Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

martes, 28 de octubre de 2008

¿Eres o te haces?

Antañón cuestionamiento, viejo como la especie misma: ¿cuál es la esencia del ser humano, cuál es nuestra naturaleza? ¿Existe alguna característica que nos  haga sustancialmente diferentes al resto de los animales? Para algunos estudiosos del tema, todas las respuestas con que a lo largo de la historia el hombre ha pretendido hacer frente a dicha pregunta pueden agruparse en cuatro categorías:

1. Teológicas o creacionistas. Los seres humanos compartimos un origen divino, es decir, fuimos creados por voluntad divina; incluso, para algunas religiones, a imagen y semejanza de Dios mismo.

2. Racionalistas. Una respuesta genérica que proviene del pensamiento griego clásico, y luego fue reforzada por el humanismo durante el Renacimiento: la razón ponderada como la cualidad distintiva del ser humano.

3. Biológicas o evolucionistas. El humano como un organismo específico producto de un proceso evolutivo. Para estas teorías, la razón sería una diferencia de grado, no de clase.

4. Psicoanalíticas. El hombre como resultado de fuerzas intra-psíquicas.

Conozco también al menos otras dos respuestas se cuecen en otra olla: la de Hegel (1770-1831) y la del novelista ruso Vasili Grossman (1905-1964). Para el filósofo alemán, la gran diferencia entre el hombre y el resto de los seres vivos es, precisamente, que el ser humano puede tener valores superiores a la vida misma: el héroe que muere por su patria, el despechado que se suicida por amor, el guarura que interpone su propio pecho entre la bala asesina y su custodiado…, en fin. Para Grossman (Vida y destino), el hombre es el eslabón más desarrollado de la evolución de la vida hacia la libertad. Por supuesto, ambos planteamientos son cercanos a la postura de Carlos Marx (1818-1883), para quien el ser genérico del hombre está precisamente en el trabajo transformador, siempre y cuando se realice de manera consciente y libre (Manuscritos económico-filosóficos de 1844).

A limestone cartouche by Attilio Piccirilli (1868-1945). Above main entrance, Rockefeller Center, New York City.

Ahora bien, independientemente de cuál sea la respuesta, si se parte de que efectivamente existe una naturaleza humana compartida por todos nosotros, es decir, de que, en esencia, Adolfo Hitler y la madre Teresa de Calcuta, Sócrates y Donad Trump, Michael Phelps y Paquita la del Barrio, tú y yo, somos especímenes de una misma especie, en esencia iguales, ¿cómo explicar tanta la diversidad? ¿A qué obedecen las diferencias? ¿Por qué dos hermanos que reciben la misma educación pueden ser tan distintos entre sí? ¿Cómo explicar las enormes diferencias civilizatorias entre dos pueblos coetáneos? ¿Será que efectivamente existe el destino y todo lo ocurrido y por ocurrir ya está escrito? ¿O quizás se deba a que en la carga genética de cada quien ya están predeterminados sus gustos, sus fobias y por tanto su comportamiento? ¿Genes o hegels?, como lo planteó Carlos Fuentes (Cristóbal Nonato, 1987). ¿Eres quien eres porque así naciste programado o porque así te formaron? ¿Es la especificidad genética de cada individuo o su entorno lo que determina su identidad? ¿Tu ser esencial es innato o adquirido? Nature or nurture?

Para contestar tales interrogantes, en el fondo una misma, hay quienes optan por alguno de los dos extremos. Por ejemplo, el empirismo –John Locke (1632-1704) y David Hume (1711-1776)– asume que el hombre, cada uno de nosotros, tiene que aprenderlo todo, esto es, la tesis de la tabula rasa según la cual un recién nacido llega al mundo en blanco. En general, el marxismo parte de que las diferencias caractereológicas entre los seres humanos y los grupos en los que se organiza se deben únicamente a las condicionantes históricas, esto es, al medio ambiente. En oposición, el innatismo de Platón (c. 427-347 a. C.), por ejemplo, asume que cuando llegamos al mundo ya han sido depositadas en nuestra mente las ideas y valores que guiarán nuestro destino; mientras que Kant (Crítica de la razón pura, 1781) argumenta que son innatas todas las categorías con las cuales conocemos el mundo. Pensadores como Noam Chomsky (1928) y Jerry Fodor (1935) consideran que más bien nacemos con determinados módulos cognitivos predeterminados por la carga genética que facilitan, o no, el aprendizaje de ciertas habilidades.

En fin, hay defensores de ambas posturas extremas; en todos los casos, en ambas puntas del cordel encontraremos el mismo nudo: teorías deterministas. Claro, y también quienes consideran que la dichosa interrogante no es más que una falacia… En una ocasión, a un insistente reportero que le preguntaba qué determina más la personalidad de un individuo, su naturaleza genética o el medio ambiente en el cual se forma, el psicoanalista canadiense Donald Hebb (1904-1985) respondió: ¿qué determina más el área de un rectángulo, su largo o su ancho?

Hace poco el doctor en zoología Matt Ridlley (1958), el mismo autor del bestseller global Genoma (1999), publicó un libro en el cual, a partir de los más recientes descubrimientos en torno a la estructura genética del ser humano, presenta una crónica sobre los avances científicos en la materia y especula en torno a lo que de ellos se puede concluir. En su edición original, el título de la obra explicita claramente el asunto sobre el cual Ridlley reflexiona: Nature via nurture: Genes, Experience & What Makes Us Human (2003). Y aunque suelo no escribir sobre libros que no he leído, en este caso voy a hacer una excepción; me justifico con una doble coartada: 1) pretendo suscribir una recomendación y, 2) las conclusiones del libro vienen a cuento de todo lo hasta aquí dicho. Me explico: una buena amiga me comentó hace unos días que estaba buscando este libro, que su lectura era obligada; no solamente se trata de una persona muy inteligente, además, es una profesional de la genética, es decir, es de las pocas personas que en este país vive de un negocio basado en la tecnología genética.

Luego de que en febrero de 2001 la comunidad científica pudo concluir que el genoma humano no contiene 100 mil genes, como se creía inicialmente, sino apenas 30 mil, se reanimó el debate respecto a lo que determina las diferencias entre tú y yo, entre Obama y los wasp cabezas rapadas de Tennessee que planeaban matarlo, entre Elba Esther Gordillo y Madonna… Porque, con sólo 30 mil genes, quizá el genoma no sea suficiente para explicar la individualidad de cada uno de los más de siete mil millones de seres humanos que hoy por hoy habitamos el planeta, sin contar a los que ya lo han hecho desde hace unos 40 mil años. Sorpresa: luego de sopesar los argumentos en pro y en contra, Matt Ridlley concluye algo que difícilmente no sería apoyado por Carlos Marx: los seres humanos somos el resultado de una interacción entre nuestra naturaleza genética y su medio ambiente, condicionado históricamente. Dice el científico inglés: “Cuanto más destapamos el genoma, más vulnerables a la experiencia resultan los genes”. ¡Qué cercano al planteamiento marxista de la praxis social! ¿Más claro? Va: “El genoma no es un plano para construir un cuerpo, es una receta para cocinar un cuerpo”.

Finalizo: cuando uno encuentra que luego de cientos de años de trabajo intelectual acumulado la filosofía y la ciencia se encuentran, resulta que la poesía ya estaba ahí esperándolas… Recordemos el aforismo de Eduardo Galeano, que, espero, luego de todo lo dicho, se engrandece en toda su fortaleza de abstracción y síntesis: “Al fin y al cabo somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.

lunes, 27 de octubre de 2008

Don Quijote y los desaforados gigantes posmodernos

Ilustración: Andrea D'aquino
Por supuesto, su descripción no podría haber aparecido en las páginas del alejandrino Physiologus (c. 150 d.C.), origen de la plétora de bestiarios medievales (bestiarum vocabulum); no previó su existencia ni Da Vinci ni Toulouse-Lautrec, tampoco Juan José, el excelso prosista de Zapotlán el Grande, ni Jorge Luis, el viejo tigre ciego de Buenos Aires. No he encontrado un solo bestiario del siglo XX que dé cuenta de su existencia…; será porque se trata del monstruo de la posmodernidad: bestia infame que lleva años atacando a la juventud otrora criticona y biempensante hasta conseguir su mutación.

Sensible censor, en su ponencia “Condición posmoderna y diálogo socrático”, el doctor Luis Ibarra (UAQ) caracteriza la condición posmoderna en las aulas de la universidad mexicana. El diagnóstico deja muy mal parados a los estudiantes de las instituciones de educación superior de esto que hoy nos queda de país. Y yo, quien desde donde hace ya algunos años me ha tocado participar en la docencia, veo más o menos las mismas monstruosidades que el autor señala:

• El tedio posmoderno. Efectivamente, vencer la horizontal día a día resulta cada vez más difícil para los jóvenes universitarios, y no sólo, sino que es claro que cada vez lo logran de forma menos definitiva; ¿para qué alzar de nuevo el vuelo? ¡Qué güeva!, proclama un suspiro generacional. Por supuesto, no se trata de la bendita pereza en la que uno puede encontrar placer, el reparador sabor del descanso, no, es más bien que la vida se convirtió en una lastimosa sala de espera, para que al final, cuando toque el turno, ello no será más que estirar la pata, colgar los tenis. El tedio desesperanzado: al final del camino nadie ni nada me espera, para qué andar…, qué güeva (sin siquiera ya signos de exclamación).

Ilustración: blackkites.

• El chimoltrúfico relativismo: la ausencia total de compromiso: “Como digo una cosa digo la otra”. Ninguna proposición merece la contundencia, y como navegar entre preguntas resulta muy cansado, mejor quedarse en el “igual sí, igual no”.

• El consumismo inmediatista.

• La incredulidad…, y no sólo respecto a los llamados “grandes relatos”, no sólo respecto a “la razón científica”, el descrédito es indiscriminado: creer, creer, lo que se dice creer, no le creen ya a nada ni a nadie, aunque les urge, ¡caray! Cuando ellos llegaron, el país, la Santa Revolución Mexicana, el nacionalismo charro, la Madre Patria e incluso la Panacea Democrática todo y todos sus héroes se habían ido ya al baúl de las anacronías: el pérfido Masiosare terminó por ganar la batalla; cuando ellos llegaron doña FamiliaCéluladelaSociedad ya estaba lo suficientemente acartonada como para quebrarse al primer estertor provocado por el último chiste de Pepito; cuando ellos llegaron la ética del trabajo según Pepe el Toro ya apestaba a Looser!; cuando llegaron, en fin, el campo de los valores ya producía poco…

• el desánimo (y la verdad, no me dan ganas de explicarlo).

De acuerdo con el doctor Ibarra… ¿Y qué puedo agregar? Poco, pero quizá sirva:

• El individualismo, que paradójicamente los corta a todos con la misma tijera: “yo soy quien soy, y no me parezco a nadie”, cantan perfectamente sincronizados, al unísono, perdiendo la mirada en el tedioso horizonte y sin darse cuenta de la patética igualdad: juego de espejos, reflejos ad libitum de un original perdido entre tanta copia…

• La sobredramatización y el exhibicionismo sentimental: vivir creyendo que se vive una tenelovela que sólo tiene razón de ser en función de los niveles de audiencia…, así que dramatizan, hacen osos y panchos, buscan la cámara, el quid y se tiran al piso; con pocos, muy pocos, recursos histriónicos, se exhiben: que todo el aula se entere si el novio la dejó o si la novia está embarazada, que todos sepan que sus papás se van a separar o ya de perdida que el despertador no funcionó en la mañana… Y al final del día, todos lo saben: el show resultó aburrido: un día más en que no alcancé la fama, qué güeva.

Ilustración: Bene Rohlmann. 

• Una carencia prácticamente total de conciencia histórica: dónde estoy parado, ¡sépa! He aquí, hoy, el final de la historia…, no sólo porque a ese puerto llegamos, sino también porque se nos olvidó cómo llegamos aquí. Sin pasado qué recordar, sin futuro al que aspirar, quedan atados a la cotidianidad, al tedioso ir y venir de todos los días.

Ilustración: Andrea D'aquino
• El síndrome de Peter Pan se volvió pandemia: los personajes de Walt Disney se aparcaron de por vida en los cuadernos, las chavas cargan toneladas de dulces en la bolsa, los chavos se disfrazan de Daniel el Travieso y a mitad de una disertación en el aula universitaria habrá que detenerse porque Paco le pegó un chicle en el pelo a Juanita.

Y claro, la mayor parte de lo dicho no se refiere únicamente a las huestes de universitarios que semestre a semestre se acercan al término de su preparación académica, sino que evidentemente es parte de las megatendecias que pintan medio oscuro este presente occidental que, parece, demuestra que la historia bien, para mal también, puede repetirse.

Por supuesto, las causas de esta situación son hartas y variopintas; este no es el sitio para abordarlas, no todas. Digamos nada más que en buena medida la postal bosquejada se inscribe en un gran retablo, entintado con los colores de una plaga y en el cual cada vez más se percibe, dolorosa, una ausencia. La plaga es doble: malestar e indiferencia. El sociólogo norteamericano Charles Wright Mills explica que cuando las personas no sienten estimación por ningún valor y además perciben amenazas contra esos valores que en realidad poco les importan, enfrentan la experiencia del malestar; si la estimación sigue siendo nula y además no se percibe riesgo de cambio a la escala de valores, entonces transitan por un estado de indiferencia, el cual, conforme afecta a todos los valores, se convierte en apatía (WRIGHT MILLS, C. La imaginación sociológica. México. FCE. 1981 –5ª reimpresión–. pp. 30-31.). En cuanto a la ausencia, ella se explica por el proceso de extinción que acertadamente advirtió hace ya algunos años Giovanni Sartori: el homo sapiens suplantado por el homo videns, en quien “el lenguaje conceptual es sustituido por el lenguaje perceptivo, que es infinitamente más pobre: más pobre no sólo en cuanto a palabras, sino sobre todo en cuanto a la riqueza de significado…” (SARTORI, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida. México. Taurus. 1998. p. 48.).

Ilustración: Andrea D'aquino
Y claro, la pérdida de la capacidad connotativa hiere de muerte al verbo, la principal herramienta que tenemos para hacernos de mundo… El hombre, a través de praxis social, confiere sentido al mundo; así, estrictamente hablando, la única realidad asequible para nosotros es justamente la realidad que construimos en tanto miembros de una comunidad, la realidad social: la praxis social da sentido a la realidad y en esa misma medida la construye. En este proceso dialéctico —el hombre, cada hombre, es creador de cultura y creación cultural—, el lenguaje no sólo significa o reproduce el mundo, también lo modela. El lenguaje es sistema de comunicación en cuanto sistema organizado de signos, que a su vez impone orden a la realidad. Así, todo lenguaje es una explicación metafórica del universo, y por ello humanización del mismo. Paz, como siempre, lo dice mejor:
“El hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro y lo separó del mundo natural. El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo.” (PAZ, Octavio. El arco y la lira. México. FCE. 1998 –12ª reimpresión–. p. 34.)
En el lenguaje se integran una serie de subsistemas; uno de ellos, caracterizado por una poética de intención estética, es la literatura; otro, anterior, primigenio sí pero no primitivo, es la mitología.

En tanto fenómeno del lenguaje, un mito es un relato que da cuenta de verdades simbólicas; su efectividad consiste en la fuerza que tenga para captar y transmitir determinadas relaciones constantes y decantarlas del desorden cotidiano. En ese sentido, los afanes del discurso mitológico pretenden resultados muy parecidos al discurso científico. El mito no es una forma de historia; es una suerte de narración, de origen siempre oscuro, que desde los albores de la humanidad nos han permitido colocar nuestras vidas como parte de un entramado de causas y efectos mucho más vasto que la biografía y la historia, que a su vez revele un patrón universal subyacente, y nos suministre el consuelo de que, pese a las deprimentes y caóticas evidencias de lo contrario, la vida tiene sentido. ¿Para qué estamos aquí, qué se espera de nosotros y que nos sucederá al morir? Las respuestas que una comunidad va dando intuitivamente a tales interrogantes durante su devenir histórico se hacen explícitas en su mitología, reconstrucción social del mundo edificada con un ingrediente también indispensable tanto en la ciencia como en el arte: la imaginación. Damos sentido al mundo otorgándole significado a nuestra propia vida, y para ello, los mitos, esas grandes abstracciones con las cuales el hombre ha modelado el cosmos y se ha dado guías de ruta para transitar y trascender este mundo, requieren aterrizar, regresar al mundo de lo tangible, en donde los cuerpos bailan y sudan, en donde el incienso huele, en donde fuego quema…: efectivamente, sin rito, no hay mito.

Y regreso a las aulas universitarias del México de los albores del siglo XXI, en las que se percibe no sólo la carencia de significados, sino también de ritualidad. Si bien la información abunda, los saberes difícilmente pueden ser apropiados por los estudiantes porque los datos saturan y por sí mismos no significan: sin marcos teóricos, sin grandes relatos confiables, queda la ilusión del saber práctico, y el know how inmediatista substituye el ideal universitario de la educación superior. Peor, el desencanto se anida también en la mirada de los académicos y entonces la cátedra pierde su acepción de púlpito, se desritualiza por completo, deja de asumirse como un acto para quedar reducida a un lugar:

— ¿A dónde vas?

— A clase de literatura.

— ¿Y eso para qué sirve?

Ilustración: Andrea D'aquino
Sirve entre otras cosas para remodelar nuestra idea de mundo. La relevancia del discurso literario en el proceso de construcción social de la realidad radica en que toma como materia prima, justamente, al lenguaje —per se modelo de mundo—, y lo recrea, lo reformula, potenciando así la riqueza semántica de nuestra realidad. Sin embargo, para ello es necesario que existan lectores, personajes escasos cada vez más, más precisamente conforme el homo videns va tomando el sitio del homo sapiens. Sartori es fatalista y escribe que el asunto ya no tiene remedio. Desgraciadamente, los números no permiten contradecir al pesador italiano: en 2001, aún antes del tsunami de smartphones, María Teresa Fernández Lomelín y Margarita Carvajal Ciprés realizaron una investigación en torno los niveles de alfabetización de los alumnos de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, para mesurar la debacle: el 33% de los alumnos de la UAA eran analfabetas funcionales. Y entre los otros, entre los que componen los dos tercios restantes —concentrados por cierto en niveles funcionales y básicos de alfabetización—; (v.: FERNÁNDEZ LOMELÍN, María Teresa y CARVAJAL CIPRÉS, Margarita. Niveles de alfabetización en Educación Superior. México. UAA. 2002. pp. 43-45.) ¿Cuántos podrán adentrarse a la experiencia de leer El Quijote? Lanzo la pregunta porque, me parece, la experiencia de leer literatura, particularmente novela, es de los pocos rescoldos que nos quedan para vivir la experiencia transformadora que permite el mito; explica Karen Armstrong:
“… la experiencia de leer una novela tiene ciertas cualidades que nos recuerdan la tradicional aprehensión de la mitología. Puede ser vista como una forma de meditación. Los lectores tienen que vivir con una novela durante días o incluso semanas. Los proyecta hacia otro mundo, paralelo pero apartado de sus vidas ordinarias. Ellos, los lectores, saben perfectamente bien que los dominios de la ficción no son ‘reales’ y sin embargo mientras están leyendo se vuelven irresistibles. Una novela poderosa se convierte en parte del background de nuestras vidas, incluso mucho tiempo después de que hayamos cerrado el libro. Es un ejercicio de capacidad de creer en algo, como el yoga o un festival religioso, rompe las barreras del espacio y el tiempo y expande nuestra empatía… Nos enseña a sentir compasión, la habilidad de sentir con los otros. Y como la mitología, una novela importante es transformadora. Si nosotros lo permitimos, puede cambiarnos para siempre… (ARMSTRONG, Karen. A short history of myth. New York, 2005. Canongate. pp 150 y ss.)
Recuerde usted que con la Modernidad la lectura solitaria y en silencio ha reemplazado a la lectura litúrgica. Observe además que hoy la obsesión de la lectura veloz genera lectores informados pero insensibles. Y voy a insistir en que sin ritualidad el mito es espurio. No encuentro mucho mérito en que de la ecuación anterior haya obtenido por resultado la decisión de apostar por la lectura durante clase, lo más ritualizadamente posible, de una novela. Lectura en voz alta, dramatizada en la mediad en que lo posibilitan las habilidades de los estudiantes. ¿Y por qué Don Quijote de la Mancha? Quizá porque el ingenioso hidalgo Quijada o Quesada o Quijana nos demuestra que en ocasiones el mundo anda tan disparatado que lo más cuerdo resulta perder el juicio.


Sesión a sesión durante un semestre, con un grupo de la licenciatura en Artes Escénicas que se impartía en la Universidad La Concordia, fuimos dando lectura a la novela más importante jamás escrita en nuestra lengua. Hablar de resultados resultaría excesivo; me limito a comentar con ustedes un par de relieves: el primero es obvio: ninguno había leído antes a Cervantes, así que resultó para ellos una sorpresa que un clásico pudiera provocar risas. El segundo es más sencillo de enunciar, pero harto complicado de explicar: al final, la gran mayoría de ellos cambiaron.

Desde su locura, pues, don Quijote tiene la fuerza suficiente para arremeter furioso contra los molinos posmodernos y seguir resignificando el universo:


— Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es quien os acomete.

domingo, 26 de octubre de 2008

La torre del caimán

Paréntesis dominguero (mañana regreso a la lista de algarabía..., espero). Acabo de leer un par de obras de teatro de Hugo Hiriart (1942), dramaturgo y filósofo mexicano de inteligencia pantagruélica: La torre del caimán y Rosette se pronuncia. Ambas obras pensadas inicialmente, según explica el propio Hiriart en el prólogo del libro, para ser montadas con títeres. De las dos piezas, me quedo con La torre en el caimán, escrita en verso; una historia divertida, fina y, oculta en el humor, de alcance mítico.

Además, la edición de almadía es excelente, como todos los libros que han publicado últimamente.

sábado, 25 de octubre de 2008

3. Frankenstein

En tercer lugar, la lista de algarabía ubica la obra de otra autora: Frankenstein o El Prometeo moderno (1818), de Mary Shelley (1797-1851). Por supuesto, se trata de una obra que, aunque muy poca gente ha leído, forma parte ya de la iconografía de la cultura occidental contemporánea. Si de etiquetar se trata, la obra más famosa de Mary Wollstonecraft Godwin (Shelley era el apellido de su esposo, Percy Byssehe Shelley) es romántica y gótica.

Dato curioso: me parece que de las 50 obras enlistadas por las editoras de algarabía, ésta es la que se debe a la pluma más joven; se sabe que Mary comenzó a escribirla a los 18 años y la concluyó antes de cumplir los 20.

viernes, 24 de octubre de 2008

2. Memorias de Adriano

Recuerdo perfectamente quién me recomendó leer esta novela: el sociólogo Gabriel Careaga. Siendo nuestro pofesor de Teoría Social I en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, nos espetó algo así como "Seguramente ninguno de ustedes ha leído Memorias de Adriano, de la Yourcenar... ¡Qué va!, si acaso leyeron un resumen del Pedro Páramo en la secundaria, y de ahí no han pasado". Luego explicó que se trataba de un texto fundamental para entender la cultura clásica, y que seguramente leerlo podría resultar más útil que un semestre de Ciencia Política... Careaga era un provocador, un lector voraz, culto, refinado, a quien le molestaba casi al punto del asco la vulgaridad intelectual de la gran mayoría de sus alumnos. Claro, al otro día me impuse como reto birlarme un ejemplar de aquella novela... Careaga, por supuesto, tenía razón.

Marguerite Cleenewerck de Crayencour, Marguerite Yourcenar para sus lectores (1903-1987), nació en Bruselas, Bélgica en 1903 y falleció en Estados Unidos en 1987. Mujer de letras, apasionada del lenguaje —fue la primera mujer que ingresó a la Academia francesa de la lengua—, escribió novela, teatro y poesía, y una sólida carrera como traductora —tradujo al francés a Virginia Woolf, Henry James y Yukio Mishima, autor japonés del cual era experta—. 

Un acicate más para leer Memoria de Adriano: la traducción al español es de Julio Cortázar.

jueves, 23 de octubre de 2008

1. Sor Juana

De vuelta a la lista de algarabía… Claro, inicia con una grande, Sor Juana, pero también con una provocación: ¿la Décima Musa primero que Cervantes? ¿Cualquiera primero que Cervantes? Las damas primero, justifican las editoras.

Y sí, hay que leer a Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana, alias Sor Juana Inés de la Cruz. Dolorosa en momentos, oculta en la exuberancia del barroco, la inteligencia de esta mujer ilumina, crispa:


Finjamos que soy feliz,
triste pensamiento, un rato;
quizá podréis persuadirme,
aunque yo sé lo contrario:
que pues en la aprehensión
dicen que estriban los daños,
si os imagináis dichoso
no seréis tan desdichado. (...)
¡Qué feliz es la ignorancia
del que, indoctamente sabio,
halla en lo que padece,
en lo que ignora, sagrado!
¿Qué loca ambición nos lleva
de nosotros olvidados?
Si es para vivir tan poco,
¿de qué sirve saber tanto?

El pretexto de que los libros son caros no sirve en este caso; abundan las ediciones baratas, comenzando por la antología de Porrúa. Además, está el extraordinario portal de cervantesvirtual dedicado a Sor Juana, en el cual uno puede descargar ediciones facsimilares, ensayos, imágenes, enlaces e incluso escuchar los poemas de la poetiza en voz de Ofelia Medina. La directora de este importante esfuerzo editorial es la doctora Margo Glanz.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Nacionalidades y pueblos

 

Con una afirmación imprecisa arranca Raúl Béjar Navarro (Ciudad de México, 1937-2010) su ensayo El mexicano. Aspectos culturales y psicosociales (UNAM, 1983; 3ª ed.): “El carácter nacional ha sido un tema tratado por numerosos pensadores desde el principio de la historia escrita”.



La imprecisión estriba en que el “carácter nacional” está ligado al Estado-Nación, el cual es un producto de la Modernidad, de hecho, un producto tardío de la misma, es decir, un producto histórico muy posterior a la invención de la escritura, hecho que se remonta poco más de tres milenios antes de nuestra era. El error de Béjar Navarro se evidencia más adelante: luego de traer a colación a la Biblia, el Kama-Sutra, a Tácito y Heródoto, en fin, señala: “La formación de imágenes nacionales es, pues, muy antigua… De esta forma y así como los antiguos escritores hablaban acerca de los galos, los egipcios, los persas, etcétera, es común en la actualidad hacer juicios sobre el comportamiento de los franceses, los ingleses, los rusos, los argentinos, los estadounidenses, los mexicanos, etcétera”. Y no, así no son las cosas; la equiparación de los antiguos galos con los franceses contemporáneos permite aclarar el asunto. Veamos.

 

Hasta el año 2022, cuando Olivier Giroud le metió un gol a Polonia durante el Mundial de Qatar, el máximo anotador de la selección nacional de fútbol de Francia había sido Thierry Daniel Hery (51 goles en 123 partidos), quien nació en Les Ulis; con todo, los antiguos escritores jamás podrían haberlo considerado un galo, sencillamente porque es negro. ¿Qué decir del superestrella francés Zinedine Yazid Zidane, Zizou, ¿es o no un símbolo vivo del nacionalismo francés? Bueno, sus padres son africanos dado que nacieron en Argelia. La actual estrella del seleccionado francés, campeón mundial en Rusia 2018 y subcampeón en 2022, es el joven parisino Kylian Mbappé, hijo del inmigrante camerunés y de una jugadora de balonmano de origen argelino. ¿O podría negársele a Albert Camus (1913-1960) el “carácter francés”? Me parece que no, aunque estoy seguro de que ese carácter dista mucho de la categoría que un escritor antiguo habría otorgado al ser galo; Camus, Premio Nobel de Literatura 1957 por sus obras escritas en francés, nació en Argelia, y su madre en Menorca, la isla más grande de las Baleares, hoy por cierto parte de España. 

 

El dichoso “carácter nacional” es una abstracción que se refiere al concepto de Nación, mismo que, ligado al concepto de soberanía, no aparece sino hasta la época moderna. Desde el principio de la historia, sí, encontramos intentos por perfilar el carácter o manera de ser de distintos pueblos, pero este último concepto, pueblos, no se corresponde con el de nacionalidades, no son equiparables.

martes, 21 de octubre de 2008

Los faltantes

No he leído todos los libros que algarabía recomienda en su lista de los 50 libros que no te puedes perder. Eso tiene su lado bueno porque crece la lista de pendientes. Empezando por el que aparece en el octavo sitio, Drácula de Bram Stoker. Abraham Stoker, alias Bram Stoker (1847-1912), fue un escritor irlandés a cuya pluma se deben doce novelas, entre ellas la que más fama le dio, la historia de vampiros Drácula, una novela epistolar publicada por primera vez en 1897. Sé que la versión cinematográfica de F. F. Coppola es una respetuosa adaptación de la obra original –el guión es de James V. Hart–.

De Verne leí varias novelas, pero no la que aparece en la lista —20 mil leguas de viaje submarino—, y me temo que me la voy a ahorrar...

Tampoco he leído La invención de Morel, de hecho no he leído nada de Adolgo Bioy Casares (1914-1999). Sé que es un libro que hay que leer, pero he podido resistir la obligación sin sentimientos de culpa difíciles de torear..., es más, confieso que se me antoja más alguno de los libros que escribió a dos manos con su paisano y amigo Jorge Luis Borges, como Crónicas de Bustos Domeq. Para colmo, sucede una cosa curiosa con La invención de Morel, que su prólogo, escrito por Borges, suele ser más citado que la propia novela; y no es para menos, ya que en dicho texto, una perla, Borges deja anotadas algunas verdades fulminantes, y para muestra...: "Los [novelistas] rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad..."

Me falta también El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa (1888-1935), y ¡cuidado!, Harold Bloom considera a este portugués, junto con Pablo Neruda, como el poeta más representativo del siglo XX. Es decir, hay que clavarle el diente.

El libro que aparece en el lugar 31 no sólo no lo he leído, tampoco sabía de su existencia, no tengo idea incluso de quién sea su autor: El guardián entre el centeno, J. D. Salinger. ¿Alguien sabe algo de este señor?

Sigue un trauma, una piedra en el zapato..., que además ya cala: Moby Dick de Herman Melville. Efectivamente, he faltado a una cita con el capitán Ahab. El caso es que me prometí leerla en inglés, y aunque al menos el primer paso ya lo di —hace cosa de año y medio merqué en oferta una edición bastante buena— he ido posponiendo su lectura. Al margen: para quienes no quieran o no puedan entrarle a la novela, la película de
John Huston, protagonizada por Gregory Peck (Moby Dick, 1956) tiene un ingrediente extra: el guión lo escribió Ray Bradbury.

La que sigue entre mis faltantes es también de un anglo, Henry James (1843-1916). De todos los libros de James, las editoras de algarabía recomiendan una novela corta,
Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898).

Y, bueno, aunque jamás he leído el Tartufo de Moliere, sí he la he visto montada un par de ocasiones, lo cual en el caso del teatro cuenta.


lunes, 20 de octubre de 2008

50 libros que no te puedes perder


algarabía está de fiestas, y nosotros, sus lectores, también…, más. Rojo intenso en forros, este mes comenzó a circular el número 50 de esta revista imprescindible, manjar de letras. Una de las suculencias que porta la publicación, dirigida con mañas maestras y tino certero por María del Pilar Montes de Oca Sicilia, es su lista de los 50 libros que no te puedes perder. Y buen pretexto me pareció postear la lista e irla comentando para iniciar esta bloguera edición que desde hace ya unos meses venía rumiando.

1. Antología poética, Sor Juana Inés de la Cruz.
2. Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar.
3. Frankenstein, Mary Shelley
4. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes.
5. Crimen y castigo, Fedor Dostoievski.
6. Madame Bovary, Gustave Flaubert.
7. Los tres mosqueteros, Alejandro Dumas.
8. Drácula, Abraham Bram Stoker.
9. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Robert L. Stevenson.
10. 20 mil leguas de viaje submarino, Julio Verne.
11. Las mil y una noches.
12. El lazarillo de Tormes.
13. Ficciones, Jorge Luis Borges.
14. Narraciones extraordinarias, Edgar Allan Poe.
15. Cuentos, Anton Chéjov.
16. Confabulario, Juan José Arreola.
17. Bestiario, Julio Cortázar.
18. Antología poética, Jaime Sabines.
19. 20 poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda.
20. Romancero gitano, Federico García Lorca.
21. Pedro Páramo, Juan Rulfo.
22. Dos crímenes, Jorge Ibargüengoitia.
23. Aura, Carlos Fuentes.
24. Noticias del Imperio, Fernando del Paso.
25. Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.
26. La tregua, Mario Benedetti.
27. El túnel, Ernesto Sábato.
28. La invenión de Morel, Adolfo Bioy Casares.
29. Pantaleón y las visitadoras, Mario Vargas Llosa.
30. El libro del desasosiego, Fernando Pessoa.
31. El guardián entre el centeno, J. D. Salinger.
32. El tambor de hojalata, Günter Grass.
33. La insoportable levedad del ser, Milán Kundera.
34. El extranjero, Albert Camus.
35. Las aventuras de Sherlock Holmes, A. Conan Doyle.
36. Un mundo feliz, Aldus. Huxley.
37. Rebelión en la granja, George Orwell.
38. El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad.
39. El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde.
40. Moby Dick, Herman Melville.
41. Otra vuelta de tuerca, Hnery James.
42. Lolita, Vladimir Nabokov.
43. La montaña mágica, Thomas Mann.
44. Metamorfosis, Franz Kafka..
45. El lobo estepario, Hermann Hesse.
46. El laberinto de la soledad, Octavio Paz.
47. Ensayo sobre la ceguera, José Saramago.
48. Tartufo, Moliere.
49. Hamlet, William Shakespeare.
50. Mañana en la batalla piensa en mí, Javier Marías.

Bueno, mañana será otro día..., mañana los comentamos.