía frío y Gottwald tenía la cabeza descubierta. Clementis, siempre tan atento, se quitó su gorro de pieles y se lo colocó en la cabeza a Gottwald. El departamento de propaganda difundió en cientos de miles de ejemplares la fotografía del balcón desde el que Gottwald, con el gorro en la cabeza y los camaradas a su lado, habla a la nación. En ese balcón comenzó la historia de la Bohemia comunista. Hasta el último niño conocía aquella fotografía que aparecía en los carteles de propaganda, en los manuales escolares y en los museos”. Pero los acontecimientos dieron algunas volteretas y cuatro años después Clementis caería en desgracia; sería acusado de desviacionismo y poco después de algo mucho más grave: nacionalismo burgués y trotskismo. Sería ejecutado en la horca el 3 de diciembre de 1952. Kundera no cuenta aquí que el cadáver fue calcinado y que sus cenizas fueron esparcidas en una carretera. En cambio, el narrador registra lo que ocurrió con sus rastro: “El departamento de propaganda lo borró inmediatamente de la historia y, por supuesto, de todas las fotografías. Desde entonces Gottwald está solo en el balcón. En el sitio en el que estaba Clementis aparece sólo la pared vacía del palacio. Lo único que quedó de Clementis fue el gorro en la cabeza de Gottwald”. 

Hoy no es necesario borrar a nadie de las fotografías —cosa que además sería imposible, dada la explosión de imágenes que se ha experimentado en los últimos años—, todo indica que basta con desconocer el pasado o sencillamente minimizar la importancia o trascendencia del hecho o personaje que hoy resulten una molestia. Claro, hay un ejemplo reciente: el 23 de mayo de 2012, siendo candidato del PRI a la Presidencia de la República, Peña Nieto declaró en un programa de Televisa que Javier Duarte de Ochoa, hoy prófugo de la justicia —es un decir— era un ejemplo —bueno, se entiende— de la sangre nueva de su partido. Entonces no sólo se refirió a quien ya fue expulsado del PRI por corrupción, sino que presumió en la mesa un póquer de correligionarios modelo: “es un PRI que ha venido renovándose en su interior donde hay presencia de las nuevas generaciones… jóvenes o actores de la nueva generación política… el gobernador de Quintana Roo, Beto Borge; el gobernador de Veracruz, Javier Duarte; César Duarte, el gobernador de Chihuahua; el gobernador de Campeche…, todos son parte de una generación nueva que ha sido parte de este proceso de renovación del partido”. Sin embargo, hace unos días, en el marco de un foro organizado por el grupo El financiero-Bloomberg, al ser cuestionado si aún consideraba a Duarte como un priísta ejemplar, el hoy presidente contestó: “No recuerdo yo la alusión, pero seguramente en algún momento la hice, si es la referencia que hacen…” Peña no opta por esquivar la pregunta, no se enoja ni reprende. Ni siquiera se trata de una negación contundente —“¡Eso no es verdad, es usted un mentiroso!”—. El mandatario tampoco adopta la postura del amnésico  —“¡¿Yo?! ¿Está usted seguro de que yo dije eso…?! ¡No, no puede ser! No recuerdo nada—. La respuesta minusvalora no sólo la pregunta sino el hecho referido: “no lo recuerdo porque no es importante, quizá así haya sido, y eso porque usted lo menciona, pero no tiene caso que lo traiga a cuento, no es relevante…”

En el primer caso, el gobierno totalitario de Gottwald en Checoslovaquia apostó al olvido, y perdió. Por la publicación de El libro de la risa y del olvido (1981), el gobierno comunista de Checoslovaquia rescindió a Milán Kundera su ciudadanía. Él, desde 1975, vivía en Francia. Hoy, el escritor checo tiene 87 años de edad, sigue viviendo en Francia y desde 1993 dejó de escribir en su idioma natal. También en 1993, Checoslovaquia dejó de existir; de la escisión de lo que fue su territorio surgieron Chequia y Eslovaquia. Hoy cualquiera puede teclear en Google “klement gottwald and clementis”, para encontrar de inmediato la fotografía, la original y la purgada.

En el segundo caso, la apuesta no es por el olvido sino por la futilidad, y al parecer lleva las de ganar. Las palabras dichas en el pasado ya no importan. La verdad va perdiendo peso y los hechos dejan de ser la carga definitoria de los argumentos.

sábado, 5 de noviembre de 2016

El mapa es el territorio

Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges (1899-1986), comenzó a circular en 1946. A partir del número tres de la revista, bajo genérico de “Museo”, comenzó a publicar un tal B. Lynch Davis, un desconocido. Su primera colaboración se tituló “Del rigor de la ciencia”, y aparentemente a ello, al encabezamiento, se reducía el aporte creativo del señor Lynch Davis, puesto que el texto se presentaba como un extracto tomado de un libro antañón, según se citaba ahí mismo: “Suárez Miranda, Viajes de varones prudentes, Libro IV, Gorra. XLV, Lérida, 1658.” En el fragmento —apenas 118 palabras— Suárez Miranda —también un enigma— informa —el lector puede suponer que gracias los mentados varones prudentes— que en un tiempo pretérito distante —pero indeterminado—, en un Imperio anónimo y atópico —al que aquellos personajes habrían viajado— sucedió un prodigio: “los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”. Para cuando fue reportado el caso —mucho antes de que Suárez Miranda lo publicara—, el mapa escala 1:1 de aquel Imperio ya era solamente una reliquia.

Hoy cualquiera sabe que Honorio Bustos Domecq era un pseudónimo con el cual firmaban Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) cuando escribían juntos —su origen lo explicó el propio Borges: “Bustos era un bisabuelo mío y Domecq un bisabuelo de Bioy”—. Pero en 1946, cuando apareció Dos fantasías memorables, para muchos lectores aquel librito era el segundo de un narrador que ya cuatro años antes había sorprendido con su primer libro (Seis problemas para don Isidro Parodi). Más inescrutable resultaba el apelativo B. Suárez Lynch, quien el mismo año publicó Un modelo para la muerte, ¡con prólogo de Bustos Domeq! Par de mañosos: Suárez como el Suárez Miranda del siglo XVII y Lynch como el colaborador de Los Anales de Buenos Aires.
Años después Jorge Luis explicaría: “La B era, supongo, la de Bioy y Borges, el Suárez correspondía a otro bisabuelo mío y el Lynch a un bisabuelo de Bioy”. 

Así que Suárez Miranda y su libro son un invento, tanto como B. Lynch Davis. ¿Ficciones de los dos amigos porteños? Pues quizá no, porque “Del rigor de la ciencia” sería incluido tanto en la edición de 1954 de Historia universal de la infamia como en El hacedor, de 1960, como se sabe, ambos libros firmados sólo por Borges.

¿Entonces el mapa escala 1:1 es ocurrencia original de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo? En el prólogo de la segunda edición de Historia universal de la infamia —en la que, ya decíamos, se incluye “Del rigor de la ciencia”—, el argentino dice que sus textos breves antologados en ese libro no son suyos, al menos no del todo: “Son el responsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias”.
Si realmente fue así, ¿a quién pudo haber birlado la idea de un mapa de igual tamaño al territorio que pretende representar? Muchos creen que a un diácono británico, spientísimo en matemáticas y lógica, llamado Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), a quien debemos varios libros maravillosos, particularmente los que firmó con el pen name que lo hicera famoso: Lewis Carroll. Efectivamente, la semana pasada recordaba yo que en su novela Silvia y Bruno uno de los personajes, un forastero estrafalario, cuenta que en su tierra alguna vez habían hecho “un mapa del país, en serio, ¡a una escala de una milla por milla!” Por otra parte, la admiración que Borges sentía por el autor de Alicia en el país de las maravillas es bien conocida y documentada. Léan ustedes, por ejemplo, “El sueño de Lewis Carroll”, una de las últimas piezas publicadas por Borges —él viejo falleció el 14 de junio de 1986 y el texto apareció en El país el 9 de febrero anterior—. 

Pues sí: bien puede ser que agazapado entre los varones prudentes de Suárez Miranda esté el Mein Herr de Lewis Carroll. Pero qué tal que lo que a todas luces parece una pipa no sea una pipa; quiero decir, qué tal que Borges, fullero, hubiera leído no sólo a Carroll sino también a Alfred Korzybski (1879-1950), quien, como se sabe, acuñó la expresión “el mapa no es el territorio”. Lo que quizá no se recuerde es que si bien la primera vez que apareció escrito el aforismo fue en 1931 —en una ponencia de título rimbombante: A Non-Aristotelian System and its Necessity for Rigour in Mathematics and Physics—, alcanzaría fama a partir de que el propio Korzybski reflexionara sobre su origen en su libro Science and Sanity (1933) —en el que, por cierto, acepta que la formulación original tampoco es de él, sino del escritor de ciencia ficción Eric Temple Bell (1883-1960), quien había ya escrito: the map is not the thing mapped—. Ciencia y cordura, como habría que traducir el libro de Korzybski, es un título cercano a “Del rigor de la ciencia” de Borges. Pero sobre todo, me parece que hay que prestar atención al hecho de que la micro ficción del argentino termina refutando del todo al polaco: “En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”. Es decir, el mapa borgiano, aunque runinoso, para aquellas bestias y aquellos menesterosos, era el territorio.