Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 30 de diciembre de 2017

La indiferencia insignificante


En el prólogo a Poesía en movimiento —la antología de Siglo XXI editores, hoy casi canónica—, Octavio Paz se preguntaba refiriéndose al saltillense Julio Torri (1889-1970): “¿Por qué ha escrito tan poco?” Y enseguida se respondía él mismo usando un ramalazo del propio Torri: “Quizá porque ha sentido como nadie el gozo irresistible de perderse, de no ser conocido, de huir”. 

Perderse, no ser conocido, huir requiere no solamente de voluntad, también de fuerza, de sudores, porque precisa movimiento. Para perderse, no ser conocido, huir es necesario cambiar de aires, quitarse el nombre y ponerse otro, trasmutar la apariencia, trocarse la rutina… Joaquín Sabina lo canta así: “partiré de viaje enseguida / a vivir otras vidas, / a probarme otros nombres, / a colarme en el traje y la piel / de todos los hombres / que nunca seré…” No se trata de la misma manera de perderse que describe Kafka (1883-1924) en el siguiente fragmento, párrafo final de sus Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.” Tal es el envite al que se aventura el protagonista de Un hombre que duerme, la novela de Georges Perec (Impedimenta, 2012), y epígrafe atinadísimo de la misma. El joven personaje sucumbe al gozo irresistible de perderse, pero no a través del movimiento, sino de su opuesto, la quietud. Un buen día, sin un antedicho qué traer a cuento, un estudiante de Sociología decide no levantarse de la cama, no acude al examen programado y desde entonces se deja ir: “Eres un holgazán, un sonámbulo, una ostra. Las definiciones varían según las horas, según los días, pero el sentido permanece más o menos claro: … no quieres más que durar, no quieres más que la espera y el olvido…”

Georges Perec nació en París en 1936 en el seno de una familia judía de origen polaco y falleció cuatro días antes de cumplir 46 años. Siendo un infante, la barbarie nazi le arrebató a su padre —muerto en el frente días antes de la rendición de Francia— y a su madre —fulminada en Auschwitz—. El pequeño Georges vivió escondido en Villard-de-Lans con unos tíos, quienes durante varios años, por su seguridad, le ocultaron su origen —su apellido, Peretz, cambió a Perec—. Terminada la guerra, Georges, de vuelta en la capital francesa, al igual que el protagonista de Un hombre que duerme, habría de ser estudiante de Sociología, en La Sorbona.

No hay la menor intención de heroísmo en el arrebato del muchacho que opta por dejar de hacer, por no pasar de los movimientos indispensables y permanecer solo en una pequeña habitación, la mayor parte del tiempo dormido: “Aparecerá ante ti, al hilo del tiempo, una vida inmóvil sin crisis, sin desorden: ninguna aspereza, ningún desequilibrio. Minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, estación tras estación, algo que nunca tendrá fin va a comenzar: tu vida vegetal, tu vida anulada”. Tampoco se trata del afán del anacoreta que pretende santificar su existencia a través del martirio: “Tu propósito no es ir desnudo por ahí sino estar vestido sin que eso implique necesariamente afectación o abandono; tu propósito no es dejarte morir de hambre, sino solamente alimentarte”. En un mundo sin celulares, sin internet, sin radio ni televisión, el universitario desertor encuentra en la lectura y en el paseo las mejores estrategias para borrarse a sí mismo. “Caminar incesante, incansable. Caminas como un hombre que llevase maletas invisibles, caminas como un hombre que siguiera a su sombra. Caminar de ciego, de sonámbulo, avanzas a paso mecánico, interminablemente, hasta olvidar que caminas. Flâneur minucioso, nictóbata consumado, ectoplasma que con una sábana flotante pasaría por un fantasma que no asustaría ni a los niños más chicos”. Pronto se ve rodeado de la fauna citadina de los que, como él pretende, se han ido haciendo a un lado o los han hecho a un lado, los marginales: “Los de piel oscura, los de cuellos de camisa raídos, los tartamudos que te cuentan su vida, su cárceles, sus centros de acogida, sus falsos viajes, sus hospitales. Los viejos profesores que quieren reformar la ortografía, los jubilados que creen haber creado un sistema infalible para recuperar los papeles viejos, los estrategas, los astrólogos, las adivinas, los sanadores, los testigos, todos los que viven con sus ideas fijas; los desechos, la chatarra, los monstruos inofensivos y seniles de los que se ríen los camareros…, las viejas arrugadas con abrigo de piel que se ventilan…”

Cerca del final de su personal epopeya por el vacío, el protagonista de la novela descubre el mayor riesgo en el que se ha puesto: “La indiferencia disuelve el lenguaje, enturbia los signos. Eres paciente y no esperas, eres libre y no eliges, estás disponible y nada te moviliza. No pides nada, no exiges nada…” La indiferencia lleva irremediablemente a la insignificancia: “No has aprendido nada, salvo que la soledad no enseña nada, que la indiferencia no enseña nada: era un engaño, una ilusión fascinante y con trampa”. 

Hoy, lamentablemente, para millones de personas resulta más fácil caer en la celada de la indiferencia, pertrechados por cientos de canales de televisión, Netflix, Spotify, el Face… Pero resulta lo mismo: su indiferencia es insignificante.



sábado, 23 de diciembre de 2017

Nube de escombros

Abatido a punta de desencantos diarios, batallando por no caer en la tentación de dejarse ir por el deslizadero de la indolencia, de capa caída, pues, a principios de semana —¡caraja semana!— te fuiste enterando: la nota de El país prometía “un reguero de fogonazos” en el cielo. Trazos luminosos en la bóveda celeste. El causante iba a ser un pajarraco cósmico, “un cometa exhausto”, un asteroide híbrido de unos cinco kilómetros de diámetro, al que, cuando lo descubrieron hace apenas 34 años, le pusieron nombre: (3200) Faetón. El miércoles, casi a media noche, azorado, decidiste darte un respiro y dejar de acechar al mundo por la ventana inconmensurable de tu computadora —Salma denuncia que también fue víctima del monstruoso Weinstein; la Organización para la Cooperación Islámica, que agrupa 57 países con población mayoritariamente musulmana, encara al gringo megalómano y declara a Jerusalén oriental como capital del Estado palestino; la ONU, las comisiones Nacional e Interamericana de Derechos Humanos, los rectores de la UNAM, la U de G y la Ibero piden al Senado de la República no aprobar la Ley de Seguridad Interior; México importará la mitad de los pavos que se consumirán en las próximas cenas navideñas…—. Tímidamente esperanzado, te pones la chamarra más gruesa que encuentras en el clóset y subes a la azotea del edificio… Ojalá te toque alguna salpicadura de la lluvia de estrellas. El frío cala, la noche abraza… Hoy sabemos que Faetón es el responsable de las Gemínidas, la lluvia de meteoros que a mediados de diciembre parece provenir de la constelación de Géminis. En realidad, el fenómeno lo produce una nube de escombros del asteroide. Escombros sobre escombros, piensas.

Ovidio cuenta en Las metamorfosis que Faetón, hijo de la oceánide Clímene y de Helios, personificación divina del Sol, fue un junior con fuertes problemas de autoestima, quien para probar entre sus cuates su alcurnia consiguió que su padre le prometiera un regalo, el que fuera… Desgraciadamente, pidió que Helios le permitiera manejar su carruaje —el astro rey—. Helios trató de disuadir a su vástago de que eso era una locura, sin lograrlo, y como ya lo había prometido… Previsible: Faetón fue incapaz de controlar a los caballos blancos que tiraban el carro ígneo y aquello resultó una hecatombe… El sol sale de su camino y se aleja tanto que nuestro mundo sufre heladas espantosas, y luego, tratando de corregir el rumbo, Faetón se acerca tanto que tatema buena parte del planeta —convierte grandes comarcas de África en desierto y quema la piel de sus pobladores hasta hacerla negra—. Tanto caos provocó que el mismo Zeus tuviera que intervenir: un certero golpe de rayo en el carro desbocado bastó para pararlo y de paso segar la vida de Faetón… El miércoles, en la Ciudad de México, fue como si Faetón siguiera muerto… Si bien el cielo estaba totalmente despejado, las luces de la megalópolis impedían cualquier vista —el nivel de contaminación lumínica que se registra en la capital del país, 16 magnitudes por segundo de arco al cuadrado, es el mismo que presenta Hong Kong, la urbe lumínicamente más contaminada de todo el orbe—, así que te quedas sin lluvia de estrellas.

Al día siguiente, jueves, la ignominia que se veía venir desde hacía ya varios días fue tomando forma. Para colmo, millones y millones de hombres y mujeres tuvimos que recordar que vivimos en una cazuela: la contaminación del aire en la Ciudad de México volvió a alcanzar niveles de injuria. Las dos estaciones de monitoreo localizadas en el municipio mexiquense de Ecatepec, Xalostoc y San Agustín, la segunda a unos cinco kilómetros del sitio en el cual están construyendo el nuevo aeropuerto, comenzaron a reportar niveles preocupantes desde el medio día, y para las cuatro de la tarde, con más de 160 puntos imecas, se declaró la contingencia ambiental.

Y el viernes despiertas y el noticiero confirma el oprobio: el país amaneció peor, con una instrumento legal listo para ser promulgado por el Ejecutivo… Muy temprano, luego de la última votación, los diputados de la aplanadora prianista y sus aliados aplauden, ríen, festejan… Están felices de haber actuado en contra del sentido común, de la opinión de los expertos, de los organismos internacionales, de las ONG, de la sociedad organizada, de la academia… La Ley de Seguridad Interior fue aprobada por ambas cámaras, y con ello dieron paso legal a la militarización de la vida pública de México. Afuera, en la calle, todo parece normal, casi como un día cualquiera.

El parisino George Perec (1936-1982) escribió que “lo que más nos atrae siempre es el suceso, lo insólito, lo extraordinario: escrito a ocho columnas y con grandes titulares. Los trenes sólo comienzan a existir cuando se descarrilan, y entre más muertos halla más importantes se vuelven… Es necesario que detrás de los acontecimientos haya un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida sólo pudiera revelarse atrás de lo espectacular, como si lo convincente, lo significativo, fuera siempre lo anormal: cataclismos históricas o revoluciones históricas, conflictos sociales o escándalos políticos…” (Lo infraordinario. Verdehalago, 2008). Tiene razón… pero en este país no aplica porque aquí lo cotidiano, lo trivial e incluso lo ordinario es precisamente lo que debería resultarnos escandaloso. Como los acontecimientos que tendrían que haber cimbrado la realidad pasan uno tras otro sin motivar cambios, la aspiradora de la rutina los absorbe y ya mañana será otro día…, aunque no pase nada.


sábado, 16 de diciembre de 2017

Gana de engaño


Who are you going to believe,
me or your own eyes?
Groucho Marx


Me resulta despampanante el ansia que mucha gente tiene de ser engañada por los mismos, y con el mismo cuento de siempre. Que conste, no hablo de personas que yo considere destacadamente tontas o ignorantes; de hecho, mi fascinación se acrecienta al observar la descomunal gana que perdura en muchos hombres y muchas mujeres inteligentes, e incluso bien informados, de que les sigan tomando el pelo.

Enfilados fatalmente hacia el próximo proceso electoral organizado para renovar la Presidencia de la República, se nos ha dejado ya venir encima el alud de mensajes con el cual, más que convencer al electorado, se pretende apabullarlo. Y no tengo en mente a todos los emisores; me refiero particularmente a quienes pretenden persuadirnos de que solamente hay un camino correcto, el del continuismo. Por ejemplo, escuché a Vicente Fox hacer precoz campaña en favor de quien será candidato del PRI, el señor Meade —ya a nadie sorprende el proselitismo priísta del expresidente que había jurado sacar a las víboras y tepocatas de Los Pinos—. En un video —para Milenio, but of course—, el expanista alega lo de siempre: que un cambio drástico sería para México, más que peligroso, de plano apocalíptico, y que en cambio hay que cuidar a toda costa el status quo, en el que estamos a todo dar: “traemos trayectoria, traemos rumbo, sabemos a dónde vamos como país… La economía está más fuerte que nunca, las variables fundamentales de la economía están sólidas”. Es decir, ya saben, que la dichosa macroeconomía está bien bonita, sanota, pita y pita y caminando…​ ¿Y por qué? Ah, pues porque los tecnócratas sí son funcionarios que están muy bien preparados y son honestos —la coda—. Lamentabilísimamente, los datos duros no muestran eso, más bien lo opuesto: la inflación, estampida de búfalos despavoridos, repunta como no lo había hecho en 16 años; durante este año, el monto de las reservas internacionales decreció; con todo y la Reforma Energética, México es el país de la OCDE en donde cuesta más caro el gas, la gasolina y la electricidad; Pemex no producía tan poco desde 1990 y alcanzó una proporción histórica de combustibles importados (más de 76% en octubre); la deuda externa se disparó a la mitad del PIB; el peso ha sufrido una fuerte depreciación frente al dólar; los salarios han perdido y siguen perdiendo poder adquisitivo, y siete de cada diez hogares no ahorran; el dinero es mucho más caro, y la economía crece a un mediocre 2% anual, muy lejos del 5% prometido… En fin, ni tiene caso abundar ni es mi propósito ahora echarle sal a las heridas. La cuestión aquí es tratar de responder la siguiente duda: ¿cómo es que siendo evidente que las cosas no están como se dice hegemónicamente que están  tanta gente siga creyendo en tal discurso, incluso a pesar de lo que su percepción cotidiana y directa les señala?


La respuesta que más me cuadra se la debo a un gran pensador austriaco-estadounidense, Paul Watzlawick (1921-2007). Pilar de la Teoría de la Comunicación Humana —desarrollada a partir de la Teoría de la Información iniciada por Claude Shannon (1916-2001), la antropología de Gregory Bateson (1904-1980) y la epistemología constructivista—, Watzlawick sostiene y demuestra que la realidad no es la existencia per se, sino un producto: “lo que llamamos realidad es resultado de la comunicación”.


El planteamiento es constructivista. En el ámbito de la Sociología, el constructivismo tiene su expresión clásica en la teoría desarrollada por Peter L. Berger (1929-2017) y Thomas Luckmann (1927-2016) —en La construcción social de la realidad (1966) establecen que la realidad es un constructo social—.

Paul Watzlawick, apuntalado tanto en años de trabajo como psicoterapeuta como en la filología, explica que la comunicación no es la forma que tenemos de referir la realidad, de describirla y de informar a los otros acerca de ella, sino el proceso por medio del cual, interactuando, construimos la realidad. Los procesos de comunicación, obviamente, son colectivos, sociales, de tal suerte que la realidad es necesariamente resultado de un proceso social. Su primer axioma de la comunicación humana establece que, puesto que todo comportamiento es una forma de comunicación, “es imposible no comunicarse”, de tal suerte que constantemente estamos construyendo la realidad. Dicho de otra manera, en todo momento estamos metiéndole mano al constructo social que asumimos como lo real, de ahí que en la medida en la que la comunicación sea más intensa el constructo pierde solidez y los individuos certidumbre, seguridad. Por eso, “el desvencijado andamiaje de nuestras cotidianas percepciones de la realidad es, propiamente hablando, ilusorio, y… no hacemos sino repararlo y apuntalarlo de continuo… [y aquí viene lo importante] …, incluso al alto precio de tener que distorsionar los hechos para que no contradigan nuestro concepto de realidad, en vez de hacer lo contrario, es decir, en vez de acomodar nuestra concepción del mundo a los hechos incontrovertibles” (Paul Watzlawick, ¿Es real la realidad? Heder, 1979).


Más allá de indicadores y estadísticas, diariamente percibimos hechos incontrovertibles que desmienten el discurso hegemónico propagado por los medios; sin embargo, mucha gente no alcanza a remodelar a partir de ellos su concepción de la realidad, prefiere deformarlos, amoldarlos o incluso soslayarlos con tal de no romper los débiles hilos del tejido social con los que todavía la comunidad se sostiene. La gana de ser engañados responde al terror de quedarse solo, aislado. De ahí la importancia de los medios alternativos, sobre todo los que se transmiten vía web, toda vez que están posibilitando la construcción social de una realidad distinta.

@gcastroibarra

sábado, 9 de diciembre de 2017

Como en feria


Creo fielmente que el arte es conocimiento,
y lo único que espero es tener el valor suficiente para
transmitir a los demás los datos que
un habitante de Zapotlán
puede aportar al hombre de todas partes.
Juan José Arreola


En 1963 dos novelas fueron reconocidas con el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores: Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro (1916-1998), y La feria, de Juan José Arreola (1918-2001). Fue la primera ocasión que el galardón —instaurado en 1955 por iniciativa del crítico Francisco Zendejas con el propósito de honrar al mejor libro publicado año con año en México— era otorgado a más de una obra. En su edición inicial, el Villaurrutia se lo había llevado Pedro Páramo, de Juan Rulfo (1917-1986); en 1956 fue para Octavio Paz (1914-1998), por su libro de ensayos El arco y la lira; al año siguiente, el Premio se declaró desierto —lo cual significa que el jurado le hizo el feo a la primera novela de Rosario Castellanos (1925-1974), Balún Canán—; en el 58 no, no se lo concedieron a La región más transparente de Carlos Fuentes, sino a El libro vacío, la novela experimental de Josefina Vicens (1911-1988); en 1959 resulta por vez primera ganador un poemario, Delante de la luz cantan los pájaros, de Marco Antonio Montes de Oca (1932-2009), y al año siguiente la Castellanos ahora sí es laureada, esta vez por su colección de cuentos Ciudad real. Para las dos ediciones siguientes, 1961 y 1962, no hubo un solo libro que le cuadrara el ojo al jurado, por lo cual el certamen se declaró desierto. Hasta aquí, me parece que en sus primeros años el Premio Xavier Villaurrutia resultó mayoritariamente atinado: de los siete primeros libros que lo recibieron, al menos cuatro indiscutiblemente son hoy considerados parte del canon de la literatura mexicana contemporánea —tres novelas, las de los dos Juanes y la de la Garro, y el libro de su ya entonces ex esposo—.

Juan José Arreola publicó únicamente un libro que puede ser clasificado como una novela. Se sabe que al menos desde 1953 comenzó a escribir algunas partes de lo que sería La feria —hecho del cual pueden dar fe varios talleristas del Centro Mexicano de Escritores, en el que participaba entonces el joven jalisciense como becario, al igual que Rulfo—. El libro terminaría siendo un retablo armado con 288 textos —entre cada uno de ellos, un asterisco diseñado ex professo por Vicente Rojo para la edición de Joaquín Mortiz—. Quien la haya leído sabe que la narración da voz a una muchedumbre de personajes, sin que ninguno de ellos ni uno omnisciente puedan ser considerados el narrador; por ello resulta una obra polifónica y dialógica. Como puede decirse acerca de sus demás libros, el título es más que acertado, resume el alma genérica de la obra y su propuesta poética —como Confabulario, Varia invención y Bestiario—: la novela es efectivamente una feria textual, un desgarriate divertido, una diversidad organizada con intencionalidad estética… En sus páginas hay coro, cuchicheo, conversación y griterío, monólogos y diálogo, transcripción literal de documentos y textualización de pláticas, paráfrasis, soliloquios, versos, chismes y chistes, testimoniales fidedignos y cuentos, historiografía y ficción… Hoy el diccionario de la Real Academia acepta trece acepciones distintas para el vocablo: feria es el mercado mayor y es la fiesta principal, ágora y miscelánea; también es el gentío que a ella acude en bola y la panoplia de instalaciones y artilugios dispuestos eventual o periódicamente para la recreación y el jolgorio de la gente: la rueda de la fortuna, los puestos de comida, el tiro al blanco con dardos o municiones…; es el montaje comercial que se dispone para la exposición de productos y animales; es cualquier día de la semana que no sea sábado o domingo, pero paradójicamente también es descanso y suspensión de labores, el reposo y el juego; es trato y convenio; es el extra, el regalito, el pilón; es la lana, el billete, la riqueza caudalosa, pero también el cambio, la morralla, la menudencia de metálico… La última acepción vale la transcripción: “Dádivas o agasajos que se hacen por el tiempo en que hay ferias en algún lugar. Dar ferias”… La polisemia no para ahí, porque en las locuciones verbales sigue, y de lo lindo: a ver cómo lo entiende usted, pero si la feria es fiesta y relajo y juego y desahogo, resulta que si a alguien “le va como en feria” en realidad es que le va muy mal.

La Feria integra una multiplicidad de tiempos y personajes, pero resulta irrefutable que tiene un solo protagonista: Zapotlán. ¿Zapotlán el Grande, Jalisco, hoy Ciudad Guzmán, el lugar? No, por supuesto: el territorio —“Zapotlán, tierra extendida y redonda, limitada por el suave declive de los montes, que sube por laderas y barrancos a perderse donde empieza el apogeo de los pinos.”—, pero también su gente y sobre todo su gente a través del tiempo, es decir, su historia, o más precisamente: sus historias. Arreola logra engarzar una y otra vez lo social con lo más íntimo; en el desvelo tortuoso del solterón empedernido del pueblo cabe el drama de todos: “Allí está otra vez don Salva caído en el insomnio, como sapo en lo profundo de un pozo, golpeándose la cabeza en su almohada de piedra, casándose y descasándose, enviudando y volviéndose a casar con todas las muchachas de Zapotlán…”

La Feria, un clásico mexicano.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Pesimismo pésimo


— Pronto ya no habrá tiempo para la felicidad.

— Cuándo lo hubo, tú?

— Qué dijiste? En México nos va mal.

— Eso es una tautología. México es para que nos vaya mal.

Carlos Fuentes, Cristóbal Nonato.





Pero al fin canta un pájaro agorero

Alejandro Aura, Cómo salirse de la noche.







Ya es demasiado, quizá muy próximo a lo peor, el ir quedándonos sin ánimos de aventurar augurios. Al parecer, ahora se propaga la certeza, redonda y sin matices, de que las cosas cada vez se pondrán más feas. Nos va a seguir yendo mal y punto. El consabido “nunca pasa nada” no es más que una forma mezquina de expresar “no va a pasar nada que cambie nuestro rumbo funesto”. Los detalles salen sobrando, así que la gente le ha ido perdiendo el gusto al ejercicio de la predicción. Desde la desesperanza, lo mejor que uno puede esperar del futuro es que tarde en llegar. ¿Qué interés puede tener el porvenir si no es nada más allá que más y más de lo mismo? Si se ratificará o no el TLC es una disyuntiva que en realidad a nadie mantiene con mucho apuro en este país, porque, quede como quede la dichosa transacción, con los gringos siempre hemos salido perdiendo y vamos a seguir perdiendo. De la perspectiva de la economía, las enormes complejidades macroeconómicas pueden reducirse en que las tarifas del gas y la luz y el precio de las gasolinas van a seguir incinerando nuestros bolsillos, y cada vez te va a alcanzar para menos el dinero. El gigantesco monstruo al que llamamos corrupción continuará creciendo, tragando porciones desproporcionadas, incluso para él, de impunidad y miseria, y no, no va a reventar de podredumbre. La inseguridad y la violencia continuarán cerrando el cerco, apretándote el cogote, dejando día a día menos espacio en donde sea posible llevar una vida normal… Ya ni siquiera el tapadismo alienta la especulación futurista; si destapan al que todo mundo cree que van a destapar, mal…, y si es otro, también: sea cual sea el que salga del mazo tricolor, el naipe va a resultar nefasto. ¡Oye, pero el PRI está hasta el sótano en todas las encuestas! No importa: como quiera van a apañarse las elecciones… ¡Bueno, ahora incluso cunde la idea fija de que un mega terremoto está ya programado para arrasar buena parte de la Ciudad de México… ¿Totalmente, para siempre? ¡No, cómo crees… México, la ciudad, igual que el país, tiene que perdurar para seguir sufriéndola…


Hace unos días, exteriorizaba yo que ya me urge que de una vez por todas termine este infausto año, terriblemente aciago para todo el país y particularmente calamitoso para la ciudad en la que habito. Claro, de inmediato fui interpelado: ¿Para qué? ¡Estás loco ¿A poco crees que el próximo año nos va a ir mejor? Eso mismo dijimos en 2016 y ya ves cómo nos fue en 2017… Total, constato que últimamente el pesimismo anda pisándole los talones al malinchismo. 


Sin embargo, en el fundamento mismo de la fe en que todo va a seguir poniéndose peor subsiste un reducto de ingenuo optimismo, ingenuo pero perverso: se asume que el camino hacia lo malo es infinito, que todo puede seguir fastidiándose indefinidamente sin que jamás lleguemos a un cambio sustantivo, por caso, el acabose. El truene, el desenlace, la consumación nunca llega. Como no se ha cansado de salir a los medios a declarar muy orondo el médico Narro Robles —así lo dijo en febrero de 2010, siendo aún rector de la UNAM, y luego en enero pasado, ya como secretario de Salud—, “México va a salir adelante”… ¡Por supuesto!, y es que… ¿cómo sería no salir adelante? México salió adelante después de la masacre del 2 de octubre de 1968, salió adelante después de que Estados Unidos nos birló la mitad del territorio nacional…, incluso después de varios años de Revolución armada…, así que según la lógica (¿retórica?) de Narro, México saldrá adelante a pesar del tsunami de violencia feminicida, de Ayotzinapa y del desfallecimiento de la gobernabilidad de frontera a frontera y de océano a océano, de la devaluación de más de 50% del peso, de Tlatlaya y de la mancha de la Casa Blanca, de Nochistlán y de la duda externa desbocada, de la crisis de pensiones y de nuestro segundo lugar mundial en obesidad, del espurio asesinato de la gallina de los huevos de oro y del aumento bestial en el precio de todos los combustibles, de los miles y miles de hombres y mujeres desaparecidos, del tren fantasma que sigue sin llegar a Querétaro y de tantos y tantos socavones más en la vida nacional… Ya podrá hacer erupción don Goyo u obligarnos a pagar su muro el megalómano y mega-anómalo de Donald Trump…, que este país aguanta cualquier desgracia y no se raja: aguanta cualquier cosa y sale adelante; aquí no pasa nada y a seguir padeciendo…


Y si con lo escrito hasta aquí no ha quedado suficientemente expresado, digámoslo con todas sus letras: todo pesimismo es fundamentalmente conservador, retardatario… —la postura opuesta, evidentemente, es el optimista que desea que el futuro llegue cuanto antes—. Además, el pesimismo aisla. Ya escribía Cioran: “El horror al futuro sólo se cura en estas islas donde el tiempo se ha detenido, donde sólo existe el presente, si es que siquiera existe”.


En este punto soy pesimista: no creo que nuestro pesimismo nos traiga nada bueno. Por eso, contra toda lógica, más nos valdría al menos animarnos a vislumbrar mejores tiempos.