Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 24 de octubre de 2014

Estado atroz

Una atrocidad, una atrocidad en todas sus acepciones: crueldad, disparate, barbaridad, insulto, calamidad. Seis seres humanos asesinados, uno de ellos con el rostro desollado; decenas de heridos, una cacería de estudiantes que duró horas y de la que resultaron 43 jóvenes desaparecidos, todo perpetrado por policías municipales de Iguala, Guerrero. Una atrocidad, y la atrocidad es apenas la punta de un iceberg, un témpano inmenso sobre el cual todos estamos parados. En la búsqueda de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa secuestrados por la policía desde el 26 de septiembre se han ido develando algunos rastros del inmenso iceberg: el 6 de octubre la PGR informó que se habían localizado nueve fosas clandestinas en los alrededores de Iguala, en cinco de las cuales fueron exhumados 28 cadáveres, cuerpos de gente que fue calcinada. Días después el procurador de la República notificó que ninguno de aquellos restos correspondía a los normalistas. Siguen pues faltando 43 muchachos, 43 semejantes que tienen nombre y apellido, y siguen haciendo falta vivos; desde el lunes, también sabemos que a 28 personas más hay que rescatarlos del anonimato, devolverles, aunque estén muertos, el nombre y completar su historia. El martes pasado, en la Barranca del Tigrillo, también cerca de Iguala, se hallaron cuatro tumbas clandestinas. Un día después, comunitarios de la Costa Chica localizaron seis fosas más en otra barranca… “Aquí, la verdad, de todos estos cerros, hemos sacado como 300 cuerpos en los últimos dos años”, le contó un comandante de la Policía Ministerial de Guerrero al periodista Juan Pablo Becerra-Acosta (Milenio; 15 de octubre).

En todo el país, no sólo en el cerro de La Parota, la costrita civilizatoria es realmente muy delgada. El México profundo no es tan profundo, está a unas cuantas paladas. Al menos en dos ocasiones, Peña Nieto se ha referido a los acontecimientos ocurridos en Iguala el pasado 26 de septiembre como actos inhumanos y de barbarie. Por su parte, Roger Bartra, en el Prólogo que escribió para Mexicanidad y esquizofrenia de Agustín Basave (Planeta, 2010), apunta: “La gran tragedia política de México a comienzos del siglo XXI radica en la profunda inmersión de la sociedad en la cultura del nacionalismo revolucionario instituida a lo largo del siglo pasado”. Sin embargo, sigue Bartra, el asunto va mucho más allá de las instituciones políticas: “estamos enfrentados más a un problema de civilización que a un dilema institucional”.

Supongamos un acto de grandiosa ingenuidad o bien un acto obligado, digamos que por tu trabajo, cualquier situación, en fin, que haga que te halles transitando por la llamada Autopista del Sol. Saliste de la Ciudad de México y tu destino es Acapulco. Supongamos que manejas una camioneta, que eres un ciudadano de bien, que no le debes nada a nadie, que traes contigo toda la documentación que te identifica a ti y acredita que eres dueño del vehículo que conduces… Supongamos que avanzas tranquilamente, Morelos quedó atrás, el atardecer pinta de naranja el paisaje, y poco después de Quetzlapa te topas con un reten: un par de patrullas y algunos uniformados, todos portando armas largas…, uno de ellos te hace señas para que te detengas… Claro, lo racional es que te detengas. ¿Frenas? ¿Atiendes la instrucción de los policías?  “La consolidación de una irracionalidad anclada en la hipocresía y la corrupción —explica Roger Bartra— se consolidó a lo largo del siglo XX, bajo la sombra de los gobiernos autoritarios nacionalistas… En este lodazal, paradójicamente, lo más racional es comportarse irracionalmente y lo más eficiente es acudir a la corrupción”. ¿Aceleras o frenas? En una fracción de segundo evalúas: recuerdas que hace apenas unos días, algunos estudiantes del ITSM campus Chilpancingo no atendieron la orden de detenerse en un retén y los policías los balearon… El estado de Guerrero está plagado de fosas clandestinas con muertos sobre quienes no ha habido necesidad de explicar nada a nadie. ¿Frenas o aceleras? ¿El que nada debe nada teme? ¿Cómo actuar racionalmente en medio de la barbarie?

Según el gobierno —es un decir— del estado de Guerrero, los policías municipales de Iguala rafaguearon a los estudiantes normalistas porque así se los ordenó una entidad omnipresente en todo el territorio nacional, El Crimen Organizado, factótum de los males mexicanos que en este caso se expresó por medio de un tal El Chucky… En estricto sentido, dicha explicación de los hechos se encuentra en el mismo campo semántico que decir que se les metió el Diablo o que la masacre obedeció a que la esposa del presidente municipal montó en cólera porque los normalistas le arruinaron un evento o que el Narco —así, con mayúscula, como si fuera un personaje— los ejecutó… La irracionalidad cunde: nadie alcanza a explicar racionalmente lo sucedido. En 2010, Bartra advertía que “no hay mucho que nos permita confiar en que las élites políticas sufran un insólito ataque de racionalidad”, y la realidad ha confirmado su aserto.

Las fuerzas federales han detenido a 24 policías municipales, 10 de Iguala, 14 de Cocula, pero ninguno de los dos alcaldes está hoy preso, uno de ellos se esfumó frente a las narices de todos. El resto de los gobernantes encabezan la feria del reparto de las culpas. Conforme pasan los días, cada vez más personas piensan lo que nadie se había atrevido a decir en voz alta hasta apenas el viernes, cuando el padre Solalinde declaró que no hay esperanzas de que los 43 muchachos estén vivos. 

Mientras tanto, a nosotros ya nos andan buscando en Comala.

viernes, 17 de octubre de 2014

Iguala ahoga, Iguala iguala

“El terror es una memoria de futuro”, escribió E. M. Cioran (El ocaso del pensamiento, 1940). A la densa sombra de lo sucedido recientemente en nuestro país, y en concreto me refiero a los hechos acaecidos en Iguala, Guerrero, la sentencia del filósofo rumano cobra un espantoso sentido: aquí, después de aquella monstruosidad, cualquier cosa le puede pasar a cualquier persona. 


El 19 de septiembre, el director para las Américas de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, afirmó que de confirmarse —cosa que a la fecha ya ha hecho la PGR— que a finales de junio pasado en Tlatlaya, Estado de México, efectivos del ejército ejecutaron a un grupo de civiles, “nos encontraríamos frente a una de las más graves masacres ocurridas en México”. El día 26 del mismo mes, el secretario de Gobernación declaró que se sentía confiado de que el episodio de Tlatlaya fuera “sólo una acción aislada”. Ese mismo día, por la noche, un centenar de alumnos de la Escuela Normal de Ayotzinapa sería masacrado por policías municipales de Iguala; por ahora, el saldo asciende a seis muchachos asesinados y 43 desaparecidos. El lunes 29 escuché en la radio la declaración del alcalde de Iguala: “no supe nada de los actos de violencia, yo estaba bailando”. El declarante, todavía con fuero, hoy anda prófugo y una juez ya le concedió un amparo.
“La idiotez —dice Ciroan— es un terror que no puede reflexionar sobre sí mismo”.



Desde el fin de semana comenzó a circular información respecto a la relación del presidente Constitucional del Municipio de Iguala de la Independencia —hoy autodesaparecido—, el perredista —hoy expulsado del partido—, José Luis Abarca, y su esposa con una gavilla de narcos, al que refieren como los Guerreros Unidos. Ya a principios de semana resultaba más bien increíble que sabiéndolo tantos, habiendo tantos indicios, Abarca siguiera ahí tan campante. Al parejo todos, en eso sí muy coordinaditos, la clase política en tropel salió a la palestra a condenar la situación y lamentarse: ¡oprobio, el crimen organizado penetró a las sacrosantas instituciones públicas! ¿Será? ¿No será acaso que la clase política se está organizando criminalmente? 



El jueves pasado, en Irapuato, Guanajuato, durante la inauguración de un hospital materno infantil y de medicina familiar del IMSS, el presidente de la República declaró en relación a la atrocidad de Iguala: “se trata de un hecho verdaderamente inhumano”. Para entonces, ya habían sido descubiertas varias fosas clandestinas en los alrededores de Iguala, en los cuales se encontraron varios cadáveres calcinados. Es posible que a esa gente la haya quemado viva. 

Y Cioran se pregunta: “¿Acaso perdonará Dios al hombre por haber llevado tan lejos su humanidad? ¿Comprenderá Él que no ser ya hombre es el fenómeno central de la experiencia humana?”


La Fiscalía del estado de Guerrero ha informado que un individuo al que refiere nada más con un apodo, El Chuky —¿cuántos Chukys habrá en México?—, presunto jefe principal de Guerrero Unidos, fue quien dio la orden a los policías municipales de Iguala, Guerrero, de que aniquilaran a los estudiantes normalistas. 

“El mal es abandono; el bien, un cálculo inspirado”, Cioran dixit.



En el mismo discurso, el presidente Peña calificó la agresión a los jóvenes de Ayotzinapa como “un acto de barbarie, que no puede distinguir a México”.

En Desgarradura (1983), E. M. Cioran apunta: “Los bárbaros no conquistaron Roma sino un cadáver; su único mérito fue tener buen olfato”.



En su libro Breviario de podredumbre (1949), Cioran señala: “Las ideologías no fueron inventadas más que para dar un lustre al fondo de barbarie que se mantiene a través de los siglos, para cubrir las inclinaciones asesinas comunes a todos los hombres”.
Apenas el fin de semana pasado, un señor que se llama Carlos Navarrete fue electo presidente nacional del PRD. El lunes, en entrevista radiofónica (MVS), declaró: “Todos los partidos podemos estar sujetos de que nuestros gobiernos sean penetrados por el narcotráfico, o por la vía de dinero o por la vía de plomo”. No obstante, al día siguiente, en Iguala, en donde organizó una plenaria de su partido, tuvo que enmendar: “Asumimos nuestro error y ofrecemos al pueblo de Guerrero nuestras disculpas y pedimos su perdón”. Si Abarca no se enteró de nada porque estaba bailando, Navarrete, en nombre del PRD explicó: “Toda la historia de horror la acabamos de conocer recientemente”.



Dos días después de la expresión de compunción perredista, apareció colgado a la www un video-comunicado del grupo guerrillero Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), en el cual los alzados convocan “al interior de sus filas y al pueblo en general, a conformar una Brigada Popular de Ajusticiamiento…, para enfrentar en aspectos político-militares esta nueva afrenta del narcoestado mexicano y, particularmente, al cártel de sicarios del Estado, mal llamado Guerreros Unidos”. En pocas palabras, un llamado a la venganza.

“Hoy se mata en nombre de algo; nadie se atreve a hacerlo espontáneamente; de tal suerte que incluso los verdugos deben invocar motivos…”, explica Cioran, también en su Breviario de podredumbre.



Omar García, sobreviviente de la masacre de estudiantes de Ayotzinapa, narró a Telemundo parte de lo que vivió en Iguala la noche del 26 de septiembre. “Somos un caso más de gente desaparecida…, de esos llamados daños colaterales”, dijo al final de su testimonio. Lo escucho, veo su mirada y me siento ahogado.

“El hechizo de la tristeza se parece a las olas invisibles de las aguas muertas”, dice Cioran en El ocaso del pensamiento.

sábado, 11 de octubre de 2014

Broma insignificante

“Acostumbradas a enseñar piernas o escote, vamos a recortar de nuevo el largo de las camisetas hasta dejar el ombligo al descubierto”, dictamina doña Leticia García, autoridad en el mundo de la moda, en su artículo “Cinco décadas enseñando el ombligo” (El país). Ni duda, primavera-verano a primavera-verano, el crop top se ha impuesto: la panza al descubierto, la cicatriz primordial al aire. Refiero todo ello, seguramente una futilidad para muchos, porque ocurre que, después de catorce años de no publicar ficción y de mantenerse amurallado en la vida privada, reaparece Milan Kundera (Brno, 1929) y narra:
Alain pasaba lentamente por una calle de París. Observaba a las jovencitas que, todas ellas, enseñaban el ombligo entre el borde del pantalón de cintura baja y camiseta muy corta. Estaba arrobado; arrobado e incluso trastornado: como si el poder de seducción de las jovencitas ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus nalgas ni en sus pechos, sino en ese hoyito redondo situado en mitad del cuerpo.
Apuesto que el último de los Tibónidas de Granada, el italo-mexicano Gutierre de Tibón, hubiera encontrado fascinante el último libro —por ahora— del checo-galo Milan Kundera: La fiesta de la insignificancia, escrita originalmente, como sus tres novelas anteriores, en francés, publicada primero por Gallimard y luego ya en nuestro idioma por Tusquets, gracias a la traducción de Beatriz de Moura, editora y amiga del autor. Aquí en México, la nueva novela de Kundera comenzó a circular en librerías apenas en septiembre de 2014, y Gutierre de Tibón falleció en 1999, de tal suerte que el gran conocedor de temas umbilicales y toponímicos, doctor honoris causa por la UNAM, no pudo ya leer, al menos no con ojos terrenales, las reflexiones que el novelista centro-europeo entrevera en los diálogos de sus personajes:
… en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo. Bajo este signo, seremos todos soldados del sexo, con la mirada fija no sobre la mujer amada, sino sobre el mismo agujerito en medio del vientre que representa el único sentido, la única meta, el único porvenir de todo deseo erótico.
Hubiera resultado fabuloso que Gutierre de Tibón, con su El ombligo como centro cósmico (FCE, 1981) bajo el brazo se pudiera haber apersonado en los andadores del Jardín du Luxembourg para meter su cuchara y espetar: “El ombligo es el asiento del alma, el punto de mayor espiritualidad en la anatomía humana; el lugar de elección para encontrar la armonía cósmica”. Pero por ahora no pidamos milagros hipertextuales y dejemos en paz al dichoso ombligo, no vaya usted a quedarse con la idea de que la sorpresiva entrega de Kundera, un divertimento de menos de 150 páginas, se concentra en el multialudido foso anatómico. No, el octogenario tituló su obra con puntería: la insignificancia es efectivamente el meollo de la novela… y de la vida misma, si nos atenemos a las palabras de Ramón, otro de los personajes:
La insignificancia… es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no la queremos ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre.

Milan Kundera, el checo que escapó del totalitarismo soviético trepado en libros para ir a refugiarse en Francia, a estas alturas es ya una gloria viva de la literatura occidental —uno de los contadísimos escritores incluidos antes de morir en la colección La Pléiade de la editorial Gallimard—. Ahora que el también autor de La insoportable levedad del ser (1984) optó por interrumpir el silencio con una narración en la que festeja el carácter en última instancia nimio de todo, conviene recordar que su primera novela se titula, también con todo tino, La broma (1967). Desde entonces y hasta su más reciente libro, Kundera ha tramado historias en las que se propone una oposición posible al horror político, a la insignificancia existencial, a la fatalidad…, el sentido del humor:
Ésa fue de hecho nuestra estrategia, la de todos nosotros. Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida hacia delante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio.
En La fiesta de la insignificancia los lectores de Kundera, quienes como uno han ido ganando años y desencantos leyendo sus libros, reencontrarán la mirada inteligente y despiadada de uno de los grandes críticos de la Historia contemporánea. Su capacidad de ridiculizar alcanza para sublimar monstruos y revestir de ternura la crueldad de Stalin.
La palabra ternura no le pega demasiado a la reputación de Stalin, el Lucifer del siglo…, su vida estuvo repleta de conspiraciones, traiciones, guerras, encarcelamientos, asesinatos, masacres… Para vivir su vida tal como era, no podía sino anestesiar y luego olvidar del todo su facultad de apiadarse. Pero, ante Kalinin, en las pequeñas pausas lejos de las masacres…, todo cambiaba: se enfrentaba a un dolor totalmente distinto, un pequeño dolor, un dolor concreto, individual, comprensible. Miraba a su compañero que sufría y, con una suave extrañeza, sentía despertar en él un débil, modesto sentimiento…: el afecto por un hombre que sufre.
En fin, lea usted La fiesta de la insignificancia… La broma sería que ahora sí, después esta novelita en la que se permite apiadarse incluso de Stalin, le otorgaran a Kundera el Nobel.

sábado, 4 de octubre de 2014

El primer mexicano simbólico: Martín, el mestizo

El mestizo —el primer mestizo—
es un ser tan extraño como un centauro…
Fernando Benítez


Al fin nigromante, Ignacio Ramírez (1818-1879), alias el ídem, vaticinó un rasgo sustancial del futuro de México: en 1872, ante la Sociedad de Geografía y Estadística, predijo: “el hombre de los siglos venideros no podrá lisonjearse de la unidad de su procedencia; su sangre será al mismo tiempo africana, esquimal, caucásica y azteca”. Más allá de que hoy puede acreditarse que el inminente pensador, inmaculado liberal y apóstol de la Reforma —como lo llamó su tocayo Altamirano— tuvo razón, y que para allá vamos todos, a la mezcolanza plena, valga subrayar que en su momento el Nigromante enriqueció una tradición que sin duda es hoy pilar del nacionalismo mexicano, la mestizofilia, esto es, conforme a la definición de Agustín Basave, “la idea de que el fenómeno del mestizaje —la mezcla de razas y/o culturas— es un hecho deseable”. Ciertamente, uno de los pocos atributos incuestionables del nacionalismo mexicano es su apuesta por el carácter híbrido de nuestra identidad nacional: no somos originarios ni de allá ni de aquí, ni españoles ni tampoco indígenas. 

Los primeros mestizos mesoamericanos seguramente nacieron en la península de Yucatán. Y de allá hasta el altiplano central, los expedicionarios encabezados por Cortés fueron dejando una estela de indígenas en cinta en su marcha hacia Tenochtitlán, en las playas veracruzanas, muy probablemente en Cempoala, quizá en Cholula y con toda certeza en Tlaxcala… Y luego de la derrota de los aztecas, muchos españoles se amancebaron o incluso se casaron con mujeres de la nobleza mexica, texcocana y tlatelolca. No obstante, el hijo que procrearon doña Marina y Hernán Cortés, Martín, es sin duda el mestizo primigenio más famoso de México… ¿El primer mexicano simbólico? No es mi opinión, y no lo es porque Martín Cortés fue un mestizo totalmente atípico. Para empezar, fue un hombre que no se perdió en el anonimato. Pero hay más…

Fernando Benítez traza la estampa de los primeros hijos que procrearon los europeos y las americanas: “Con dolor viene al mundo el mestizo. Su madre es india siempre, su padre español. Este nuevo ser se crea al margen de la ley. Al principio se le engendra con violencia y sin alegría. Es fruto prohibido, vergonzante. Su padre, al menos en la primera mitad del siglo XVI, no lo reconoce. Su madre, desvalida, a la que tantos sufrimientos ha causado, trata de abandonarlo en las puertas de los conventos y de las iglesias, porque el mestizo era menos que un hijo natural y más que un remordimiento”. Nada que ver con la historia del primer Martín Cortés, el mestizo. Porque don Hernán no sólo se hizo cargo de la crianza de su primogénito, también dispuso importantes recursos para que el único que podía hacerlo, el Papa, remediara la bastardía del chamaco coyoacanense. Más: tres meses después de que Clemente VII dispensara la bula por medio de la cual se legitimó al hijo de la Malinche —abril de 1529—, el conquistador ordenó a sus personeros que se hicieran cargo de conseguir que su hijo mestizo fuera reconocido como Caballero de Santiago.

A principios del siglo pasado Manuel Romero de Terreros y Vinent publicó un pequeño libro a partir de sus investigaciones en el Archivo de las Órdenes Militares de España —Hernán Cortés, sus hijos y nietos. Caballeros de las órdenes militares (Librería de Pedro Robredo. México, 1919)—, en el cual relata cómo Cortés terminó por aceptarle a Carlos V una de las exiguas recompensas que le otorgó por la conquista de México-Tenochtitlán, la merced de hábito de Santiago. Aunque nunca se dignó a usarla ni en su escudo de armas ni en los retratos que se mandó hacer en tiempos venideros, efectivamente la solicitó y obtuvo en 1525, para lo cual tuvo que “probar la legitimidad, cristiandad y nobleza de su linaje”. Para ello, envió testigos ante el Consejo de las Órdenes que en su nombre contestaron preguntas sobre su edad y antecedentes familiares, “si era hijohidalgo, si tenía caballo y sí había participado en un reto”. La cuestión definitiva era, claro, si había o no en su ascendencia sangre judía o mora… El Consejo de Órdenes Militares aprobó todo, y se extendió el título de Caballero de la Orden de Santiago a Cortés. Cuatro años después, en julio de 1529, se presentaron en Toledo Juan de Buegos, Juan de Hinojosa, Diego de Ordaz y Alonso de Herrera para tramitar que el mismo título se hiciera extensivo a un morenito de unos siete años de edad. En su alegato, De Ordáz, el primer español que escaló el Popocatépetl en busca de azufre, declaró que el niño Martín era “hijo de don Hernando Cortés y de doña Marina, que es india de nación de indios, e natural de la provincia de Guasacualco, que es en la dicha Nueva España, a la cual este testigo conoce de nueve a diez años a esta parte, que yendo a descubrir tierra en la dicha Nueva España, la dieron al dicho Gobernador unas personas principales de la provincia del Río de Grisalva, e que dicha doña Marina… es habida e tenida por persona principal e buen casta e generación…” Después intervendría también Herrera para hablar de la “buena casta e generación de indios” de la Malinche, y al fin “despachósele merced de hábito a don Martín Cortés…, y tuvo siempre gran honor ser Caballero de Santiago”. Mestizo, efectivamente, pero hijo de padres de buenas naciones, india y extremeña.

miércoles, 1 de octubre de 2014

De mestizos a mestizos

Hace 500 años —el hecho ocurrió el día 14 de enero de 1514—, Fernando el Católico, Rey de Aragón y de Castilla, tuvo a bien expedir una cédula real con la cual no sólo autorizaba sino que a las claras promovía, allende el gran océano, el proceso, primero meramente sexual y luego cultural, al cual se debe la carga de identidad fundamental de la inmensa mayoría de los latinoamericanos, esto es, el mestizaje:
… si los naturales destos Reinos de Castilla que residen en la Isla Española se casaren con mujeres naturales desa isla, sería muy útil e provechoso al servicio de Dios y nuestro y conveniente a la población de la dicha isla, y yo, habida consideración a lo susodicho y al bien y provecho que dello redunda, por la presente doy licencia y facultad a cualesquier personas naturales destos dichos Reinos para que libremente se puedan casar con mujeres naturales desa dicha isla sin caer ni incurrir por ello en pena alguna.
La cédula iba destinada a don Diego Colón, hijo del insigne almirante genovés, y entonces mandamás del mentado territorio, La Española. Don Fernando también se dirigía a los “jueces de apelación…  y a otras cualesquiera personas a quien lo de suyo contenido toca y atañe en cualquier manera”. Firmaba, faltaba más, “por la gracia de Dios”. Expresado en corto, el monarca azuzaba a los ibéricos para que procedieran a multiplicarse en conyugales quehaceres con las féminas oriundas de las tierras recién descubiertas, y daba su soberano permiso respectivo. Resulta significativo que el rey únicamente se refiriera a los expedicionarios de La Española, porque para entonces, al mando de Diego de Velázquez, hacía ya al menos tres años que sus súbditos habían conquistado otra isla, Cuba, incluso de mayor tamaño. De cualquier forma, aquel año a las Antillas se reducía lo que en muy poco tiempo habría de expandirse a lo bestia hasta alcanzar proporciones entonces sí de Nuevo Mundo.

El año en que fue expidida la mencionada cédula, Hernán Cortés —quien había cruzado el Atlántico diez años antes y había participado en la ocupación de Cuba (1511)—, despachaba como alcalde de Santiago de Barracoa y engordaba su hacienda criando puercos… Se dice, y mal que bien se tiene documentado, que el conquistador de México, desde muy mozo, fue mujeriego, parrandero y jugador. No se conserva registro alguno de que en Cuba se haya amancebado con alguna nativa, pero en cambio sí se sabe que justo en 1514 contrajo primeras nupcias y engendró a su primer descendiente…, aunque no con las mismas señoras. Leonora Pizarro fue la madre de la primogénita del extremeño, y aunque Bernal Díaz del Castillo se refiere a ella como “una india de Cuba”, José Luis Martínez tiene sobrada razón al afirmar que “lo de india como aborigen resulta improbable” (Hernán Cortés; FCE/UNAM, 1990). En cuanto a la primera esposa, Catalina Xuárez o Suárez o Juárez, había llegado a Cuba como moza de la que sería consorte de Diego de Velázquez, la pobre no tenía en qué caerse muerta y según su propio viudo, Cortés, “no era mujer industriosa” y en cambio sí “delicada y enferma”. Total que Cortés no atendió personalmente el acicate de su rey, ni antes de conquistar el imperio Colhúa-Mexica ni después, porque aunque es pública, célebre e histórica su alianza política y sexual con Malinali-Marina-Malinche, el capitán extremeño y su intérprete, consejera y amante jamás se casaron. Ello, bien se sabe, no fue impedimento para que juntos trajeran al mundo a un hijo.


El primer Martín Cortés, el mestizo, debió de nacer muy cerca de México-Tenochtitlán, en el señorío de Coyoacán, a mediados de 1522. El primogénito varón de don Hernán, fue bautizado con el nombre de su abuelo español. Desde su nacimiento, el capitán Malinche decidió hacerse cargo de su educación, así que el pequeño Martín fue formado no como mestizo sino como un español nacido en las Indias. Su madre, doña Marina, ella sí, habría de sumarse al llamado real a favor de los matrimonios entre peninsulares y mujeres naturales del Nuevo Mundo, dado que dos años más tarde, por órdenes del propio conquistador, contraería matrimonio con el soldado Juan Jaramillo.

A mediados de abril de 1528, Cortés volvió a hacerse a la mar para, como hijo triunfante y pródigo, regresar a España. Ya en Europa, una de las providencias que tomó fue mandar a un representante a entrevistarse en Roma con el papa Clemente VII; el intermediario fue Juan de Rada y, entre otros argumentos, el enviado del conquistador de México se presentó ante el representante de dios en la Tierra llevando joyas, regalos y varios indígenas. ¿Qué obtuvo? Entre otras cosas, las bulas pontificias por medio de las cuales se otorgaba la legitimidad cristiana a tres de sus bastardos: Catalina Pizarro, Martín Cortés y Luis Altamirano —este último, hijo de Antonia o Elvira Hermosillo, una española, había nacido en 1525—. Cortés consiguió pues legitimar a sus primogénitos, una criolla y otro mestizo, y a su segundo vástago varón, también criollo, nacidos todos fuera del sacramento matrimonial. Pero dejó fuera del trámite a dos hijas mestizas, Leonor y María, la primera, consecuencia viva del amancebamiento que tuvo que con la hija preferida del emperador Moctezuma Xocoyotzin, Tecuichpo o Ichcaxóchitl, y la segunda “de quien sólo se sabe que fue hija de una princesa azteca”, seguramente también relacionada con el tlatoani. Desde el comienzo, pues, hubo de mestizos a mestizos.