Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 30 de marzo de 2019

Divagante contra reloj

Sterne produce en el lector adecuado
una sensación de incertidumbre,
parecida a estar de pie, andando y acostado al mismo tiempo:
una sensación muy cercana a estar flotando.
Nietzsche

La morte sta nascosta negli orologi.
Belli


Nietzsche fue un hombre despiadado. Una vez, por ejemplo, lapidó un libro: “Este libro me parece un libro para olvidar, lo encuentro mal escrito, pesado, irritante, erizado de imágenes falsas, construidas a la fuerza e incoherentes; sentimental, endulzado aquí y allá hasta la afeminación, poco equilibrado, desprovisto de esfuerzo hacia la pura lógica”. Criticaba así El origen de la tragedia, de 1872, ¡escrito por él mismo! Siete años después, Friedrich daba a conocer —como uno de los dos suplementos de su ensayo Humano, demasiado humano— un pequeño texto titulado “El escritor más libre”, y en él se descosía, pero ahora en sentido contrario: “¡Cómo, en un libro dedicado a los espíritus libres, podría dejar de mencionar a Laurence Sterne, a quien Gothe honró considerándolo el espíritu más liberado de su siglo! Conformémonos aquí llamándolo el espíritu más liberado de todos los tiempos, frente a quien todos los demás lucen rígidos, cuadrados, intolerantes y directos hasta la grosería”.
  
Seguramente has leído a Friedrich Nietzsche (1844-1900), quizá también a Goethe (1749-1832), pero qué me dices del escritor a quien el filósofo alemán llamó “el espíritu más liberado de todos los tiempos”… Laurence Sterne nació por casualidad en Irlanda (1713), pero fue inglés de pies a cabeza: educado en Halifax y en el Jesus College de Cambridge, se ordenó como sacerdote de la iglesia anglicana (1738) y poco después se hizo cargo de una vicaria rural, cerca de la ciudad de York. Aunque comenzó a escribir ya bien entrado en la madurez, su enorme fama literaria, que estalló súbitamente en Londres, alcanzó Europa antes de que la tuberculosis lo matara cuando solamente tenía 54 años de edad. En efecto, Sterne no escribe su primer opúsculo —A Political Romance, or The History of a Good Warm Watch-Coat— sino hasta 1759; al año siguiente, cuando se publicaron los dos primeros volúmenes de The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman, Laurence Sterne cargaba ya 46 años a cuestas. Seguiría una larga interrupción a causa de los fuertes problemas de salud que padecía, de tal suerte que hasta 1767 publica el último volumen de Tristram Shandy, y en febrero del año siguiente su obra más influyente: A Sentimental Journey Through France and Italy… Un mes después fallece —hay dos excelentes biografías: la de Arthur H. Cash, en dos tomos, The Early and Middle Years (1975) y The Later Years (1986), y la de Ian Campbell Ross, Laurence Sterne: A Life (2001)—.
     
La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy es un novelón de un vanguardismo precoz, una novela adelantada unos tres siglos. Inmediatamente después del título, Sterne plantó un epígrafe clave —y lo insertó en griego—: “No son las cosas mismas, sino las opiniones sobre las cosas las que perturban a los hombres” —palabras del estoico heleno Epicteto de Hierápolis (55-135)—. Dada la advertencia, no habrá engaño: desde el primer capítulo, Sterne se refocila a pluma suelta en la digresión: concluirá alborozado los dos primeros volúmenes y el narrador, el susodicho caballero, Tristram Shandy, ¡todavía no habrá alcanzado a nacer! “Sus digresiones son —afirma Nietzsche— también continuaciones de la historia; sus aforismos son, simultáneamente, la expresión de una actitud irónica hacia toda prescripción; su antipatía por la seriedad es indisoluble a su incapacidad de tratar cualquier cosa de manera superficial”.
           
En una de sus Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino (1923-1985) —quien nació por casualidad en Cuba pero fue italiano dalla testa ai piedi—, va más allá: “El gran invento de Laurence Sterne fue la novela hecha enteramente de digresiones… La divagación o digresión es una estrategia para aplazar la conclusión, una multiplicación del tiempo en el interior de la obra, una fuga perpetua; ¿fuga de qué?” Calvino se contesta: de la muerte, y hace suya la explicación de Carlo Levi: “El reloj es el primer símbolo de Shandy, bajo su influjo es engendrado y comienzan sus desgracias, que son una sola cosa con ese signo del tiempo…” Ciertamente, el íncipit de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy no deja lugar a dudas: la historia comienza en la faena de procreación del hombre que relata la novela en primera persona: “Ojalá mi padre o mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido más conscientes, mientras los dos se afanaban por igual en el cumplimiento de sus obligaciones, de lo que se traían entre manos cuando me engendraron…” Para que algunos párrafos más adelante nos enteremos del interruptus acaecido:
         
“— Perdona, querido, dijo mi madre, ¿no te has olvidado de darle cuerda al reloj?
           
“—¡Por D…!, –gritó mi padre lanzando una exclamación, pero cuidándose al mismo tiempo de moderar la voz— ¿Hubo alguna vez, desde la creación del mundo, mujer que interrumpiera a un hombre con una pregunta tan idiota?”
           
Así que Levi acierta: “La muerte está escondida en los relojes, como decía Belli, y la infelicidad de la vida individual, de ese fragmento, de esa cosa escindida y disgregada y desprovista de totalidad: la muerte, que es el tiempo, el tiempo de la individuación, de la separación, el abstracto tiempo que rueda hacia su fin. Tristram Shandy no quiere nacer porque no quiere morir”.
          
Pero me estoy desviando…

lunes, 25 de marzo de 2019

Oso cínico

The bare necessities of life will come to you
They'll come to you!
Terry Gilkyson, The bare necessities.


Luciendo una huallca negra, guapísima, salerosa, Barbra Streisand entregó el Academy Award for Best Original Song correspondiente a 1968. Aunque ni escribió la letra ni compuso la música, la estatuilla la recibió Sammy Davis Jr., quien acudió en nombre de su amigo, Leslie Bricusse. Talk to the Animals, el tema galardonado, forma parte del musical de feliz olvido Doctor Dolittle, una comedia plagada de bestias. Entre las nominadas al Óscar para la mejor canción se quedaron una de Quincy Jones, otra de Burt Bacharach, y una obra maestra de Terry Gilkyson incluida en el decimonoveno largometraje animado de Walt Disney, El libro de la selva.
           
La de los estudios Disney fue la segunda versión cinematográfica de The Jungle Book, el conjunto de relatos publicados por Kipling en 1894 —la primera, la de los hermanos Korda, data de 1942—. En la cinta animada, la voz del virtuoso Baloo, un oso bezudo de la India (Melursus ursinus), corrió a cargo del jazzista Phil Harris; a él le tocó interpretar la canción de Terry Gilkyson: The bare necessities… ¡Titulazo, claro!, porque aquí hay que traducir bare como básicas, es decir, Las necesidades básicas o mínimas, pero bare se escucha igual que bear, es decir oso: Las necesidades del oso:
Look for the bare necessities
The simple bare necessities
Forget about your worries and your strife
I mean the bare necessities
Old Mother Nature's recipes
That brings the bare necessities of life…
Además de la interpretación de Phil Harris, que es bastante buena, tiempo después Tony Bennett grabaría la suya; sin embargo, la mejor de todas, de lejos, es la de Louis Armstrong. Bueno, en inglés… Desconozco quién tradujo The bare necessities para la película doblada al español, pero quien lo haya hecho lo hizo muy bien. Cuando le tocó personificar a Baloo, Tin Tan aconsejó al pequeño Mowgli: “Mira, fíjate bien, amiguito… Todo lo que tienes que hacer es…”:
Busca lo más vital, no más,
lo que es necesidad, no más,
y olvídate de la preocupación.
Tan sólo lo muy esencial
para vivir sin batallar
y la naturaleza te lo da.
La postura de Baloo suele vincularse con la de Timón y Pumbaa —Hakuna Matata—; de acuerdo, pero miremos mejor hacia atrás, más de veinte siglos atrás, porque The bare necessities es un himno a la filosofía cínica.
Lo más vital en esta vida
lo tendrás.
¿Yo lo tendré?
Te llegará.
En su ensayo sobre la historia del cinismo, El libro sobre el tema (A History of Cynicism. From Diogenes to the 6th Century A.D. Methuen. London, 1937), Donald R. Dudley explica que desde hace mucho ha habido quienes piensan que el cinismo, más que una filosofía, es una postura ante la vida. Por ejemplo, cuenta que el emperador romano Flavio Claudio Juliano, El Apóstata (331-363 d. C.), pensaba que el cinismo “se ha practicado durante todas las épocas…, y no requiere ningún estudio especial”. Por su parte, el autor sostiene que la filosofía cínica comenzó en un momento histórico específico, en el siglo IV a. C., con Diógenes de Sinope: “el cinismo es la expresión griega más característica de la crítica al mundo como feria de vanidades, la reacción lógica a sus valores, y del deseo de retorno a una vida basada en demandas mínimas”. Si bien perduró a lo largo de toda la Antigüedad, “es un fenómeno que puede encontrarse en diferentes etapas de la civilización occidental; las causas que lo han impulsado en distintos períodos han sido la injusticia política y económica, el entusiasmo religioso, o la reacción al sobre-desarrollo de la civilización urbana”.
Busca lo más vital, no más,
lo que has de precisar, no más.
Nunca del trabajo hay que abusar.
Si buscas lo más esencial
sin nada más ambicionar
mamá naturaleza te lo da.       
Baloo no es flojo, más bien se ejercita en la contención; actúa y predica como lo hace porque juzga que más allá de lo esencial todo es vanidad. ¿Vanidad? Vanitas, en el sentido de ilusorio y falso, de vano, vacuo, vacío. “Vanidad de vanidades, dijo el predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eclesiastés 1:2). Donald R. Dudley señala que quien haya escrito estos versículos “fue, como los cínicos, un producto de la era helenística, un tiempo en el cual los viejos estándares fueron desechados, y el individuo fue puesto a merced de fuerzas caprichosas e indomables”. Diógenes y los cínicos que le siguieron “son representantes de un estándar de vida que a nosotros nos resulta desconocido: el estándar del mínimo”. Vivir sólo con lo necesario, con lo básico, y no por carencias, sino por decisión, para no arriesgar la autonomía puesto que todo es tornadizo, mutable.
Y el tiempo no pierdas nunca en buscar
cosas que quieras que jamás encontrarás.
Pues ya verás que no te hace falta
y aún sin él tú sigues viviendo…        
El exilio, la esclavitud, la pérdida de la hacienda y del hogar era frecuentes temas de las diatribas cínicas, puesto que eran terrores atizados por posibilidades reales. Durante la Antigüedad, sobre todo antes de la pax romana, se vivían impensables niveles de inseguridad. “La esclavitud resulta tan remota que nos es difícil de comprender el terror cotidiano que podían sufrir los griegos durante aquel período. Sólo hay que considerar cuán poderosos eran los piratas en el Mediterráneo hasta su represión por parte de Pompeyo, para entender que cualquier navegante corría un alto riesgo de ser capturado y vendido como esclavo… En el mundo heleno el exilio existía no sólo como una forma común de castigo, sino también como uno de los riesgos con que normalmente debía vivir los políticos. Durante este período, varias ciudades fueron completamente destruidas, como Tebas por Alejandro, Lébedo y Colofón, por Lisímaco…, y Corinto por los romanos”. Así que si estás vivo, necesariamente tienes al menos lo más vital…, no tengas nada más, recomienda Baloo, y nada entonces podrán quitarte.

sábado, 16 de marzo de 2019

Virtudes cínicas


No pienso que los hombres, amigos, tengan
la riqueza o la pobreza en sus casas, sino en sus almas.
Antístenes (Jenofonte, El banquete)







La escuela de los cínicos apareció en Grecia en el siglo IV a. C. Antístenes (444 – 365 a. C.), alumno de Sócrates (470 - 399 a. C.), la fundó en Atenas, y su discípulo Diógenes de Sinope, el Perro (412 – 323 a. C.), fue su máximo representante. “Diógenes… es ante todo un filósofo práctico, que en sus actos ejemplifica la teoría de la escuela, llevando al paroxismo las máximas que Antístenes ya había proclamado en sus escritos, pero sin realizarlas del todo. En Diógenes éstas cobran un perfil tajante; a la indiferencia frente a lo que no afecta a la virtud corresponde la adiaphoria cínica, de la que se sigue la anaideia y la parrasia…” (Carlos García Gual, La secta del perro. Alianza, 2014). Tales son las tres virtudes de los cínicos.




1) La descarada


Anaideia no es una diosa, es un espíritu, un demonio (daimona), un ser que “interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses” (Platón, El banquete). Es la insolencia, la desvergüenza, la impudencia… Pero no hay que suponer que se trata de una inconsciente, una desbocada; no, Anaideia sabe muy bien lo que hace: es una provocadora, una incitadora. Consecuentemente, es compañera de la violenta Hibris, la desmesura, la arrogancia, la altanería… Enemiga de Eleos, la misericordia, hay quienes dicen que Anaideia es también la impiedad, la crueldad. Se le suele presentar como hija de Nix, la noche, en cuyo caso sería nieta de Caos. Otros afirman que en realidad su madre fue la terrible Eris, la discordia, quien, según Hesíodo (Teogonía), también habría parido a las Anfilogías, las Ambigüedades, y a los Pseudologos, las Mentiras.


2) La indiferente

Además está la Adiaforía, es decir, la indiferencia, tanto a las vicisitudes de la vida como a las cosas que la mayoría de la gente considera los mayores bienes, incluidos “la mayoría de los supuestos beneficios de la civilización, que pueden desaparecer en cualquier turbulencia”. Los cínicos son ascetas; no es que renuncien a los placeres porque pretendan la penuria o el sacrificio por sí mismos, lo hacen porque no están dispuestos a  arriesgar su autonomía. “Diógenes es un asceta como Heracles es un atleta, entrenándose para resistir las amenazas y tentaciones contra la libertad
 (La secta del perro).


3) La deslenguada

La franqueza absoluta o parresía: decirlo todo. Nada de andarse por las ramas con ironías socráticas. Soltar la sopa a bocajarro, tirar verdades a mansalva, sin miramientos.


¿Y la respetuosa?

El actuar realmente cínico está reservado para muy pocos. Una sociedad no podría formarse con gente como Diógenes.

Anaideia es a Aidos lo que blanco es a negro, lo que vicio a virtud —el vocablo anaideia se forma por el prefijo negativo a, y aidos—. En principio, Aidos es el espíritu de la modestia, del pudor y la humildad… En la versión que Protágoras de Abdera (c. 485 – 411 a. C.) cuenta a Sócrates del mito de Prometeo, dos son los dones con que Zeus compensó a los seres humanos para que pudieran convivir entre sí y sobrevivir como especie: aidos y dike. Enseguida, compendio lo sucedido…

Después de crear con fuego y tierra a todas “las razas mortales”, los dioses encomendaron a Prometeo y Epimeteo, hijos del titán Jápeto, que repartieran competencias. Los hermanos acordaron que Epimeteo realizaría el trabajo y que luego Prometeo supervisaría los resultados. Así ocurrió, conforme a una inteligente estrategia: “A unos los armaba y, a los que les daba una naturaleza inerme, los proveía de alguna otra capacidad para su salvación… Y así, equilibrando… hacía su reparto. Planeaba con la precaución de que ninguna especie fuera aniquilada”. Epimeteo no sólo armó los ecosistemas balanceando las habilidades de las distintas bestias, también consideró las relaciones de los seres con su entorno. La labor parecía correcta, pero Epimeteo nos olvidó: “el hombre estaba desnudo y descalzo y sin coberturas ni armas”. Para solucionar el entuerto, y como no quedaba ya nada por repartir, Prometeo “roba a Hefesto y a Atenea su sabiduría profesional junto con el fuego…, y luego la ofrece como regalo al hombre”. Cuenta Protágoras que así dotado el hombre pudo vivir, desarrolló la religión y el lenguaje, “… e inventó sus casas, vestidos, calzados… y alimentos del campo”. Pero la gente andaba dispersa y resultaba fácil presa para las fieras: “Ya intentaban reunirse y ponerse a salvo con la fundación de ciudades. Pero cuando se reunían, se atacaban los unos a otros, al no poseer la ciencia política; de modo que de nuevo se dispersaban y perecían”. Fue entonces que, temiendo que “sucumbiera toda nuestra raza”, Zeus ordenó a Hermes a que le llevara a los humanos aidos y dike…, palabras que García Gual traduce del griego al español como “el sentido moral y la justicia”, y a pie de página se sustenta en Rodolfo Mondolfo (La comprensión del sujeto humano en la cultura antigua): “Me parece que sólo la expresión ‘sentimiento o conciencia moral’ puede traducir de manera adecuada el significado de la palabra aidos en Protágoras, que conserva sin duda el sentido originario de ‘pudor, respeto, vergüenza’, pero de una vergüenza que se experimenta no sólo ante los demás, sino también ante sí mismo…” (Platón, “Protágoras”; Platón I de Gredos).



sábado, 9 de marzo de 2019

Errar histórico


… error, errar: un andar errante, la historia.
José Gaos





Igual que Paco Ignacio Taibo II (1949), José Gaos y González-Pola (1900-1969) nació a orillas del Cantábrico, en la ciudad asturiana de Gijón. Igual que Paco, migró a México y se hizo nuestro connacional. Gaos fue discípulo de Ortega y Gasset (1883-1955), y a través del madrileño recibió la fuerte influencia de Heidegger (1889-1976). En 1940, la Casa de España en México —a partir de ese mismo año, el Colegio de México— publicó un trabajo imprescindible de don José: Antología filosófica: la filosofía griega —luego la editaría el FCE, institución ahora dirigida por Taibo—. Gaos armó la Antología filosófica partiendo de que es un error —y sigue siéndolo— reducir el estudio de la Filosofía a la Historia de la Filosofía. Frente a tal desacierto, el pensador asturiano-mexicano sostenía que “la lectura e inteligencia de los textos mismos de los filósofos es el único método que puede, no ya iniciar en el filosofar, ejercitar en él, adiestrar, formar en la filosofía, sino simplemente dar idea verdadera de ésta”.


El vicio del historicismo ha afectado no sólo a la Filosofía, sino que ha permeado a toda la cosmovisión occidental. “La filosofía contemporánea ha llegado a enseñar que la historicidad es esencia de la naturaleza humana, o mucho mejor, que el hombre no tiene naturaleza ni esencia, sino historia: que es historia…” Apostamos todos nuestras canicas epistemológicas al saber histórico. Por los mismos años que Gaos publicaba aquí la Antología…, en Londres se daba a conocer la primera edición de The Open Society and its Enemies (1945), ensayo en que, entre otras cosas, dicho en corto, Karl Popper (1902-1994) establece que el mito moderno del destino está fincado en el historicismo. “Se halla ampliamente difundida la creencia de que toda actitud verdaderamente científica o filosófica, como así también toda comprensión más profunda de la vida social…, debe basarse en la contemplación e interpretación de la historia humana”. El historicismo no se limita al saber académico, sino que abarca completamente “nuestra atmósfera espiritual”. El vienés subraya que detrás de cualquier concepción historicista se halla la idea del principio y del fin de la historia, un punto que, salvo extrañísimas ocasiones —v.g.: Alexandre Kojève y Fukuyama—, suele ubicarse en un futuro obligado pero remoto. “Pero el camino no sólo es largo sino también tortuoso, con vueltas hacia derecha e izquierda, adelante y atrás. En consecuencia, resulta posible acomodar convenientemente todo hecho histórico concebible dentro del esquema de la interpretación”. Desde dicha fe, todo cuanto ha ocurrido y sigue sucediendo solamente fortalece la certeza. Laurence Sterne (1713-1768) lo expresa magistralmente en su novela La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy: “Las teorías se caracterizan por el hecho de que, una vez concebidas, todo lo asimilan en provecho de su propia nutrición; y, desde el mismo instante en el que se las engendra, todo lo que uno ve, oye, lee o entiende no hace sino fortalecerlas cada vez más”.


Tanto Gaos como Popper, entre otros, consideran que Hegel (1770-1831) es el padre del historicismo moderno: “Hegel creó definitivamente la Historia filosófica de la filosofía… —dice Gaos— Hegel piensa que las filosofías han venido sucediéndose históricamente en un orden…, como manifestación singularmente relevante de las relaciones ideales entre los ingredientes de la Idea absoluta”. Popper establece que los movimientos historicistas —“la filosofía histórica del racismo o fascismo, por una parte (la derecha), y la filosofía histórica marxista por la otra (la izquierda)”— se originan en “la fuente común de la filosofía de Hegel”. ¿Y él, el propio Hegel, de dónde salió?


Afirmar —como Popper y Gaos— que los gérmenes de Hegel se remontan a Heráclito de Éfeso (540 – 480 a. C.) es tirar una piedra al mar queriéndole pegar al agua, sencillamente porque la Filosofía toda se originó en el siglo VI antes de nuestra era en las colonias griegas asentadas en la franja costera occidental de Anatolia. “He aquí que en torno al 600 a. C. y en Jonia aparece por primera vez en la vida de la Humanidad esta cosa enorme que poco después va a quedar designada para siempre con el nombre de filosofía”, explica Gaos.


La Filosofía no apareció sola: en aquel horizonte cultural Homero y Hesído —la epopeya y la explicación mitológica— estrenaron rivales: “La filosofía nace bajo el mismo signo de subjetividad que la lírica y la Historia, en el mismo mundo y edad, en la misma coyuntura política que ambas”. Un par de siglos después Platón (427 – 347 a. C.) decidirá expulsar de su República a los poetas, por mentirosos. Heráclito no se anda con por las ramas: “Homero merece ser expulsado del ágora y apaleado, lo mismo que Arquíloco”. Y al autor de la Teogonía no le va mejor: “Hesíodo es el maestro del vulgo”.


La Historia nace para imponer el movimiento secuencial y cancelar el tiempo cíclico. Heráclito deroga el mito del eterno retorno —“El sol es nuevo cada día”— y él mismo se inscribe en una historia al reconocer los precedentes a los que viene a relevar —“El saber muchas cosas no enseña a tener inteligencia; si no, se la hubiera enseñado a Hesíodo y a Pitágoras y también a Jenófanes y a Hecateo”—. El salto que pega Heráclito es enorme: “Con esta crítica de autores anteriores…, da ya expresión a dos rasgos característicos de la filosofía, esenciales a ella, desde estos sus orígenes, a lo largo de su historia: la conciencia histórica… y la relación crítico-polémica de las posteriores con las anteriores entre las filosofías que la integran en su historicidad”.

Y desde entonces, a errar por la historia…

sábado, 2 de marzo de 2019

Tres tiempos


… así como el hombre moderno se considera constituido por la Historia,
el hombre de las sociedades arcaicas se dice
resultado de un cierto número de eventos míticos.
Mircea Eliade, Mito y realidad.




Tiempo mítico


Cromado de optimismo, Occidente lucía orgulloso, fatuo: la locomotora de la innovación tecnológico acarreaba entusiasmo por doquier y cundía la ilusión del crecimiento económico perenne. El ombligo del mundo todavía estaba en Europa. Una guerra mundial resultaba inconcebible y a nadie le cabía en la cabeza que el ser humano pudiera llegar a ser capaz de auto aniquilarse. Faltaban diez años para la Revolución Rusa. 1907 y el buen estado de ánimo del siglo XIX persistía. El 9 de marzo de aquel año, en la capital de Rumania, nació Mircea Eliade. Incansable, 79 años de vida le alcanzarían para dominar cinco idiomas europeos y leer y traducir otros tres —hebreo, sánscrito y persa—. Además de algunas novelas, escribió cerca de cincuenta libros sobre historia y sociología de las religiones.


En The sacred and the profane (HBW, 1959), Mircea Eliade explica que “el hombre religioso de las sociedades primitivas es ante todo un hombre paralizado en el mito del eterno retorno”. Dada la escala del alcance de su percepción, habita en un mundo que cada año se renueva. Para usar la expresión hegeliana, en la Naturaleza nunca ocurre nada nuevo. Los rituales le permiten recrear periódicamente el mundo: la repetición del mito cosmogónico actualizaba el tiempo. “Un mito narra una historia sagrada; se refiere a un evento que tuvo lugar en el tiempo primordial, el tiempo legendario de los ‘orígenes’” —explica Eliade (Myth and Reality. Harper&Row, 1963)—. Todo mito relata una “creación”, cuenta cómo algo o todo comenzó a ser. “El mito se considera una historia sagrada y, por lo tanto, una ‘historia verdadera’, porque siempre trata acerca de realidades… El mito cosmogónico es ‘verdadero’; la existencia del mundo está ahí para probarlo”.




Tiempo histórico


Si marcamos el principio de la Historia en el III milenio a. C. —con la invención de la escritura en Sumeria—, y consideramos que el sapiens surgió hace 200 mil años, la humanidad ha escrito una pizca de historia. La prehistoria representa el 97.5% de nuestra existencia genérica.


Además, es más preciso entender como protohistoria el período que inicia con la invención de la escritura y los calendarios, y concluye alrededor del siglo VI antes de nuestra era, con el surgimiento del pensamiento histórico propiamente dicho. El poeta y cosmógrafo Jenófanes (c. 580-470) quizá fue el primero en rechazar como explicaciones de la realidad los corpus mitológicos de Homero y Hesíodo: él, junto con otros pensadores presocráticos, cimentó el edificio del logos occidental, en oposición al mythos. El profeta judío conocido como el segundo Isaías —vivió en Babilonia a mediados del siglo VI a. C.—, articuló un relato monoteísta y, si bien ya en la Epopeya de Gilgamesh se mezclaban elementos de la historia antigua de Mesopotamia con su mitología, él fue más allá: engarzó ciertos actos de su dios con acontecimientos históricos reales… Respecto a las religiones arcaicas y a las concepciones mito-filosóficas del eterno retorno, “
el judaísmo presenta una innovación de primera importancia: el tiempo tiene un comienzo y tendrá un final. El tiempo cíclico queda abolido. Yahvé ya no se manifiesta en el tiempo cósmico, sino en un tiempo histórico, que es irreversible”. Poco después, el cristianismo va más allá: “desde que Dios se encarnó, es decir, desde que asumió una existencia humana históricamente condicionada, la historia adquiere la posibilidad de ser santificada”. Eliade sostiene que el cristianismo es la religión del hombre encarrilado en el devenir histórico, “quien ha descubierto simultáneamente la libertad personal y el tiempo continuo en lugar del tiempo cíclico”. A partir de entonces la historia occidental tendría un antes y un después, un principio… y una idea de fin.




Tiempo moderno


La priorización del tiempo sobre el espacio ha sido una característica esencial de todas las teorías de la Modernidad. Una preocupación central de los teóricos sociales, desde la Ilustración y pasando por Vicco, Condercet, Saint-Simon, Comte y Spencer, hasta Hegel, Marx, Weber y Durkheim ha sido tratar de entender las relaciones socioeconómicas y sociopolíticas en términos de desarrollo, esto es, de avances que se van logrando y acumulando a través del tiempo. De acuerdo al sociólogo Mike Featherstone (Undoing Culture: Globalization, Postmodernism and Identity.
SAGE), el paso de las sociedades tradicionales a las modernas se observa como una progresiva maduración de determinados procesos —industrialización, urbanización, mercantilización, racionalización, burocratización y expansión de la división del trabajo, el avance del individualismo y el fortalecimiento del Estado—. El camino hacia la modernización va aparejado al fortalecimiento de la convicción de que se progresa en el marco de la Historia Universal, y que por tanto la historia de Occidente es la historia del mundo entero. “Incorporada a estas teorías se asumía más o menos de manera explícita que la historia tiene una lógica interna, o un ímpetu direccional, que era entendido como el progreso”. La idea de progreso implica una dirección única de la historia y una meta, por lo cual “sugiere la finitud de la historia, el eventual arribo o llegada a una sociedad ideal o buena sociedad”.


Mircea Eliade falleció en Estados Unidos, en la ciudad de Chicago, en abril de 1986. Tres años después, el politólogo norteamericano Francis Fukuyama publicaría un influyente artículo en el cual decretaría el fin de la historia.