Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

martes, 25 de febrero de 2014

Vivir más (I)

Cuando a un condenado a muerte
le regalan una hora,
ésta vale toda una vida.
Georg Christoph Lichtenberg


¿Filosofaran los muertos? En El Mito de Sísifo, Albert Camus (1913-1960) sostiene que el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio, es decir, “juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla”. Concediendo que el argelino tenga razón, para “responder a la pregunta fundamental de la filosofía” se requiere, claro, estar vivo. Camus publicó El Mito de Sísifo en 1946, el mismo año que El extranjero; luego, la vida le alcanzaría para seguir tomando café y filosofando, para ganar el Nobel de Literatura (1957), para seguir escribiendo…, el caso es que no se mató, quizá, eso sí, lo asesinaron —la KGB, por andar criticando la invasión soviética a Hungría y apoyar la candidatura al Nobel del ruso Boris Pasternak, autor de la novela Doctor Zhivago—, de tal suerte que uno puede suponer que si no encontró una respuesta definitiva a la pregunta filosófica más importante de todas, al menos se mantuvo en la postura de que bien valía la pena vivir para reflexionar sobre el asunto.
Más allá de todos sus inconvenientes, que ciertamente son muchos, variados y agudos, envejecer reporta la enorme ventaja de permanecer entre los vivos. Una perogrullada, efectivamente, aunque en nuestros días velada por un espeso pavor a la vejez: me parece que, mientras va aumentando la esperanza de vida —esto es, conforme más personas llegan a la vejez—, más y más se propaga, paradójicamente, tanto la gerascofobia —el miedo irracional y enfermizo a hacerse viejo— como la gerontofobia —la repugnancia e incluso miedo a la gente anciana—. Personalmente opino que envejecer no es un proceso agradable, pero la alternativa me parece mucho peor, fenecer. Supongo que todo esto justifica plenamente que, hace unos par de meses, mientras ojeaba —y no hojeaba, porque era la edición web— el número de diciembre de 2013 de la revista Wired, decidiera detenerme a leer el artículo Steve Jobs’ Doctor Wants to Teach You the Formula for Long Life (valga recordar que a Jobs le diagnosticaron cáncer de páncreas en octubre de 2003, y no falleció sino hasta ocho años después).

El galeno que acompañó a Jobs durante sus últimos años se llama David Agus. Nació en Baltimore, tiene 49 años y es nieto de un rabino y teólogo destacado. Se graduó cum laude en Biología molecular en la Universidad de Princeton, luego recibió el título de médico en la Universidad de Pennsylvania, y completó estudios especializados en oncología en el Johns Hopkins Hospital y en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Neva York. El doctor Agus ya había publicado en 2012 un best seller, The End of Illness (El fin de la enfermedad) —por cierto, originalmente, aquel libro se iba a llamar What Is Health? (¿Qué es la salud?), pero Steve Jobs, un genio de la mercadotecnia, advirtió a su doctor y amigo que un título así era pésimo, like “chewing cardboard”, y le recomendó el bueno—. En su campo, David Agus es como lo fue Jobs, una estrella, un gurú: mucha gente lo admira y otros tantos lo detestan, da clases en la Universidad del Sur de California, colabora con frecuencia en el New York Times, es un rostro familiar para los televidentes norteamericanos, es cofundador de un par de empresas dedicadas a la atención del cáncer, realiza investigación científica —participó en el equipo que descubrió que, efectivamente, la vitamina C puede ayudar a prevenir el cáncer, pero que, cuando ya se tiene la enfermedad, la agrava—, pero sobre todo hace trabajo clínico, esto es, atiende gente enferma. Claro, no cualquier bolsillo llega a su consultorio: Sumner Redstone, el nonagenario dueño mayoritario de CBS Corporation y Viacom, ha hecho público su agradecimiento a Agust por el tratamiento que le ha permitido sobrellevar el cáncer; el cantante Neil Young se refiere al médico como “su mecánico”; Agus atendió al senador Ted Kennedy, al actor Dennis Hopper y al polémico ciclista Lance Armstrong (cáncer en el cerebro, de próstata y testicular, respectivamente). Y de todo ese quehacer, Agus saca pasta para emprender además una importante labor de divulgador.
Ciertamente, la formación científica de David Agus es de primera; pero más allá de eso, destaco su sentido común y una gran capacidad de expresar en forma sencilla grandes ideas. Un botón de muestra: el cáncer “no es algo que el cuerpo tenga, sino más bien algo que el cuerpo hace. El cáncer no es un sustantivo, sino un verbo”. La comprensión del problema posibilita su solución…, y sin embargo: Agus opina que si bien hoy entendemos mejor el cáncer, no se reportan cambios dramáticos en las estadísticas de sanación, por lo que, concluye, deberíamos emplearnos más en controlar el problema que en entenderlo.
En el artículo de Wired se recomienda el nuevo libro de David Agus, A Short Guide to a Long Life (Una breve guía para una larga vida). En mi caso, la recomendación funcionó. No sé si sea factible conseguirlo en librerías, pero en línea se puede adquirir en formato e-book sin problema. Yo así lo hice, porque mientras la ciencia no logre erradicar la muerte, como ocurre en la novela Las partículas elementales de Michel Houellebecq, la vida sigue siendo una enfermedad terminal sobre la cual vale la pena filosofar el mayor tiempo posible, unos años más, un meses, una hora…

jueves, 20 de febrero de 2014

11 razones a favor de Muerte súbita

1. Con Muerte súbita (Anagrama, 2013), Álvaro Enrigue (México, 1969) ganó el Premio Herralde de Novela, como en su momento lo consiguieron Sergio Pitol con El desfile del amor (1984), Javier Marías con El hombre sentimental (1986), Roberto Bolaños con Los detectives salvajes (1998), Juan Villoro con El testigo o Daniel Sada con Casi nunca (2008).

2. Porque siempre resulta harto salutífero limarle los cuernos a nuestros demonios históricos, e incluso atreverse a eximir a los grandes villanos que nos han dado patria —porque, como bien se sabe, más cohesionan los malos que los buenos, los enemigos que los aliados-–. Escribe Enrigue sobre don Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano: “El conquistador debió ser un hombre simpático a pesar de su estatura inmanejable de actor principal de la mayor epopeya de su siglo y tal vez la más revolucionaria de la Historia” [Apunte al margen: actualmente, a 493 años de la caída de la Gran Tenochtitlán, en toda la República Mexicana hay 235 calles que llevan el nombre de Hernán Cortés, mientras que 4,329 honran el recuerdo de Cuauhtémoc y 1,642 el de Moctezuma. En cuanto a los municipios, de los casi dos mil quinientos en que se divide el territorio nacional, ninguno recuerda al conquistador extremeño, dos a Moctezuma y ocho a Cuauhtémoc].

3. Porque siempre es sano desmitificar a los grandes personajes históricos, aterrizarlos, retrotraerlos más acá de las abstracciones de las que todo discurso histórico depende para lograr la ilusión de la coherencia. Escribe Álvaro Enrigue sobre Cortés: “… era un hombre que había visto tanto que ni se le ocurría no rascarse el culo si le picaba”.

3 bis. Porque siempre es sano desmitificar a los grandes genios, aproximarlos a uno, re-hermanarse con ellos. Escribe Enrigue sobre Michelangelo Merisi da Caravaggio: “el primer pintor propiamente moderno de la Historia fue también un gran tenista y un asesino. Nuestro hermano”.

4. Porque contiene pasajes que deberían ser de lectura obligatoria en todas las escuelas primarias de este país, a efecto de recomponer el carcomido perfil de la identidad nacional mexicana (whatever it means), tan auto-flagelante ella, por no decir lo obvio: esencialmente malinchista —¿puede tacharse de malinchismo decir que los mexicanos somos malinchistas?—. En el apartado “Juego de pelota”, Álvaro Enrigue receta en apenas cuatro páginas una re-enunciación de los orígenes de este país, no sólo sagaz, también verosímil, pero sobre todo mucho más funcional que la consabida cicatriz imaginaria definitoria del espíritu nacional, ésa que se sigue expresando a diario en muy pocas palabras: “cuando nos conquistaron los españoles…”.

5. Porque aunque no sirve de nada, como todo el arte, una novela histórica es necesaria, entre otras cosas, porque posibilita reformular la peripeteia de los grandes relatos de una comunidad imaginaria, el punto de quiebre, los volantazos de las fuerzas del destino: “Cuando en la noche Cortés le preguntó [a Malinalli, todavía no doña Marina] cómo le había hecho para que los indios [de Chalchicueyecan] cedieran todo eso [viandas y gente], deslizó a través de Aguilar la idea que cambió el mundo: Les dije que estamos aquí para derrocar al tirano, que con nuestros caballos y sus flechas podríamos liberarlos de los aztecas”.

6. Porque un relato histórico bien textualizado, ya sea literario o historiográfico, permite averiguar qué es lo que no somos: “Los mexicanos no somos descendientes de los mexicanos, sino de los pueblos que se sumaron a Cortés para derrotarlos. Somos un país con un nombre hecho de nostalgia y culpa”.

7. Porque no es evidente que sea una novela, y por ello mismo no puede ser otra cosa… “Tal vez sea un libro que se trata solamente de cómo se podría contar este libro…”

8. Por lo que no es la novela y por lo que sí consigue hacer la novela: “No es un libro sobre Caravaggio o Quevedo, aunque es un libro con Caravaggio y Quevedo. Ellos dos, pero también Cortés y Cuauhtémoc, Galileo y Pio IV. Individualidades gigantescas que se enfrentan. Todos cogiendo, emborrachándose, apostando en el vacío. Las novelas aplastan monumentos gracias a que todas, hasta las más castas, son un poco pornográficas”.

9. Porque la buena literatura se permite exabruptos e insolencias para espetar grandes verdades, sin necesidad de los grandes andamiajes de la Historia o los demasiados cuidados de la Filosofía: “Vasco de Quiroga llegó a la Nueva España en 1530, cuando Tenochtitlán ya estaba pacificada… El resto de la América infinita todavía ni siquiera sospechaba que en los próximos doscientos años decenas de culturas milenarias que habían florecido aisladas y sin contaminantes y sin defensas se irían inexorablemente a la mierda. No es que importe: nada importa. Se extinguen las especies, los hijos se van de casa, los amigos consiguen novias intratables, las culturas desaparecen, las lenguas, un día, se dejan de hablar; los que sobreviven se convencen de que eran los más aptos”.

10. Porque solamente a través de la narrativa se consigue la ilusión secular de que todo lo que acontece ocurre por algo y hacia algo, con sentido: “… vivimos en un mundo en el que el pasado y el presente son simultáneos porque las Historias se escriben para que creamos que A conduce a B y por tanto tiene sentido. Un mundo sin dioses es un mundo en la Historia, en las historias como esta que estoy contando: ofrecen el consuelo del orden”.

11. Porque es una narración hilarante, placentera.

sábado, 15 de febrero de 2014

Perplejos

Hijos transculturales

Uno de mis mejores amigos estudió Química. Pongamos que se llama Turé. Él, sin duda, embona en el ideal que en México todavía alcanza a seducir a algunos jóvenes: es un profesional exitoso. Casi desde que se tituló, trabaja en una importante empresa trasnacional. Ha vivido en varios países y buena parte de su chamba implica viajar por todo el mundo. Tiene dos hijos, y recuerdo que a la hora de buscarle nombre a su progenie él y su esposa acordaron, en ambas ocasiones, el siguiente criterio: nombres cortos que puedan pronunciarse igual en distintos idiomas. Alan hoy vive en Brasil y Eric en Francia.

Estoy seguro de que cuando se trepó al avión que la llevaría a Serbia mi amiga Tania jamás se imaginó que estaba a punto de conocer al futuro padre de sus hijos. Solidaria y aventurera, viajó a Belgrado para asistir a la boda de un amigo suyo quien, como ella lo haría, había encontrado el amor en lo que alguna vez fue Yugoslavia. Su actual marido es gringo y sus chamacos, también dos, podrán viajar por el orbe sin tener que traducir sus propios apelativos: Lucca y Andre.


Filósofos transculturales

El cadí —máxima autoridad judicial— de Córdova tuvo un hijo en 1126 y lo llamó Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd; afortunadamente, el apelativo árabe fue latinizado en corto: Averroes. Nueve años después, en la misma ciudad andalusí, nació Moshé ben Maimón o bien Musa ibn Maymun, quien sería luego mejor conocido por uno de sus dos alias: Maimónides, es decir “el hijo de Maimon”.

Ciertamente, Averroes  y Maimónides compartieron tiempo y espacio: fueron coetáneos (1126-1198 y 1135-1204, respectivamente) y coterráneos, oriundos de la llamada Atenas de los árabes españoles, Córdova, como lo fue Séneca (4 a.C. – 65 d.C.) y lo sería el culterano mayor, Luis de Góngora y Argote (1561-1627). Además de momento histórico —sus vidas transcurrieron en Al-Ándalus durante del Imperio almohade—, Averroes y Maimónides fueron colegas, médicos ambos, pero sobre todo, filósofos y hombres de fe. Más allá de sus distintas tradiciones de origen, musulmana y judía, este par de galenos participaban de una gran admiración por una misma persona, un macedonio polímata de magnas proporciones y trascendencia milenaria, Aristóteles de Estagira (384 a. C. – 322 a. C.). Entre otras obras, Averroes escribió Tahafut al-Tahafut, que del árabe pasó al latín como Destructio destructionis, es decir, Destrucción de la destrucción aunque resultó más conocido en castellano como Refutación de la refutación –justamente, porque el texto de Averroes era una refutación al libro La destrucción de los filósofos, de Al-Ghazali—. Por su parte, Maimónides escribió un libro con un título grandioso, de un pegue mercadológico que mantiene aliento hasta nuestros días: Guía de los perplejos. Sin problema podemos tildar a ambos textos como aristotélicos, y más todavía: tanto el musulmán —Averroes sería cadí de Córdova y después de Sevilla— como el judío —Maimónides estuvo un tris de ser Gran Rabino de El Cairo— discurrieron, cada quien desde su diferente trinchera, con un propósito compartido: conciliar. En su caso, Maimónides pretendía auxiliar a muchos judíos que, como sus discípulos, conocedores del Torá y lectores apasionados de las enseñanzas aristotélicas —recién descubiertas por los sabios árabes—, no podían más que sentirse perplejos ante las contradicciones que se evidencian entre lógica formal y judaísmo. Por su lado, Averroes escribe su Tahafut al-Tahafut para argumentar que la religión, el Islam en concreto, y la filosofía no eran excluyentes. Ambos intentaron conciliar la fe y la razón, o quizá sea más preciso decir conciliar el lenguaje de la fe y el de la razón. Averrores, por ejemplo, sostiene que la verdad se expresa en El Corán de tal forma que no debe leerse en forma literal, sino alegórica. Como siglos después apuntaría Wittgenstein, una buena metáfora refresca el entendimiento.


Perplejos

Maimónides redactó la Guía de los perplejos originalmente en árabe; enseguida, en 1190, fue traducida al hebreo (Moreh Nevukhim). Precisamente ese año, mientras que en Al-Ándalus Averroes y Maimónides seguían tratando de conciliar Islam, Torá y filosofía aristotélica, los reinos cristianos de la península ibérica pactaban para enfrentar juntos a los árabes; Alfonso VIII de Castilla, Alfonso IX de León, Alfonso II de Aragón, Sancho VI de Navarra y Sancho I de Portugal firmaron la alianza. Bien a bien el propósito se conseguiría tres siglos después, porque si bien los almohades marroquís perderían la soberanía ibérica en 1269, los cristianos no lograrían expulsar definitivamente de España a los moros sino hasta 1492, el mismo año en que ellos mismos vinieron a meter su cuchara en América: en enero, después de años de asedio, las fuerzas de los Reyes Católicos por fin desmantelan el Reino nazarí de Granada, con lo que queda concluida la Reconquista. Después, tuvieron que pasar 330 años para que apareciera la primera traducción completa al latín de la Guía de los perplejos: Rabbi Mossei Aegyptii Dux seu Director dubitantium aut perplexorum.


En el ensayo con que abre Concepts and Categories, Isaiah Berlin sostiene que el propósito de la Filosofía es atender un tipo específico de preguntas, aquellas que “no pueden ser respondidas por medio de la observación o el cálculo, tampoco mediante métodos deductivos un inductivos”. Son preguntas que, “y he aquí un corolario crucial”, … hacen que quienes se las plantean se enfrenten a un estado de perplejidad”. Por eso Isaiah, que es decir Isaías, pensaba que la Filosofía era necesaria…

martes, 4 de febrero de 2014

¿De dónde vienes?

Isaías nació ruso; 88 años después moriría inglés y distinguido, qué digo distinguido, distinguidísimo. Él, quien a los seis años aún no hablaba inglés, sería condecorado primero como Caballero Bachelor, y luego nada menos que con la Orden al Mérito de la Commonwealth, tal y como lo fueron también gente como Churchill, Graham Greene, Nelson Mandela o la madre Teresa de Calcuta; Oficial de la Orden del Imperio, The Most Excellent Order of the British Empire, y miembro de la Académica Británica, la cual llegó a presidir, como de igual modo alguna lo vez lo hicieron Keynes y C. S. Lewis.

Isaías, que es decir Isaiah, se apellidaba Berlin, hecho por el cual cargó el sino de andar por la vida como homólogo de un rabino insigne, otro Isaiah Berlin, un talmudista alemán que vivió a mediados del siglo XVIII. Además del nombre, Isaiah, claro, compartía con el rabino una tradición milenaria: llegó al mundo en el seno de una familia judía de gran prosapia ortodoxa: un ancestro directo de su padre fue el fundador del Chabad jasídico, Shneur Zalman de Liadi, el llamado Alter Rebe. Isaías, al igual que Bertrand Russell, Borges, Lobo Antunes, Octavio Paz y Murakami, fue galardonado con el Premio Jerusalén por la Libertad del Individuo en la Sociedad.

Isaías nació en las costas orientales del Mar Báltico, es decir, muy al Norte, específicamente en un sitio llamado Riga. Se trata de una pequeña ciudad localizada en la desembocadura del Daugava, un río que nace unos mil kilómetros tierra adentro, en el noroeste de Rusia central. Riga se encuentra en lo que fue Duna Urbs, un asentamiento livonio que comenzó a poblarse alrededor del segundo siglo de nuestra era. Los livonios, el pueblo originario de esa región del mundo, han sido conquistados sucesivamente por casi todos sus vecinos; con todo y su terquedad milenaria, el año pasado el livonio fue declarado lengua muerta. El caso es que el gran auge inicial de Riga, en la temprana Edad Media, se debió a la actividad comercial de los vikingos, quienes incorporaron el puerto natural del Golfo de Riga a su ruta comercial hacia Bizancio. Al correr de los años llegarían los cruzados enviados por un Santo Papa, Inocente III, a cristianizar a punta de espadazos a los vikingos, curanios, livonios y cuanto pagano encontraron por aquellos balcánicos lares. El 1201 queda registrado como el año de la fundación cristiana de Riga…, en Riga, por supuesto.

Isaiah Berlin nació en 1909. Por aquel entonces Riga, misma que hoy en día es la ciudad capital de un Estado Nación, la República de Letonia, se encontraba en Livonia, una Gubernatura del Imperio Ruso. Desde finales del XIX, Riga no era un punto cualquiera perdido en la inmensa geografía gobernada por el último zar, Nicolás III: la ciudad báltica era entonces la tercera más grande de todo el Imperio, sólo detrás de Moscú y San Petesburgo. El padre de Isaías, Mendel Berlin, como la mayoría de la comunidad judía de Riga, provenía de Rusia y vivía ahí por razones de negocio: el señor se dedicaba a la industria maderera, y resulta que toda la geografía letona es boscosa. Así que, aunque vivió en Riga hasta poco antes de cumplir siete años, Isaiah jamás se consideró a sí mismo letón: cada vez que lo cuestionaban respecto a su identidad, él respondía que era un ruso judío, un anglófilo, ciertamente, pero no un inglés, y mucho menos un letón.

En Riga, la familia Berlin vivió durante seis años en una hermosa mansión de cinco pisos, cuya puerta de entrada continúa custodiada por dos imponentes esfinges de piedra. La edificación en la actualidad sigue en pie —Alberta iela 2ª, Centra rajons, Rīga, LV-1010, Letonia—‎, bien conservada, como las ochocientas construcciones Art Nouveau que caracterizan a la capital letona, declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Extraordinaria coincidencia: quien diseñó la mansión de los Berlin fue otro ruso judío avecindado en Riga, un arquitecto llamado Mikhail Osipovich Eisenstein, apelativo que quizá no te diga mucho, salvo el apellido… Efectivamente, sucede que este amigo era el padre de otro rigués grande del siglo XX, Sergei Eizenshtein, creador de obras maestras de la cinematografía universal, como El acorazado Potemkin (1925) y la trilogía Iván el Terrible (1943-58).

En su libro Concepts and Categories (Londres; 1999), Isaiah Berlin incluye una pequeña y certera disertación sobre el propósito de la Filosofía. De ahí obtengo el siguiente extracto: La historia del pensamiento sistemático de la humanidad es en buena medida un esfuerzo sostenido para formular todas las preguntas, de tal manera que las respuestas correspondientes se localicen en una u en otra de las dos grandes canastas, la empírica, para las preguntas cuyas respuestas dependen a final de cuentas de la observación, y la formal, para las preguntas cuyas respuestas dependen del cálculo puro. Claro, hay preguntas que no entran en ninguna de las dos canastas, ¿qué es el tiempo?, por ejemplo. Y qué decir de una pregunta tan sencilla como ¿de dónde vienes? Henry Hardy, editor de varios libros de Berlin, cuenta la siguente anécdota: en una ocasión Berlin fue abordado por un nuevo estudiante de posgrado en el Wolfson College de Oxford, que no sabía frente a quién estaba: “Mi nombre es Stephen Grounds, y vengo de Birmingham”. El pensador respondió rápido como un tiro: “‘Mi nombre es Isaiah Berlin, y vengo de Riga”.