Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

domingo, 29 de diciembre de 2013

La sociedad de la distracción

 

I

 

La siguiente afirmación se atribuye a Einstein: “El mundo tal como lo hemos creado es un proceso de nuestro pensamiento”. Aserto, me parece, correcto por antonomasia, toda vez que, sensu stricto, el mundo no es el universo, finito o infinito, eterno o transitorio, sino una porción de él, el subconjunto en el que cabe todo lo conocido y concebible por el hombre. Y cuidado, en la oración anterior “el hombre” es sólo un decir, por cierto vago e impreciso, puesto que se refiere más bien a una cultura determinada. Mundo es ecúmene, es el inmenso concepto en el que cabe toda la realidad conocida e imaginable: mundo es el espacio/tiempo humanizado por una civilización específica. Así, por ejemplo, en nuestros días la civilización occidental tiene la pretenciosa idea de que el mundo es suyo y global.

 


El mundo, en tanto proceso de nuestro pensamiento, puede ser tan grande o tan pequeño como la cantidad de información significativa que poseamos. ¿Y a qué me refiero con información? Las distintas acepciones que aporta la RAE en su diccionario respecto a la palabra información la convierten en una de las peor definidas del español; hay desde las perogrulladas  escandalosas (“acción y efecto de informar”) y boberías (“oficina donde se informa sobre algo”), hasta enredos conceptuales (“conocimientos así comunicados o adquiridos”) e intentos fallidos de resolver el asunto vía sinonimia (“educación, instrucción”). Fuera de la séptima acepción (“Biol. Propiedad intrínseca de ciertos biopolímeros, como los ácidos nucleicos, originada por la secuencia de las unidades componentes.”), lo que aporta el diccionario es un montoncito de redundancias e imprecisiones.


 

Para definir información nada como acudir a Newton. Su tercera ley del movimiento establece: “Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria”. Recordemos el diagrama en el cual de un emisor parte un vector hacia un receptor, y de éste, de regreso, otro: acción y reacción. ¿Cuál es el contenido? Energía, por supuesto. Ahora, si en el mismo esquema se sustituyen las palabras “acción” por “mensaje”, y  “reacción” por “respuesta”, queda un modelo simple de comunicación. El contenido en este caso es, claro, información. Así, información no es más que el contenido de todo mensaje, y dado que para serlo un mensaje tiene que ser recibido, lato sensu, información es todo lo que se percibe. La cuestión se torna más interesante si recordamos que toda percepción involucra procesos de intercambio, y que la esencia de nuestras percepciones no son cosas concretas, sino funciones. Paul Watzlawick (1921-2007) sintetiza la cuestión magistralmente: “Lo que llamamos realidad es resultado de la comunicación”. Los procesos de comunicación, obviamente, son colectivos, sociales, de tal suerte que la realidad es necesariamente resultado de un proceso social de construcción. El punto de encuentro del planteamiento de Einstein, la teoría de la comunicación humana de Watzlawick y la sociología del conocimiento de Peter Berger y Thomas Luckmann puede expresarse en pocas palabras: el mundo es un constructo social.

 

La información estructural resulta piedra angular en la construcción social de la realidad. En 1983 se creó en México la institución responsable de proveer la información estructural sobre la realidad nacional. El INEGI se conformó sobre dos fuertes pilares: la Dirección General de Estadística (DGE), cuyo origen se remonta al Porfiriato (1882), y la Dirección General de Geografía (DGG), también con raíces en el XIX, pero institucionalizada como tal hasta 1968. Para entonces, la DGE ya había levantado diez censos de población, y tenía más de medio siglo realizando censos económicos. Por su parte, la DGG se encontraba concluyendo el primer cubrimiento nacional de la carta topográfica 1:50,000.

 

En la penúltima década del siglo XX el mundo comenzaba a tomar la forma que hoy tiene, pero aún era otro. Fue justo en 1983 cuando la Iglesia Católica retiró la condena al polímata Galileo Galilei, quien en 1632 publicó su Diálogo sobre los principales sistemas del mundo, en el cual se burlaba del geocentrismo; entonces, hace más de 350 años, cuando seguía siendo el centro del universo, la Tierra albergaba a una población total de 0.5 mil millones de habitantes, 4.2 mil millones menos de los que los que vivíamos en este mundo cuando Juan Pablo II se animó a retirarle la condena a Galileo.

 

Todavía a principios de la década de los ochenta del siglo pasado, cuando se escuchaba la palabra bipolar uno no pensaba en una señora sufriendo bandazos anímicos o en un fulano de comportamiento extremoso e impredecible, sino en el mundo: Andropov comandaba al bloque soviético, entidad geopolítica que según el presidente estadounidense, el actor Ronald Reagan, no era otra cosa que el “imperio del mal”. La guerra, además de fría, tomó entonces el espacio exterior con el anuncio de la instalación del sistema Star Wars. En 1983 ya existían las computadoras y las redes, pero su uso era asunto de militares y élites académicas norteamericanas; de hecho, aquel año ocurre algo trascendente: ARPANET se desmilitariza y TCP/IP se convierte en el protocolo único de la red de redes. Las PC de IBM funcionaban con el sistema operativo DOS y Motorola sacó al mercado el primer teléfono celular comercial, un armatoste que pesaba casi un kilo y costaba 3,995 dólares. Nadie preveía el colapso soviético, aunque los hechos que luego sumaríamos a la narrativa como sus antecedentes comenzaban a surgir: aquel año el sindicalista polaco Lech Walesa recibe el Nobel de la Paz, y la dichosa globalización comienza a inflarse: se inaugura Disneylandia Tokio, y cada vez son más y más similares entre sí los jóvenes que en muchos países del orbe quieren bailar como Michel Jackson disfrazados de zombis. En 1983, ET quería comunicarse por teléfono a casa. 

 

 

II

 

En Occidente, la tradición de andar listando las más prodigiosas creaciones arquitectónicas de la Humanidad —así, faltaba más, con mayúscula— se debe a los griegos. Por ejemplo, Antípatro de Sidón, un epigramista que vivió unos cien años antes de Cristo, escribió un breve texto en el cual inventariaba las maravillas de su tiempo: “la muralla de la dulce Babilonia…, la estatua de Zeus, los jardines colgantes…, el Coloso del Sol, la enorme obra de las altas Pirámides, la vasta tumba de Mausoleo, [y] la casa de Artemisa”. Se trata de un catálogo que deberíamos tachar de helenocentrista, porque exceptuando la gran pirámide de Guiza —una edificación que el faraón Keops mandó construir hace más de cuatro mil quinientos años, y del catálogo la única que sigue aún en pie— y las dos creaciones babilónicas, el resto son productos del genio griego. En su lista original, Antíparo considera la Puerta de Ishtar (“la muralla de la dulce Babilonia”), la cual, al correr de los años, cedería su sitio a otro magnífico producto de la cultura alejandrina, la torre edificada en la ínsula de Pharos: “El primero de los Ptolomeos —cuenta José Enrique Rodó en sus Motivos de Proteo (1909)— se propuso levantar, en la isla que tiene a su frente Alejandría, una alta y soberbia torre, sobre la que una hoguera siempre viva fuese señal que orientara al navegante y simbolizase la luz que irradiaba de la ilustre ciudad. Sóstrato, artista capaz de golpe olímpico, fue llamado para trocar en piedra aquella idea”. Rodó se refiere al terco hijo del también arquitecto Dexifanes, oriundo de Cnido, ciudad situada en la región de Caria, hoy territorio turco. “Escogió blanco mármol; trazó en mente el modelo simple, severo, majestuoso. Sobre la roca más alta de la isla, echó las bases…, y el mármol fue lanzado al cielo… Cada piedra, un anhelo; cada forma rematada, un deliquio”. Se estima que la torre alcanzó una altura de poco más de 130 metros, por lo que durante varios siglos —se erigió en 280 a. C. y en el s. XIV de nuestra era terminó en ruinas subacuáticas a causa de un terremoto— se mantuvo como una de las obras más altas del orbe.

 

Alejandría, la ciudad que durante siglos fue el centro cultural de la civilización occidental, había sido fundada en 331 a. C. en lo que fue un pueblito rascuache de pescadores, Rakotis, en el extremo oriental del delta del Nilo. Al inicio de su celebérrima campaña en pos de la conquista del mundo, Alejandro III, hijo de Filipo II de Macedonia y luego mejor conocido como Alejandro Magno, había asestado el primer golpazo al poderío aqueménida cuando expulsó a las fuerzas de Darío III de Egipto. Alejandro dejaría a Ptolomeo Sores, uno de sus generales, a cargo de Egipto y seguiría su marcha hacia oriente. El proyecto de Alejandro, discípulo de Aristóteles, era fundir el mundo en uno, globalizarlo, diríamos hoy. En la cosmopolita Alejandría —megalopoli la llama Filón el Judío (15/10 - 45/50 a. C.) en su In Flaccum—, el ideal se concretó, particularmente en el primer centro de conocimiento de la humanidad establecido con la pretensión de abarcarlo todo, la Biblioteca de Alejandría. La Biblioteca funcionó hasta la conquista árabe del puerto (640 d. C.), es decir, durante casi un milenio. Ahí mismo, con el impulso de la UNESCO, en 2002 fue inaugurada la nueva biblioteca de Alejandría.

 

En 2005, la UNESCO emitió la Declaración de Alejandría. En lograda alegoría, se estableció que la alfabetización informacional y el aprendizaje de por vida son los dos faros que deben guiar a la Sociedad de la Información —el ideal contemporáneo de la civilización occidental globalizada— hacia los puertos del desarrollo, la prosperidad y la libertad, estrellas en lo social, lo económico y lo político susceptibles de ser compartidas como guías de la todavía ingente diversidad en que se presenta el mundo. Ambos son conceptos de muy reciente factura. El aprendizaje de por vida era un precepto absolutamente impensable durante la gran mayoría del tránsito del ser humano por este planeta: desde las hordas originarias y el comunismo agrario primitivo hasta el feudalismo, pasando por el dilatado período esclavista, la gente tenía muy poco tiempo para hacerse de los conocimientos y habilidades necesarias para sobrevivir, y si no lo conseguía más temprano que tarde terminaba por pagarlo. En la división sexual y social del trabajo las personas podían encontrar prácticamente la totalidad de su guión de vida. Claro, uno podía perfeccionarse, ser herrero o guerrero y producir cada vez mejores azadones o disparar con mayor destreza y tino una ballesta, pero los know-how no eran ilimitados. A partir del Renacimiento, y con más empuje desde la Revolución Industrial, los saberes respecto a la Naturaleza y las propias creaciones culturales han venido multiplicándose exponencialmente: el mundo se ha ensanchado. Alineada a esta tendencia y potencializada por la revolución digital, la llamada alfabetización informacional “comprende las competencias para reconocer las necesidades de información y para localizar, evaluar, aplicar y crear información en contextos culturales y sociales”; resulta decisiva para salvaguardar la viabilidad competitiva, desde una persona hasta una Estado Nación, y provee rutas indispensables hacia el bienestar. La UNESCO hace hincapié en que, más allá de lo que pudiera creerse, la alfabetización informacional “va más allá de las actuales tecnologías de la información y abarca el aprendizaje, el pensamiento crítico y habilidades de interpretación”. Del saber al entender media un gran trecho.

 

 

III

 

Considerando los objetivos que la UNESCO planteó al mundo en la Declaración de Alejandría, el INEGI, el órgano del Estado mexicano responsable de producir la información de interés nacional y de coordinar al Sistema Nacional de Información Estadística y Geográfica, debe ser considerado un actor clave en nuestro país. En 2013, con cinco años de autonomía plena, el Instituto cumplió tres décadas de haber sido creado. De 1983 a la fecha, el INEGI se ha consolidado estructuralmente y ha ido avanzando hacia posturas metodológicas cada vez más cercanas al holismo. Conforme pasa el tiempo, se ha venido evidenciando más y más que clasificar todos los asuntos sobre los cuales puede versar la información de interés nacional en dos grandes repisas, Estadística y Geografía, puede resultar limitativo a la hora de comprender los fenómenos. Por lo demás, stricto sensu, se trata de un ordenamiento que dispone elementos en dos categorías de distinta índole: por sí misma la Estadística no es un tema, sino una forma de aproximarse a los fenómenos, mientras que la Geografía sí se refiere a una asúntica más o menos específica. Se pueden hacer estadísticas de prácticamente cualquier cosa, incluso sobre temas palmariamente geográficos, como el clima. Claro, la clasificación estadística – geografía no es gratuita, responde a una larga tradición e incluso a ordenamientos legales. Otra manera de parcelar la temática en torno a la cual versa la información de interés nacional que produce el INEGI señala tres grandes campos: territorio, población y economía. Ciertamente conlleva ventajas, pero deja fuera importantes gajos temáticos, por ejemplo, buena parte de la información que se produce por medio de los llamados censos de gobierno. Quizá resulte más comprensible la siguiente clasificación: la información de interés nacional se refiere a tres grandes ámbitos del actuar de la gente, el sociodemográfico, el socioeconómico y el sociopolítico, así como a la dimensión espacial de dicho quehacer. Por supuesto, como cualquier clasificación de la realidad, esta también, es una abstracción que se impone a la misma, toda vez que son indisolubles las correlaciones que se establecen entre los fenómenos que en un momento dado pueden ser marcados con esta o aquella otra etiqueta. De entrada, toda la información para tener sentido obligadamente debe estar referenciada no sólo temporal sino que también espacialmente. Lo anterior, hoy por hoy se aprecia de manera patente en los sistemas de información geográfica, como por ejemplo la plataforma Mapa Digital de México, aplicación que permite analizar tanto la distribución y el comportamiento de la información estadística que da cuenta de las actividades humanas, como de los elementos naturales y culturales que conforman su entorno: todo correlacionado con todo. Así, el tabulado y los mapas estáticos están pasando a la historia, para ser sustituidos por las bases de datos dinámicas y soluciones geomáticas, herramientas que posibilitan que cualquier usuario pueda también ser productor de información nueva.

 

Las vertiginosas transformaciones que durante los últimos treinta años se han dado en la manera de producir información obedecen en buena medida a que, como nunca antes en la historia, la tecnología se ha enfocado precisamente al manejo de datos. Además, verdad de Perogrullo, el mundo mismo ha mutado. Se estima que el 31 de octubre de 2013 el género humano alcanzó la cifra de siete mil millones de habitantes, esto es, 2.7 mil millones más que en 1983. A lo largo de 2013, se habrán publicado 2.4 millones de nuevos títulos de libros, lo cual significa que si usted, hipotético lector, quisiera ponerse al corriente, además de haber leído todo lo escrito y publicado en forma de libro previamente, debería haber leído 6,575 libros en promedio al día durante todo este año. Y si estos números resultan descomunales, qué decir de la información que a cada instante, sin tregua, se está generando y divulgando no a través de átomos impresos, sino de bytes: el primer sitio web fue puesto en línea en 1991, y el domingo 15 de diciembre de 2013 eran ya cerca de 810 millones, de tal suerte que en 2014 serán más de un millardo. Si en 1995 apenas podían navegar por Internet 44.8 millones de usuarios, en 2000 la cifra aumentó a 413.4 millones, en 2005 a 1,027 millones y en 2010 a 2,045 millones; es decir, en 15 años la participación relativa pasó de poco menos del uno de cada cien de la población mundial a tres de cada diez. Hoy la cantidad de internautas supera los 2,865 millones: casi el 40% de los seres humanos tenemos acceso a Internet —una cuarta parte de ellos vive en China—. Mientras la tasa de crecimiento anual de la población del planeta es de 1.16%, la tasa de crecimiento anual de internautas es de 9.4%. Obviamente, esto se refleja en números estratosféricos: actualmente, el tráfico en Internet es de 19.4 mil GB por segundo. Así, se estima que tan sólo durante el año que está a una quincena de terminar, junto con el nuevo álbum de MacCartney, New, la más reciente novela de Murakami y los más de 2.3 billones de videos puestos en línea en youtube, se han generado 40 exabytes —40 a la potencia 18— de información nueva, más de lo que la Humanidad en su conjunto ha producido a lo largo de los últimos cinco mil años. Según Wikipedia, la capacidad actual de almacenamiento digital global en Internet ronda el medio millar de exabytes. ¿El sueño de Alejandría, Faro y Biblioteca, hecho realidad?

 

 

IV

 

Al mes de abril pasado, en México existían 49.4 millones de usuarios de computadoras; de ellos la gran mayoría son internautas: 46 millones, es decir, poco más de nueve de cada diez. Para entonces, la población total del país ascendía a poco más de 118 millones de habitantes —echo mano de las proyecciones de CONAPO—, así que la participación relativa de usuarios de Internet en nuestro país es muy similar a la que reporta el mundo entero, casi 40%, sin embargo el ritmo de crecimiento fue apreciablemente mayor: a nivel internacional las huestes de navegantes de la red de redes creció a una tasa promedio anual de 9.4%, mientras que aquí ocurrió a 12.5%. Los datos anteriores los produjo el INEGI por medio de una encuesta en hogares, así que además habría que tomar en cuenta que algunas de las personas que no disponen de conexión en casa sí pueden navegar en otra parte, como en su trabajo, en la escuela o en cafés Internet, por no traer a cuento un fenómeno más reciente, el de la gente que se conecta únicamente a través de sus teléfonos celulares –conforme a una encuesta de Consulta Mitofsky, a principios de este año, el 37% de los usuarios de celulares en México lo emplea “para entrar a Internet”–. Pero en fin, el caso es que del total de hogares con disponibilidad de computadoras –más de un tercio del total–, poco más del 86% disponen de conexión; del resto, en más de seis de cada diez casos se declara que la falta de recursos económicos es la razón por la cual no se cuenta con acceso a Internet. 

 

No me parece exagerado afirmar que actualmente en México tener una computadora sin conexión es una aberración social. También conforme a los resultados del Módulo sobre Disponibilidad y Uso de de las Tecnologías de la Información en los Hogares 2013 del INEGI, dos terceras partes de los usuarios de Internet declaran que se conectan a la red “para obtener información”, así de amplio, pero también así de claro: la mayoría de la gente usa Internet para percibir el mundo. Los tipos de uso que siguen son “para comunicarse” y “para entretenimiento”, con 42% y 36%, respectivamente; mientras que “para apoyar la educación/capacitación”, el uso que podría pasar como el políticamente correcto, aparece hasta el cuarto sitio, con 35% –se trata de una pregunta con posibilidad de multirrespuesta, por lo cual no suma 100%–. Más allá de lo que la gente responde, todo indica que en la gran mayoría de los internautas en México se conectan para distraerse, no para concentrarse.

 

En octubre, con datos de Alexa el Instituto Internet de la Universidad de Oxford desarrolló un estudio sumamente significativo: mapeó al orbe de acuerdo a los sitios web más visitados en cada país, empleando una combinación de usuarios únicos por día y número de páginas vistas de cada sito. El resultado muestra que el mundo en línea se lo pelean tres imperios: Google, Facebook y Baidu; los dos primeros de origen norteamericano y el tercero chino. Dicho en corto, Google se impone en el primer mundo occidental –Europa, Norteamérica, Oceanía–, y en tres de las cinco economías BRICS, Sudáfrica, Brasil y la India. En contraste, Facebook es el sitio más visitado en el Medio Oriente, el norte africano y la mayor parte de Hispanoamérica, México incluido. Baidu tiene la supremacía en dos países, pero con China le basta para ubicarse en tercer lugar a nivel global. Vale recordar que tanto Google como Baidu son motores de búsqueda, es decir, por sí mismos no son destinos finales de un internauta, a diferencia de Facebook, la red social a la que muchas personas han reducido su experiencia on line. No es este el texto para hablar sobre lo que la gente hace y deshace en el Face, en cambio sí resulta pertinente echar una mirada a lo que los internautas buscan en la red de redes por medio de Google, el motor más empleado en nuestro país. 

 

En cuanto a sitios, la serpiente se muerde la cola: Facebook es el puerto más buscado por los navegantes de Google.

 

Las tendencias de lo más buscado en México por medio de Google no deja lugar a dudas: nueve de los diez primeros lugares corresponden a asuntos que debemos referir al universo del llamado Infotainment. A lo largo del año que se agota, durante el cual se impulsaron y concretaron reformas estructurales al modelo de país, los mexicanos y mexicanas emplearon Internet mayoritariamente para relacionarse entre sí a través de Facebook, y enseguida para buscar juegos (destacan Juegos de firv). En segundo sitio aparece la única búsqueda de utilidad práctica, CURP, con entradas relacionadas a la obtención de la Clave Única del Registro de Población, lo cual seguramente es para muchos un requisito obligado. Lugo, la profusión de distracciones: Imágenes –¿de qué? De amor, y luego, claro, De facebook y Para facebook–. Del cuarto al décimo lugar la situación se descara: Videos de risa, Música, Plants vs zombies, Horóscopos, Frases de amor, Películas y One Direction. En cuanto a preguntas concretas, el respetable usó Google mayoritariamente para averiguar qué significa LOL y YOLO –acrónimos de uso generalizado, en Twitter y, obvio, en Facebook–; en cuanto a procedimientos, en Internet la raza cósmica buscó, sobre todo, saber Cómo besar y Cómo hacer trenzas. 

 

La sociedad se distrae…